Enigma

Enigma


Naoki

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Naoki

Zoe y yo lo habíamos preparado todo para la fiesta de la inauguración. Un restaurador del barrio había preparado un suntuoso buffet de tapas, las botellas de vino blanco reposaban en grandes recipientes llenos de hielo. Habíamos alquilado sillas y logrado autorización del ayuntamiento para expandirnos hasta la plaza. Joaquim insistió en invitar a todos los habitantes del barrio, y, a la hora convenida, los apasionados por la literatura se mezclaron con los pescadores y los artesanos, mientras nosotras cuidábamos de que todo transcurriese adecuadamente. Cierto número de escritores famosos honraron nuestra fiesta con su presencia, pero nuestra excitación alcanzó su punto álgido cuando Enrique Vila-Matas se sentó en la banqueta, a nuestro lado. Era magnífico ver la cara de Joaquim, que se enzarzó con él en un diálogo sobre los escritores fantasmas. Salió a relucir el nombre de Casas Ros, pero, ante la sorpresa general, Vila-Matas comenzó a echar por tierra nuestras ilusiones:

—No puede situársele en esa categoría. No es un fantasma, simplemente se niega a ser visto, cuando lo propio de los fantasmas es precisamente que se dejen entrever. Aunque la ilusión se disipe muy rápido, aparecen.

—Pero si no lo ha visto nadie.

—Yo lo he visto.

—¿De verdad?

—Sí, yo estaba en Roma para la presentación de mi última novela, y me había llevado el sobre de una carta que me había enviado él donde había escrito sus señas. Una noche, tras deambular un rato por la ciudad mágica, me entró un súbito deseo de verlo. Paré un taxi e indiqué al taxista que me llevara a la dirección que aparecía en el sobre. Eran más de las doce cuando llamé por su interfono. Me contestó una voz bastante agradable. Cuando le dije mi nombre, se echó a reír, como si me hubiera invitado, y me dijo que subiera. Llegué a un piso sumido en la oscuridad; acababa de empujar la puerta entreabierta y avancé en la penumbra cuando me invitó a sentarme en una butaca que estaba frente a la suya. Vislumbraba vagamente la forma de su cuerpo, no tan delgado como yo me imaginaba, sus hombros bastante anchos, los de un ex deportista, y su cabeza. Debía de estar tomando prosecco cuando llamé, pues oí el ruido de los hielos liberados por el movimiento de la botella y el sutil burbujeo en la copa que me alargó inclinándose hacia delante. Tras él, distinguí la sombra de un pino y sentí las flores de naranjo y de limonero. Esperaba que mis ojos se aclimatasen a la oscuridad y descubrir poco a poco su rostro. Llevaba el pelo muy corto. Permanecimos en silencio como sólo pueden hacerlo unos viejos amigos. En un artículo que yo había escrito en El País, le había aconsejado que no saliese nunca de su retiro y, de pronto, lo tenía allí enfrente. En el ángulo que él había elegido, mi cara quedaba forzosamente un poco más iluminada que la suya y mis ojos intentaban escurrirse en la oscuridad para encontrarse con los suyos. Sólo se oían el ruido de las copas al dejarlas en la mesa de vidrio y nuestras respiraciones. Lo sentía tan cómodo como yo. Teníamos desde luego muchas cosas que compartir y me apetecía charlar con él sobre su escasa afición a la literatura americana, que le parecía indefectiblemente realista, con algunas excepciones. Yo le había descubierto a Rick Moody y a T. C. Boyle, entre otros, y tal vez su visión había cambiado. Poco a poco, en aquel silencio íntimo y confortable, vi aparecer sus ojos oscurísimos y brillantes a la vez. Mucho después, en su frente, muriendo en la raíz de la nariz, vi un río más claro, en forma de Y, que corría luego a lo largo de la nariz, bastante distinta de como la había descrito en su novela. La nariz no era minúscula pero se advertía que había sido cruelmente triturada, sobre todo el lado izquierdo y justo debajo, hacia los labios, estaba mucho menos marcada de lo que yo me figuraba, y empecé a poner en duda que se viera de un modo muy realista. En realidad, todo aquello no era sino un pretexto para llevar la vida de recluso que había elegido, para experimentar el vínculo más constante y más profundo con la creación. El rechazo total a convertirse en un personaje atrapado por la sociedad. Se me apareció como un trapense encerrado en la celda de la literatura, y eso me tranquilizó. Era una elección, más que una necesidad. Dudaba que pudiese asustar a los niños como escribía, dudaba que una mujer, un hombre o una criatura andrógina no pudiesen estrecharlo en sus brazos.

