Enigma

Enigma


Joaquim

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Joaquim

Era un almacén desafectado, próximo al puerto. Dos gorilas de aspecto poco acogedor controlaban la entrada. Parecían conocer bien a Naoki y un poco a Zoe. Pero una vez entramos, nos examinaron con la mayor atención. El fisonomista tomó un cliché mental de mi cara. Siempre me he preguntado cómo puede conservar la memoria las huellas de tan numerosas impresiones.

Yo vestía de negro, como me había recomendado Naoki. Amén del silencio, me impresionó la gravedad general, que creaba una atmósfera indefinible, casi religiosa. Colgaduras de terciopelo negro cubrían las paredes. Un pequeño estrado. Una silla vacía. Estaba todo montado para crear un ambiente de expectación, un poco como en una sala de concierto, justo antes de que entren los artistas. Comprendí enseguida que no era un club sadomasoquista. Algo más loco y más misterioso, había dicho Fulvia. Los participantes se sentaban en sillas plegables. No se observaban, ni se miraban. Cada cual parecía estar allí para sí mismo. Nos acomodamos en la cuarta fila. Me entraron ansias de cantar o de cometer un acto irreparable. Pensaba en la magia, en un extraño ritual, que iba a celebrarse delante de mí. Un hombre con pinta de sacerdote, macilento, de ojillos medrosos y labios demasiado sonrosados, que me recordaron los del filósofo catalán, pasó con una urna donde muchos participantes depositaron un papel. Había oído que tenía que ir allí tres veces más antes de poder añadir mi nombre a la lista. Sonreí al ver que el deseo que me inspiraba Fulvia me hacía enfrentarme a una situación que normalmente hubiera evitado con los más terribles sarcasmos. ¿Qué tipo de mascarada iban a celebrar? Se acercaba el momento. La sala se llenó. Se cerraron las puertas. Todavía se hizo más opresivo el silencio.

Por fin, se abrió una cortina detrás del escenario y entró una muchacha pelirroja de piel lozana, como lechosa. Sus pasos no parecían tocar el suelo ni la materia, ni su cuerpo perturbar el aire, ni su cabello marcar con estigmas el lugar y las almas desoladas. Me hubiera gustado sonreír, proclamar la superchería, encolerizarme, levantarme, salir, pero me lo impidió una suerte de fascinación. Sólo tenía ojos para aquella adolescente pelirroja de pechitos tan menudos que habrían cabido en la mano de un bebé. Minúsculos, se abrían paso en la grisura y el sufrimiento con total inocencia.

La muchacha se sentó en la silla, con las piernas apretadas, en el centro del estrado. Miraba en lontananza, como una vigía encaramada en lo alto del palo mayor de una fragata. Parecía abarcar a todos los presentes, todas las miradas, todos los cuerpos, todas las historias individuales. Extraño para una muchacha tan joven. Ningún temor, ni nerviosismo, ni pudor alguno. Estaba tan sencillamente desnuda como una perla en un estuche negro.

Así se mantuvo unos veinte minutos, hasta que su cabeza comenzó a moverse de derecha a izquierda. A veces se detenía en un rostro. La urna se hallaba a sus pies, pero no parecía interesarle.

Su mirada se detuvo en mí. Mi cuerpo tuvo una respuesta instantánea. Me invadió un calor difuso. Le sostuve la mirada unos minutos con la secreta esperanza de que se interesase por algún otro. Brevemente, miró a Naoki, que se puso a temblar. Lo notaba porque su hombro tocaba el mío. Acto seguido a Fulvia, que tuvo una respuesta que se asemejaba más a un fluir.

Cuando volvió a mí, comprendí instantáneamente que me pedía que me acercara al escenario. Movió la cabeza como para decirme: «Eso es, lo has entendido, ven.»

Me levanté. Corrió por la sala un murmullo, el procedimiento debía de ser inhabitual. Pasé a un lado y me dirigí hacia la tarima, subí los cuatro escalones y me acerqué. La muchacha pelirroja me tendió sus manitas, invitándome a posar las mías en ellas. A continuación habló con voz clara, sin la menor emoción:

—Hay dos heridas en tu interior. Sólo curaré una. ¿Vives lejos de aquí?

—No, a diez minutos en coche.

—Entonces ve a tu casa. Te acompañará Sergi. Te pido que me traigas tres cosas, enteras, sin quedarte nada. Si intentas engañarme, lo veré enseguida, y nunca te librarás de tu sufrimiento. Puedes elegir. ¿Sabes lo que te pido?

—Sí, perfectamente.

—Entonces confía en mí. Te espero.

Hizo un gesto de princesa antigua despidiendo a un vasallo, pero tan lento que me deslumbraron la belleza de su brazo y de su hombro, y su mirada me marcó una trayectoria. El tal Sergi me hizo una señal. Lo seguí, subyugado por el dulce poder de la adolescente.

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