Enigma

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I. Susurros » Capítulo 3

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3

Guy Logie era un hombre alto y cadavérico, diez años mayor que Jericho. Estaba tumbado de espaldas en el sofá que miraba a la puerta, con la nuca apoyada en un brazo, los huesudos tobillos colgando sobre el otro y las manos pulcramente dobladas sobre el abdomen. Entre los dientes sostenía una pipa y lanzaba hacia el techo anillas de humo que ascendían como halos a la deriva, giraban, se rompían y se convertían en bruma. Logie se sacó la pipa de la boca y ejecutó un complicado bostezo que pareció sorprenderlo incluso a él.

—Dios mío. Perdón. —Abrió los ojos y consiguió adoptar una postura sedente—. Hola, Tom.

—Oh, por favor, no te levantes —dijo Jericho—. Por favor, insisto, como si estuvieras en tu casa. ¿Quieres que prepare un poco de té?

—Té. Qué gran idea. —Antes de la guerra Logie había sido jefe del departamento de matemáticas en un enorme y antiquísimo internado. Era deportista representante en rugby y hockey, y repartía ironía a espuertas. Logie cruzó la estancia, agarró a Jericho por los hombros y al tiempo que lo volvía de un lado y de otro, dijo—: Ven aquí, hombre. Deja que te mire bien. Señor, Señor, realmente tienes un aspecto horrible.

Jericho se zafó de sus manos.

—Lo siento. Conste que hemos llamado. Ese conserje tuyo nos ha dejado entrar.

—¿Nos?

Se oyó un ruido en el dormitorio.

—Hemos entrado en coche con la bandera puesta. Tu míster Kite estaba impresionado. —Logie siguió la mirada de Jericho hacia la puerta del dormitorio—. Ah, ese. Es Leveret. Tú ni caso. —Se sacó la pipa y llamó en alto— ¡Mr. Leveret! Venga, le presentaré a Mr. Jericho. El famoso Mr. Jericho.

Un hombre menudo de cara delgada apareció en el umbral del dormitorio.

—Buenas tardes, señor. —Leveret llevaba un impermeable y un sombrero tirolés. Su voz tenía un ligero acento del norte.

—¿Qué diablos estaba haciendo ahí? —preguntó Jericho.

—Sólo comprobaba si tenías compañía —dijo Logie con suavidad.

—¡Qué demonio de compañía quieres que tenga!

—¿El resto de la escalera está vacío, señor? —preguntó Leveret—. ¿No hay nadie en el cuarto de arriba o en el de abajo?

—¡Guy, por el amor de Dios! —exclamó Jericho, muy exasperado.

—Creo que está todo en orden —le dijo Leveret a Logie—. Ya he corrido las cortinas del dormitorio. —Se volvió hacia Jericho—. ¿Le importa que haga lo mismo aquí, señor?

Leveret no esperó respuesta. Fue hasta la pequeña ventana emplomada, la abrió, se quitó el sombrero y asomó la cabeza, mirando arriba y abajo, a derecha e izquierda. Una niebla helada subía desde el río, y un chorro de aire glacial inundó la habitación. Satisfecho, Leveret metió la cabeza, cerró la ventana y corrió las cortinas.

Siguieron quince segundos de silencio, que Logie rompió al frotarse las manos y decir:

—¿No tendrás una estufa por aquí, Tom? Había olvidado cómo las gasta el invierno en este sitio. Peor que en el internado. ¿Y el té? Habías dicho algo de un té. ¿Le apetece un poco de té, Mr. Leveret?

—Desde luego, señor.

—¿Y qué tal unas tostadas? He visto que en la cocina tenías pan, Tom. Tostadas frente al fuego en el college. Qué gratos recuerdos, ¿verdad?

Jericho miró a Logie por un instante y abrió la boca para protestar, pero enseguida cambió de parecer. Cogió una caja de cerillas que había en la repisa de la chimenea, encendió una y la arrimó a la estufa de gas. Como siempre, había poca presión y la cerilla se apagó. Encendió otra y esta vez prendió. Una llama ínfima brilló, azul, y empezó a agrandarse. Jericho fue a la pequeña cocina, llenó el hervidor de agua y encendió el quemador de gas.

