Enigma

Enigma


Joaquim

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Joaquim

El reencuentro con mis estudiantes había sido placentero. Yo ya no era el mismo hombre. La posibilidad de llevar a cabo mi fantasía más loca me había apaciguado, y creo que lo advirtieron. Lo percibía en su modo de mirarme. Habían llegado resignados, como se acude a una corrida, a sabiendas de que al toro se le dará muerte y, con gran sorpresa, me oyeron hacer una introducción que era una glorificación de todos cuantos se sustraen al realismo mediante la precisión de su percepción de la realidad: esa precisión abría un mundo sin límites, donde todo podía acontecer. No fustigué a nadie, no se produjo ejecución alguna, y el toro literario echó a correr por las áridas llanuras, reencontrando el espacio y el silencio.

Al terminar la clase, y quizá por primera vez, les hablé de mí, les referí la aventura de la librería y los invité a la fiesta de inauguración; tras lo cual sucedió algo único y extraño: mis estudiantes me aplaudieron. Estaba intrigado. ¿A qué aplaudían? Al salir de clase, aproveché la pregunta de una estudiante para preguntarle:

—¿A qué han aplaudido ustedes?

—¡La levedad, profesor! No nos tenía usted acostumbrados.

Su observación me hizo sonreír. Tenía ganas de volver a verlos. Me imaginé la librería repleta de gente. Ricardo había invitado a todos los escritores de la Asociación y a todos los jóvenes poetas que conocía.

Tomé el autobús para volver a la Barceloneta y vi desfilar con delicia las fachadas de los edificios, los árboles, las plazas, las fuentes, las caras más distendidas y bronceadas. Flotaba en ese fin de verano una venturosa placidez que se extendía por toda la ciudad. Incluso el modo de conducir de los conductores de autobús era más suelto, mientras que al acercarse el invierno, se tornaba rabioso, caótico. Me gustaban esos momentos en suspenso en que la mente saborea el sosiego, e incluso, lo que había descubierto esas últimas semanas en los brazos de Zoe, la alegría. Sabía que no estaba enamorada de mí en el sentido que se le da habitualmente; con todo, no había la menor contención, la menor distancia, cuando se entregaba a mí. Notaba un arrebato, una intensidad, que no era sentimental y que me emocionaba. Compartíamos momentos que no parecían enlazar con los otros pero que creaban una continuidad.

Islas de intensidad, como surgidas de la nada, islas en las que no había edificios. Navegábamos de una a otra isla en las piraguas de la literatura remando como conspiradores de tercera. Nuestro ideal de desestabilización de la literatura y de los escritores infundía a nuestros cuerpo a cuerpo un perfume de anarquía que añadía su ardor a todos los movimientos que nos aproximaban

Después de nuestra entrevista, Ricardo se había calmado y no actuaba ya de Don Juan. Participaba activamente en todos nuestros proyectos, pero quien más me emocionaba por su entusiasmo era Gustavo, cuya actividad tenía un aspecto terriblemente realista. Era el único de nosotros que se vio obligado de inmediato a trasladar sus ideas al plano de la materia. Para él, era una cuestión de papel, de caracteres, de encolado, de perfección. Le ponía a su trabajo una pasión y una exactitud de monedero falso y recuerdo lo mucho que me obsesionó esa imagen en mi infancia y cómo alimenté esa fantasía leyendo a Gide. Para mí, Gustavo era la encarnación de un sueño, el cruce de dos fantasías, la plasmación de un «microideal» revolucionario.

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