Enigma

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Naoki

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Naoki

Llaman. Me despierto. La sangre se ha pegado a las sábanas; reabro las heridas al levantarme, aprieto el botón del interfono y espero a Zoe, desnuda, ensangrentada, en medio del salón, la puerta entreabierta. De pronto veo entrar a un hombre, joven, guapo, con un enorme ramo de rosas rojas y aterciopeladas en la mano. Estoy tan atónita como él. Cierra pausadamente la puerta. Yo no me muevo. No hago preguntas. De repente me parece haber visto ya a ese hombre sentado en una terraza, lejano, distante. Se acerca, no reacciono, no pregunto. Debo de estar soñando, arropada en mi sábana de seda blanca. Me alarga el ramo de rosas, lo cojo, lo inclino para que las rosas toquen mis pechos. Siento el frescor de la noche. Se acerca, me estrecha en sus brazos, me besa. Lo llevo a la habitación. Desparramo las rosas por la cama. Se las ha debido de comprar a un indio. Los indios siempre quitan las espinas. Está desnudo pegado a mí. Besa mis llagas, lame mi sangre. Lo siento entrar en mí. Comienza con un movimiento muy suave, del que sólo son capaces las mujeres. Es un andrógino que me hace descubrir al hombre. En una cama de pétalos aterciopelados he descubierto una forma de goce que me aterrorizaba. Hicimos el amor durante horas. Temía que hablase. Me miró durante mucho tiempo a los ojos. Le agradecí que no hiciera preguntas. Tampoco yo se las hice. Iba a despertarme, a salir de ese sueño, a hacerme un té, o tal vez a dormirme para sumergirme en el silencio del cuerpo, en su jubilosa luminosidad. Tenía ganas de decirle, no vuelvas nunca, no aparezcas más, pero no dije nada, como si hubiera vuelto al silencio de antes del Ónix. Se vistió, sus gestos lentos y armoniosos no rompían con nada, no ponían punto final al éxtasis. Venían a ser su continuación. Ese hombre tenía cierto donaire, elegancia. Me acarició la frente, el pelo, y se marchó llevándose un pétalo de rosa.

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