En el cajón del pan había, efectivamente, una barra —Mrs. Sax debía de haberla dejado allí a principios de semana— y cortó tres rebanadas grisáceas. En la alacena encontró un tarro de mermelada de antes de la guerra que, para gran sorpresa de él, adquirió un aspecto presentable tras quitarle la capa de moho blanco de la superficie, y un resto de margarina en un plato desportillado. Dispuso sus exquisiteces sobre una bandeja y se quedó mirando el hervidor.

¿Sería un sueño? Pero cuando volvió a dirigir la vista hacia la salita, allí estaba Logie arrellanado otra vez en el sofá y Leveret sentado con cara de preocupación en el borde de uno de los brazos del sillón, sombrero en mano, como un testigo poco fiable a la espera de entrar en la sala del tribunal con una historia mal ensayada.

Por supuesto que le traían malas noticias. ¿Qué otra cosa podían ser sino malas noticias? El jefe en funciones de Cabaña 8 no habría viajado ochenta kilómetros por el campo en el maldito coche del subdirector sólo para una visita de cortesía. Seguro que le daban el despido. «Lo siento, amigo, pero no hay sitio para pasajeros…». Jericho se sintió repentinamente exhausto. Se dio masaje en la frente con el pulpejo de la mano. Otra vez uno de aquellos dolores de cabeza que le empezaban en los senos para extenderse hasta la parte posterior de sus ojos.

Había pensado que era ella. Menudo chiste. Durante unos treinta segundos, mientras corría hacia la ventana iluminada, había sido feliz. Era patético.

El agua empezaba a hervir. Jericho abrió la cajita del té y descubrió que los años habían reducido las hojas a polvo. Con todo, echó unas cucharaditas en la tetera y luego vertió el agua caliente.

Logie dijo que era néctar de dioses.

Permanecieron un rato en silencio, casi a oscuras. La única iluminación la proporcionaban el tenue fulgor de la lámpara de escritorio que tenían detrás y el resplandor azulado del fuego ante sus pies. El gas siseaba. Del otro lado de las cortinas les llegó un apagado frenesí de chapoteos y los graznidos lastimeros de un pato. Logie estaba sentado en el suelo con las piernas estiradas, jugueteando con su pipa. Jericho estaba repantigado en uno de los dos sillones, pinchando distraídamente la alfombra con el tenedor de tostar. Leveret había recibido instrucciones de vigilar fuera:

—¿Le importa cerrar las dos puertas, la de dentro y la de fuera, si es tan amable?

El tibio aroma de las tostadas flotaba en la habitación. Habían apartado los platos a un lado.

—Esto es de lo más agradable —musitó Logie. Encendió una cerilla y los objetos de encima de la repisa arrojaron fugaces sombras en la húmeda pared—. Aunque considerando la alternativa uno agradece el hecho de tener, en cierto modo, la suerte de estar en un sitio como Bletchley, su asfixiante monotonía acaba por resultar ciertamente deprimente. ¿No te parece?

—Supongo que sí —respondió Jericho, al tiempo que pensaba: «Oh, venga, dilo de una vez. Despídeme y vete».

Logie dio una calada a su pipa con expresión de satisfacción y dijo quedamente:

—¿Sabes, Tom?, todos hemos estado muy preocupados. Confío en que no te hayas sentido desamparado.

Ante semejante exhibición, Jericho sintió sorpresa y vergüenza a la vez al notar que las lágrimas pugnaban por brotar de sus ojos. Siguió mirando la alfombra.

—Me temo, Guy, que hice el más espantoso de los ridículos. Lo peor del caso es que apenas recuerdo qué pasó. Me he quedado como en blanco.

Logie desechó la idea con un gesto.

—No eres el primero que se hace polvo la salud en Bletchley, amigo mío —dijo—. ¿Leíste en el Times que el pobre Dilly Knox murió la semana pasada? Al final le hicieron caballero de la Orden de San Miguel y San Jorge. Nada del otro mundo, ya ves. Insistió en que le condecorasen en casa, sentado en una silla. Murió a los dos días. De cáncer. Qué horror. Y también estaba Jeffreys. ¿Te acuerdas de él?

—Lo mandaron a Cambridge para que se recuperara.

—El mismo. ¿Qué ha sido de él?

—Murió.

—Qué pena. —Logie ejecutó varios movimientos de fumador de pipa, apisonando el tabaco y encendiendo otra cerilla.

«Que no me pongan en administración, por favor —pensó Jericho—. O en asistencia social». Claire le había hablado de un hombre encargado de acantonamiento que hacía sentar en sus rodillas a las chicas que querían habitación con cuarto de baño incluido.