Cuando Enrique nos dejó, tuvimos que dedicar nuestra atención a una docena de jóvenes poetas que estaban allí, manuscritos bajo el brazo; a hacer que la gente se conociese. Los estudiantes se mostraban sumamente entusiastas, máxime porque Joaquim había mandado colocar dos letreros, uno prometía un descuento de un diez por ciento a estudiantes y parados, el otro era más inhabitual: «Si roban un libro, regresen a pagarlo cuando cuenten con más fondos.»

Al amanecer, aún rondaba por allí un grupo de incondicionales y borrachos cuando Ricardo tuvo la brillante ocurrencia de ir a comprar bollos mientras hacíamos café, y, mientras desayunábamos en la terraza, contemplamos fascinados y felices el amanecer. Luego Zoe decidió irse a nadar, Ricardo le preguntó si podía acompañarla y yo me quedé sola con Joaquim. Era la primera vez. El resto de la gente se marchó.

—Puede decirse ya que Bartleby & Co. existe —dijo Joaquim con una magnífica sonrisa, el cuerpo totalmente distendido.

Me impresionaba su transformación, si bien intuía que una parte oculta de sí mismo permanecía en la oscuridad cual un dragón que vibra y se deleita entre los flujos oscuros. Siempre me habían fascinado los lagartos, las salamandras, las salamanquesas y los camaleones. Un día compré uno y lo dejaba pasearse por la terraza, pero no sobrevivió mucho tiempo. Lo llamé Enigma. Son animales a la par nobles y misteriosos como puede serlo un grabado rupestre, un perfume de la más profunda antigüedad, algo que nos habla del lugar de donde venimos, del origen.

Recuerdo con delicia los días que pasé revolcándome en barro tibio, en las montañas, un paraje natural donde las balsas de barro volcánico tenían fama de curar todo tipo de afecciones óseas, pero en las que me sumergía por el mero placer de reconvertirme en un reptil primitivo. Cuando uno de nuestros profesores de biología nos habló del cerebro reptiliano, establecí de inmediato un vínculo con esa sensación. Y en ese mismo momento, sentía ese goce en Joaquim.

—¿Se siente como si reptara en un limo tibio y delicioso?

—¿Cómo lo sabe?

—Yo experimentaba las mismas sensaciones, y su rostro expresaba ese goce. Por cierto, esta mañana he estado en la imprenta, y Gustavo se acerca a la perfección. Yo no he visto la menor diferencia con el volumen copiado, pero Gustavo me ha mostrado ínfimos detalles que pueden mejorarse. Creo que podremos operar de aquí a unos días.

—Me muero de ganas de tener en las manos el primer libro, de olerlo, de acariciarlo. ¡Al fin y al cabo será el primer texto que publico!

—¿Tiene muchos más?

—Por lo menos una docena.

—¿Puedo leerlos?

—Antes tengo que pulirlos. Pero se los iré dando de uno en uno.

—Es una idea de lo más genial, pero realizarla es arte, gran arte, un acto más profundo de lo que parece: no existen dos libros iguales en la realidad, e incluso un libro ya leído parece totalmente nuevo cada vez que se relee.

—Sí, he observado que, si un libro nos produce la sensación de ya leído, es mala literatura.

—¿Cree que nos descubrirán?

—A nosotros, no lo creo, pero los libros diferentes, seguro.

—¿No teme que nos demanden los autores que se sientan expoliados de sus miserables finales?

—No, puesto que no podrán saber la procedencia de los libros.

—Pero ¿nosotros los venderemos?

—Si los recibimos del distribuidor, sí, si no, nos arriesgaríamos.

Me excitaba mucho nuestra estrategia de desestabilización de la literatura. Me gustaba imaginar la impresión que se llevaría el primer escritor que descubriera su obra desnaturalizada, tal vez sublimada.

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