Enigma

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Zoe

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Zoe

Un motor. El ruido de una puerta. Reaparece Joaquim. El Ángel hace una seña a Sergi. Éste se acerca, el Ángel le pide algo. Joaquim sube de nuevo al podio. En sus brazos, una docena de dosieres, portafolios de distintos colores. Los deposita a los pies de la muchacha. Sergi trae un gran recipiente metálico. La muchacha indica a Joaquim que se siente a su lado. Ahí en el estrado, parecen dos indios a punto de fumar la pipa de la paz. El Ángel abre los dosieres unos tras otros, saca las hojas y aparta a un lado los portafolios. Comprendo que son los manuscritos de sus tres novelas. Se me escapa un grito. Brotan las primeras llamas. Tengo a los gorilas encima. Les indico que no me amordacen. Esperan unos treinta segundos para ver si puedo dominarme y regresan a sus puestos al fondo de la sala. La obra de Joaquim Sanz se desvanece en humo. Con el cerebro paralizado, veo que Joaquim alarga paquetes de hojas al Ángel. Intento comprender cómo puede participar en ese auto de fe. Ni la menor señal de sufrimiento en sus rasgos, ni de rebelión: parece hallarse en total comunicación con el Ángel. Los veo como un cuerpo único, lechoso y negro, luminoso y oscuro, quemando una obra con cuatro brazos.

Media hora después, sólo quedan los portafolios de colores, donde podían verse los títulos de las novelas. Éstos no fueron quemados.

—He eliminado la mitad de tu sufrimiento. Es un ámbito de tu ser donde recobrarás la alegría y la paz. Algo nuevo emergerá en ti. La otra parte de tu sufrimiento debes vivirla totalmente, sin contención, hasta el final. Verás cómo un día ese ámbito será tan luminoso como el que he curado. No puedo dártelo todo. Debes asumir la mitad de tu oscuridad.

Se miraron intensamente. La muchacha se retiró. Yo solté la mano de Naoki y subí al estrado con Joaquim. Su rostro era increíblemente apacible, su mirada luminosa, como si todavía pudiera verse en ella el reflejo de la muchacha pelirroja. Mi propuesta de ayudarle había abocado en la destrucción de su obra, y por un instante dudé que me perdonase nunca. Se dispersó todo el mundo. Yo sentía la necesidad de estar sola con Joaquim y de acompañarlo a la librería.

—Naoki, voy a acompañar a Joaquim, todo esto ha sucedido por mi culpa.

Cuando me incliné para besarla, evitó mis labios y mi cuerpo, apartó la cara, vi sus lágrimas.

—¡Vete, te lo suplico!

Me quedé muda, atrapada entre tres sufrimientos, si bien el de Joaquim se me escapaba totalmente. Tiré a Joaquim de la mano y nos encontramos en una calle silenciosa, en medio de las grúas gigantes desplegadas hacia el cielo. Caminaba deprisa, tirando de Joaquim, que no oponía resistencia.

Me adelanté, no quería ver un rostro humano, dejé brotar en mí una rabia que no iba dirigida contra nadie, como no fuera hacia el éter, único que podía aspirarlo y respirarlo en forma de hilachas, de nubes. De relámpagos. Sentía una inmensa violencia, una necesidad de destruir algo, como si no me bastara la destrucción de los libros de Joaquim. Me hubiera gustado destruir las cavernas, los silencios, hacer penetrar la luz en el fondo del útero de Naoki.

Una hora después llegamos a la librería, un poco jadeantes. Como a Joaquim le costaba introducir la llave en la cerradura, le arranqué el manojo de las manos, abrí y subí a la planta de arriba. La rápida marcha no había bastado para destilar mi violencia. Me arrojé salvajemente sobre él, abofeteándolo.

—¿Por qué? ¿Por qué? ¡Esos manuscritos eran míos! ¡No tenías derecho! ¡Quieres destruirme! ¡Reducirme a ceniza! ¡Te odio! ¡Nunca más escribirás una línea! ¡No eres más que un pobre cretino de librero que se pasará la vida vendiendo los libros de los demás!

Cuando le asesté una bofetada más violenta que las otras, me sacudió una enorme que me hizo caer al suelo. Sus manos eran anchas y flexibles a la vez. Me quedé sentada en el suelo, ridículamente calmada. No me incorporó, sino que se desnudó tranquilamente y se tumbó, como si me esperara. Yo me tumbé con él, desnuda de piel y de corazón. Su sexo estaba erguido. Lo tomé en mi boca y comencé a chuparlo. Sentía palpitar su glande en mi lengua. Sostenía su sexo envolviéndolo con toda la mano, luchando contra su expansión, con rabia, mientras que mi lengua y mis labios expresaban la mayor dulzura. Joaquim gritaba. Sentía ascender su goce progresivamente, salvajemente, hasta que su esperma hizo penetrar una blancura lechosa en mi alma.

Subí hasta su rostro transfigurado. Su mirada había perdido la mitad de su sufrimiento. Había bastado esa grande y delirante intensidad, la inspiración de la joven pelirroja, el dolor de Naoki, pero yo había perdido todas mis energías, sólo aspiraba a fundirme con él, y, tumbada sobre su cuerpo, con las piernas dobladas, las manos sobre su rostro, me dormí.

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