—Fue lo de Tiburón lo que acabó contigo, ¿verdad? —preguntó Logie lanzándole una mirada astuta desde su nube de humo.

—Sí. Es muy posible.

«Tiburón casi acabó con todos nosotros», pensó Jericho.

—Pero tú fuiste el que descifró el misterio de Tiburón —insistió Logie.

—Yo no diría tanto. Lo desciframos entre todos.

—No, fuiste tú. —Logie hizo girar entre sus dedos la cerilla usada—. Acabaste con él, y luego él acabó contigo.

Jericho recordó súbitamente una imagen de sí mismo en bicicleta bajo un cielo estrellado. El frío de la noche y el crujir del hielo.

—Oye —dijo repentinamente enfadado—, ¿no podríamos ir al grano, Guy? Quiero decir, es muy agradable estar tomando el té frente a la chimenea y hablar de los viejos tiempos, pero suéltalo ya…

—Al grano estamos yendo, amigo. —Logie subió las rodillas hasta el mentón y se rodeó las espinillas con los brazos—. Tiburón, Lapa, Delfín, Ostra, Marsopa, Bígaro. Las seis criaturillas de nuestro acuario particular, las seis máquinas Enigma navales de los alemanes. Y la mayor de ellas es Tiburón. —Miró el fuego y por primera vez Jericho pudo verle la cara con claridad, espectral como una calavera a la luz azulada. Las cuencas de los ojos eran hoyos de oscuridad. Daba la impresión de que no había dormido en una semana. Bostezó otra vez—. Viniendo hacia aquí en el coche, trataba de recordar quién fue el primero que la llamó Tiburón.

—No me acuerdo —dijo Jericho—. Me parece que fue Alan. O quizá fui yo. Bueno, ¿qué más te da? Salió así y ya está. Nadie se opuso. Tiburón era un nombre perfecto. Enseguida vimos que iba a tratarse de un monstruo.

—Y lo era. —Logie dio una calada a su pipa. Empezaba a desaparecer tras una barrera de humo. El mal tabaco de la guerra olía a heno quemado—. Lo es.

Algo en el modo en que dijo esto último —cierta vacilación— hizo que Jericho levantara la cabeza de golpe.

Los alemanes la llamaban Tritón, por el hijo de Poseidón, el semidiós de las aguas que soplaba por una concha retorcida para provocar a las furias del piélago. «Humor prusiano —había gruñido Puck cuando descubrieron el nombre en clave—, el jodido humor prusiano…». Pero en Bletchley se quedaron con Tiburón. Era una tradición, y ellos eran británicos y amantes de sus tradiciones. Ponían nombres de criaturas marinas a todos los códigos del enemigo. Al primer código naval alemán lo denominaban Delfín. Marsopa era la clave de Enigma para designar los buques de superficie en el Mediterráneo y la flota del mar Negro. Ostra era una variante «sólo para oficiales» de Delfín. Bígaro era la variante «sólo para oficiales» de Marsopa.

¿Y Tiburón? Tiburón era el código operacional para designar los U-boote.

Tiburón era único. Todos los otros códigos eran fabricados en una máquina Enigma corriente de tres rotores. Pero Tiburón salía de una Enigma provista de un cuarto rotor especial que la hacía veintiséis veces más difícil de descifrar. Sólo los U-boote podían llevarla a bordo.

Entró en el servicio el 1 de febrero de 1942 y dejó a Bletchley a dos velas.

Jericho recordaba los meses siguientes como una pesadilla interminable. Antes del advenimiento de Tiburón, los criptoanalistas de Cabaña 8 conseguían descifrar casi cualquier transmisión de los U-boote a las veinticuatro horas de haberla interceptado, dando así tiempo de sobra a que los convoyes se desviaran de la ruta prevista para esquivar las flotillas de submarinos. Pero en los diez meses que siguieron a la introducción de Tiburón sólo habían podido descifrarlo en tres ocasiones, y siempre después de diecisiete días de pesquisas, con lo que la información, cuando llegaba, era prácticamente inútil.

