Enigma

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Ricardo

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Ricardo

El encuentro con el vendedor de rosas me había abierto un ámbito en el que no solía aventurarme, salvo cuando escribía poemas. Toda cosa me parecía ligada a la cualidad de una planificación, proveniente a su vez de una observación. Debía dominar siempre las situaciones, manejarlas, hacerlas derivar en mi provecho. Aquí, se había producido lo contrario, me había dejado guiar por un indio astuto que me prometía algo que sin duda se había inventado, percibiendo en mí una víctima llena de esperanza.

¿Por qué me había abierto Naoki a una hora avanzada de la noche, sin siquiera preguntar quién llamaba? ¿Esperaba a otra persona? Sin embargo, no había dado muestras de sorpresa. Ningún movimiento de rechazo.

Me venía a la mente su cuerpo lívido sumergido en una luz helada. Un estuche cuyo único color era la areola de los pechos y las señales de sangre dejadas por un látigo. Cuando me condujo a su habitación, me dio la impresión de que ostentaba en su carne los estigmas de su incandescencia. Su cuerpo ardía. En ella, la pasión parecía tan sólo interior. Se propagó en mí con la rapidez de un bosque en llamas.

Y ese silencio que no habíamos osado romper era el espacio mismo de la fluctuación amorosa. ¡Qué fuerza de carácter, qué libertad, qué abandono! ¿Quién podría abandonarse sin el menor temor entre mis brazos?

Me detuve en una placita fresca a tomarme un café y pedí un bocadillo de jamón, mi desayuno favorito. Cuando volvió el camarero, sentí el olor del café y recordé que en casa de Naoki vi al salir una impresionante librería donde se hallaban todos los poetas del planeta desde los griegos, los chinos, los japoneses, los indios, pasando por Louise Labbé, Guillaume Apollinaire y un gran número de contemporáneos que yo desconocía aún. Imaginé pasar un siglo entre sus brazos, nutriéndome de su sustancia y devorando, cual un caníbal, la carne de todas esas palabras, esos destellos de oro y de brasa. Nunca había visto tal colección de poetas. Todas las encuadernaciones eran claras. ¿Lo había soñado?

Permanecí más de una hora en un estado de suspensión interior, antes de dirigirme hacia la Asociación de Escritores Catalanes. Llegaba con un poco de retraso, pero rebasaba con tanta frecuencia los límites de mi horario que nadie me lo reprocharía.

Lucía bromeó sobre mi aspecto. Me dijo que parecía un loco feliz. Me tomé otro café y saludé a los escritores presentes, evitando toda conversación. La pasión podía infundir una palpitación al espacio infinito. Naoki representaba la evidencia de cuanto yo había esperado o anhelado.

Entré contento en mi despacho. Sus dimensiones se transformaban a mis ojos, y el jardín del patio, que no estaba cuidado, por falta de medios, semejaba una jungla. Vi brincar monos, de una a otra palmera. Una tigresa blanca dejó su rastro y un colibrí golpeó el cristal de la ventana con la punta acerada de su pico.

Al ir de la biblioteca al salón, de mi despacho al de Ganser para darle a leer un texto, me sorprendió ver hasta qué punto todos los escritores estaban encerrados en la idea de su propia importancia. Rostros impenetrables, miradas dirigidas a sí mismos, como si el mundo fuera una ficción creada por su imaginación.

Había concluido mi jornada, me disponía a salir cuando un poeta muy conocido me abordó:

—Ricardo, tengo una información que podría interesarle. Corre el rumor de que Joaquim Sanz, un reputado profesor de la facultad de Letras, acaba de comprar una librería en la Barceloneta, Bartleby & Co., y de que parece decidido a fundar una editorial con el mismo nombre, dedicada principalmente a la poesía. Es un hombre bastante notable y siempre es preferible ser de los primeros en presentar un texto. En cuanto haya publicado los primeros libros, irá desbordado. Quizá podría usted ir a verlo.

Agradecí la sugerencia a nuestro poeta y comencé a abismarme en locas suposiciones. Naoki conocía a Joaquim, tal vez formaba parte del comité de lectura de esa naciente editorial. Tenía que descubrir mis textos pero sin relacionarlos conmigo. Esperaría a que me contestara antes de intentar ir a verla. En pocos días, todos los hilos del universo habían comenzado a tejer lo que me parecía que podía llamarse un destino, y yo estaba en el centro de esa tela.

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