Para animar a los criptoanalistas, habían colocado un gráfico en su cabaña donde se indicaba el tonelaje mensual de barcos hundidos por los submarinos enemigos en el Atlántico Norte. En enero, antes del bloqueo de información los alemanes habían destruido cuarenta y ocho buques aliados. En febrero hundieron setenta y tres. En marzo, noventa y cinco. En mayo ciento veinte…

—El peso de nuestro fracaso —dijo Skynner, el jefe de la sección naval, en uno de sus portentosos discursos semanales— se mide en cadáveres de hombres ahogados.

Noventa y cinco buques hundidos en septiembre. Noventa y tres en noviembre…

Y entonces llegaron Fasson y Grazier.

A lo lejos el reloj del college empezó a tocar. Jericho se percató de que estaba contando los tañidos.

—¿Te encuentras bien, muchacho? Estás más callado que una tumba.

—Perdona. Sólo estaba pensando. ¿Te acuerdas de Fasson y Grazier?

—¿Fasson y quién? Lo siento, creo que no los conozco.

—No, si yo tampoco. Ninguno de nosotros los conocía.

Fasson y Grazier. Jericho no había llegado a saber sus nombres de pila. Un teniente de navío y un marinero de primera. Su destructor había contribuido a apresar un submarino alemán, el U-459, en el Mediterráneo oriental. Le habían lanzado cargas de profundidad, obligándolo a subir a la superficie. Eran cerca de las diez de la noche. Hacía bastante viento, el mar estaba picado. Una vez que los supervivientes alemanes hubieron abandonado el submarino, los dos marinos británicos se quitaron la ropa y nadaron hasta él, iluminados por reflectores. Con la torrecilla agujereada a cañonazos, el submarino se hundía rápidamente. Los dos hombres rescataron un fajo de papeles secretos de la sala de radio que pasaron al pelotón de abordaje que aguardaba en un bote, y en el momento de volver al submarino en busca de la máquina Enigma, el barco aquél levantó la proa al cielo para hundirse sin remisión. Los dos marinos se hundieron con él, a más de quinientos metros, según había explicado el especialista de la armada en Cabaña 8. «Sólo cabe esperar que estuvieran muertos antes de llegar al fondo».

Y luego sacó los libros. Esto sucedía el 24 de noviembre de 1942. Más de nueve meses y medio después de iniciarse el gran apagón.

A primera vista no parecía que hubiese valido la pena perder a dos hombres por aquellos libritos —la tabla de señales abreviadas y la tabla de cifra meteorológica—, impresos en tinta soluble sobre papel secante rosa para que al primer indicio de dificultades el radiotelegrafista los sumergiera en agua. Pero para Bletchley no tenían precio, valían más que todos los tesoros hundidos de la historia. Jericho aún los recordaba de memoria. Cerró los ojos y los símbolos seguían allí, grabados en el fondo de su retina.

«T=Lufttemperatur in ganzen Celsius-Graden. —28C=a. —27C=b. —26C=c …».

Los submarinos alemanes enviaban partes meteorológicos diariamente: temperatura del aire, presión barométrica, velocidad del viento… La tabla de cifra meteorológica reducía esos datos a media docena de letras. Esa media docena de letras era puesta en clave por la máquina Enigma. El texto pasaba entonces a ser transmitido en morse desde el submarino y era recibido por las estaciones meteorológicas que la armada alemana tenía a lo largo de la costa. Dichas estaciones utilizaban los datos de los U-boote para compilar sus propios partes meteorológicos, los cuales eran transmitidos de nuevo, unas dos horas más tarde, en la clave meteorológica de una máquina Enigma corriente —clave que Bletchley podía descifrar— para uso de cualquier buque alemán.

Fue la puerta falsa para entrar en Tiburón.

Primero había que descifrar el parte. Luego había que restituir éste a la tabla meteorológica. Y lo que quedaba era, por un proceso de deducción lógica, el texto que unas horas antes había sido introducido en la Enigma de cuatro rotores. Era una criba perfecta. El sueño de todo criptoanalista.

Pero seguían sin poder descifrarlo.

Cada día los especialistas en cifra, Jericho entre ellos, introducían sus posibles soluciones en las «bombas» (enormes ordenadores electromecánicos del tamaño de un armario ropero, que producían un ruido semejante al de una máquina de tricotar) y esperaban a ver quién acertaba la respuesta. Pero pasaban los días y ésta no llegaba. Era una tarea demasiado ambiciosa. Incluso un mensaje codificado por una máquina Enigma de tres rotores podía suponer veinticuatro horas de desciframiento, mientras las bombas traqueteaban con sus miles de millones de permutaciones. Una Enigma de cuatro rotores, al multiplicar ese número por un factor de veintitrés, podía tenerlos ocupados teóricamente casi todo un mes.

Jericho pasó tres semanas trabajando día y noche, y cuando se permitía una o dos horas de sueño era sólo para tener pesadillas de gente que se ahogaba. «Sólo cabe esperar que hayan muerto antes de llegar al fondo…». Su cerebro estaba más allá del agotamiento. Le dolía físicamente, como un músculo utilizado en exceso. Empezó a sufrir desmayos. Sólo duraban unos pocos segundos, pero eso bastó para asustarlo. Podía estar trabajando en la Cabaña, inclinado sobre su regla de cálculo, y al instante todo cuanto lo rodeaba se volvía borroso y saltaba por los aires, como si una película se hubiera enredado en el proyector. Después de mucho rogar consiguió que el médico militar le diera unas tabletas de benzedrina, pero eso sólo sirvió para que sus cambios de humor fuesen más bruscos, pasando de una actividad frenética a una postración cada vez más grave.

Curiosamente, la solución, cuando llegó, no tuvo nada que ver con las matemáticas, y él se reprocharía después el haber permanecido demasiado absorto en los detalles. Si no hubiese estado tan cansado habría podido dar con ella mucho antes.

Fue el segundo sábado de diciembre, por la noche. A eso de las nueve Logie lo había mandado a descansar. Jericho intentó oponerse, pero Logie le dijo: «No, acabarás matándote si sigues a ese ritmo, y eso no es bueno para nadie, querido, y menos para ti». De modo que Jericho volvió en bicicleta a su alojamiento encima del pub, en Shenley Church End, y se metió en la cama. Oyó que los escasos parroquianos se despedían tras la última copa y que a continuación cerraban las puertas del local. De madrugada, permaneció tumbado mirando el techo mientras se preguntaba si alguna vez podría volver a conciliar el sueño, ya que le parecía imposible desconectar la máquina en que se había convertido su mente.

Desde el momento mismo de la aparición de Tiburón había quedado claro que el único remedio aceptable y duradero consistía en rediseñar las bombas en función de ese cuarto rotor. Pero estaba resultando un proceso espantosamente lento. Si hubiesen podido completar la misión que Fasson y Grazier habían iniciado tan heroicamente y robar una Enigma Tiburón, todo habría sido más fácil. Pero las máquinas Tiburón eran las joyas de la corona de la armada alemana. Sólo los U-boote las tenían. Los U-boote y, por supuesto, el cuartel general de comunicaciones en Sainte-Assise, al sudeste de París.

¿Enviar un comando a Sainte-Assise? ¿Unos paracaidistas, quizá? Sopesó por un instante esa posibilidad y luego la desechó. Imposible. E inútil, en todo caso. Incluso si, de puro milagro, conseguían apoderarse de una de esas máquinas, los alemanes lo sabrían y cambiarían su sistema de comunicación. El futuro de Bletchley estaba en que los alemanes siguieran creyendo que Enigma era inexpugnable. Cualquier cosa que pusiera en peligro esa autoconfianza sería contraproducente.

Un momento.

Jericho se incorporó de golpe.

Mierda. Un momento.

Si los únicos que disponían de máquinas Enigma de cuatro rotores eran los submarinos y sus controladores en Sainte-Assise —cosa que Bletchley sabía a ciencia cierta—, ¿qué diantres hacían las estaciones meteorológicas para descifrar las transmisiones de los submarinos?

Se trataba de una pregunta que nadie se había molestado en plantear, y sin embargo era fundamental.

Para leer un mensaje elaborado por una máquina de cuatro rotores había que tener una máquina de cuatro rotores.

¿No?

Si es cierto, como alguien dijo una vez, que el genio es «un zigzag de luz en el cerebro», entonces en aquel instante Jericho supo qué era el genio. Vio la solución ante él como un paisaje iluminado por un relámpago.

Cogió su batín y se lo puso sobre el pijama. Fue por el abrigo, la bufanda, los calcetines y las botas, y en menos de un minuto estaba montado en su bici cruzando el campo a la luz de la luna en dirección a Bletchley Park. Brillaban las estrellas, la escarcha confería al suelo una dureza de hierro. Se sentía ridículamente eufórico, iba riendo como un loco y conduciendo por los charcos helados que bordeaban la carretera; los fragmentos de hielo se quebraban bajo las ruedas como parches de tambor. De bajada hacia Bletchley anduvo a rueda libre. El campo quedó atrás y la pequeña ciudad se abrió ante él monótona y fea como la conocía, pero hermosa en aquella noche estrellada, hermosa como Praga o París, asentada sobre las orillas de un río de vías férreas. La quietud le permitió oír cómo a unos quinientos metros un tren maniobraba en el apartadero; hasta él llegó el repentino y frenético resoplar de la locomotora, seguido de una serie de sonidos metálicos y luego una prolongada exhalación de vapor. Los ladridos de un perro provocaron los de otro. Jericho dejó atrás la iglesia y el monumento a los caídos, frenó para no patinar en el hielo y torció a la izquierda por Wilton Avenue.

Quince minutos después, cuando llegó a la cabaña, jadeaba de tal manera por el esfuerzo que apenas podía soltar su descubrimiento y recuperar el resuello y dejar de reír al mismo tiempo:

—Están… utilizándola… como una máquina… de tres rotores… Dejan el cuarto… rotor en neutral cuando… hacen los partes… meteorológicos… los malditos hijos de… la gran puta…

Su llegada causó conmoción. El turno de noche en pleno dejó de trabajar y formó un semicírculo en torno a él —recordaba a Logie, a Kingcome, a Puck y a Proudfoot—, y a juzgar por sus caras de preocupación sin duda debían de pensar que se había vuelto loco. Lo hicieron sentar, le dieron un tazón de té y le dijeron que empezara otra vez, pero despacio, desde el principio.

Jericho lo repitió, paso a paso, súbitamente inquieto ante la posibilidad de que su teoría tuviera algún punto débil.

Las máquinas Enigma de cuatro rotores estaban limitadas a submarinos y Sainte-Assise; ¿correcto? Correcto. Por lo tanto, las estaciones costeras sólo podían descifrar mensajes de Enigma de tres rotores; ¿correcto? Pausa. Correcto. Por consiguiente, cuando un U-boote enviaba un parte meteorológico, el radiotelegrafista, lógicamente, tenía que desconectar el cuarto rotor, seguramente poniéndolo a cero.

A partir de ahí, los acontecimientos se precipitaron. Puck corrió hasta la sala principal y desplegó la mejor de las cribas sobre una de las mesas de caballete. A las cuatro de la madrugada ya tenían un menú para las bombas. A la hora del desayuno uno de los compartimientos estaba registrando un bombón, y Puck corrió a la cantina gritando como un colegial:

—¡Ha salido! ¡Ha salido!

Momento histórico.

A mediodía, Logie telefoneó al almirantazgo y dijo a los de la sala de rastreo de submarinos que estuviesen alerta. Dos horas después, habían descifrado el tráfico de Tiburón del lunes anterior, y las «teleprincesas», las despampanantes chicas de la sala de teletipo, empezaron a enviar mensajes ya traducidos a Londres. Eran, en efecto, las joyas de la corona. Mensajes como para erizarle a cualquiera el pelo del cogote.

DE: CAPITÁN DE SUBMARINO SCHRODER

OBLIGADO A SUMERGIR POR DESTRUCTORES. NO HAY CONTACTO. ÚLTIMA POSICIÓN DEL ENEMIGO A LAS 8.15 CUADRÍCULA 1849.

RUMBO 45 GRADOS, VELOCIDAD 9 NUDOS.

DE: GILADORNE

HEMOS ATACADO. POSICIÓN CORRECTA DEL CONVOY AK1984.

50 GRADOS. ESTOY TRANSBORDANDO Y SIGO EN CONTACTO.

DE: HAUSE

A LA 1.15 EN CUADRO 3969 ATACADOS, BENGALAS Y CAÑONEO, INMERSIÓN, CARGAS PROFUNDIDAD. SIN DAÑOS. ESTOY EN CUADRICULA AJ3996. TODOS LOS TORPEDOS, 70 CBM.

DE: VICEALMIRANTE, U-BOOTE

A: FLOTILLA «DRAUFGÁNGER»

MAÑANA A LAS 17.00 FORMAR NUEVA PATRULLA DE CUADRICULA AK2564 A CUADRÍCULA 2994. OPERACIONES CONTRA CONVOY RUMBO ESTE QUE A LAS 12.00/7/12 ESTABA EN CUADRÍCULA AK4189. RUMBO 50 A 70 GRADOS.

VELOCIDAD APROX. 8 NUDOS.

Hacia la medianoche habían descifrado, traducido y enviado por teletipo a Londres noventa y dos señales de Tiburón que daban al almirantazgo la situación y táctica aproximadas de media flota de submarinos alemanes.

Jericho se hallaba en la cabaña donde se encontraban las bombas cuando Logie lo encontró. Había pasado la mitad del día yendo de un lado a otro sin parar y ahora estaba supervisando un cambio en una de las máquinas, con el pijama todavía debajo del abrigo, para gran jolgorio de las chicas de la sección femenina de la Royal Navy que se ocupaban de la bomba. Logie estrechó vigorosamente la mano de Jericho.

—¡El primer ministro! —le gritó al oído por encima del martilleo de las bombas.

—¡¿Qué?!

—¡El primer ministro acaba de telefonear para felicitarnos!

La voz de Logie sonaba muy lejana. Jericho se inclinó para oír mejor lo que había dicho Churchill y en ese momento el piso de cemento se derritió bajo sus pies y Jericho cayó de bruces en las tinieblas.

—Lo es —dijo Jericho.

—¿Cómo, muchacho?

—Hace un momento has dicho que Tiburón era un monstruo y luego has dicho que aún lo es. —Apuntó con el tenedor a Logie—. Ya sé por qué estás aquí. Lo habéis perdido, ¿no es eso?

Logie gruñó y contempló el fuego, y Jericho sintió que le colgaban una piedra del corazón. Se apoyó en el respaldo, sacudió la cabeza y soltó una risotada.

—Gracias, Tom —dijo Logie en voz baja—. Me alegro de que lo encuentres divertido.

—Y yo pensando que habías venido a darme calabazas. Eso sí que tiene gracia, ¿no te parece, amigo?

—¿Qué día es hoy? —preguntó Logie.

—Viernes.

—Bien. Bien. —Apagó su pipa con el pulgar y se la guardó en un bolsillo. Suspiró y añadió—: Veamos. Eso quiere decir que ocurrió el lunes pasado. No, el martes. No hemos dormido mucho últimamente.

Se pasó la mano por el pelo, que empezaba a escasear y, según Jericho advirtió por primera vez, se le había vuelto casi gris. «Entonces no soy sólo yo —pensó—. Somos todos; nos estamos cayendo a pedazos. Falta de aire libre, falta de sueño, escasez de alimentos frescos, semanas de seis días y jornadas de doce horas…».

—Cuando tú te fuiste todavía llevábamos un poco de ventaja —prosiguió Logie—. Ya conoces los pasos. Cómo no. Tú fuiste el que dio con la solución. Esperábamos a que Cabaña 10 descifrase el código meteorológico naval, y con un poco de suerte teníamos cribas suficientes como para abordar los partes abreviados del día. Eso nos daba tres de los cuatro ajustes de rotor, y después ya podíamos hincarle el diente a Tiburón. El lapso de tiempo variaba. Unas veces lo descifrábamos en un solo día, otras en tres o cuatro. En fin, que teníamos entre manos verdadero polvo de oro y éramos los niños mimados de Whitehall.

—Hasta el martes.

—Exacto. —Logie echó un vistazo a la puerta y bajó la voz—. Es una verdadera tragedia, Tom. Habíamos reducido las pérdidas en el Atlántico Norte en un setenta y cinco por ciento. Eso equivale más o menos a trescientas mil toneladas al mes. La información era sorprendente. Sabíamos dónde estaban los submarinos casi con la misma precisión que los alemanes. Visto retrospectivamente, está claro que eso no podía durar. Los nazis no son idiotas. Yo siempre he dicho que el éxito engendra el fracaso, y cuanto mayor es el éxito, tanto mayor puede ser el fracaso. Me lo habrás oído decir más de una vez. El contrarío empieza a recelar…

—¿Qué pasó el martes, Guy?

—De acuerdo. Perdona. El martes. Serían las ocho de la tarde. Recibimos una llamada de una de las estaciones interceptadoras, creo que Flowerdown, pero Scarborough lo oyó también. Yo estaba en la cantina. Puck vino a buscarme. Habían empezado a pescar algo a primera hora de la tarde. Una palabra aislada que radiaban cada hora, hora tras hora. Procedía de Sainte-Assise en las dos redes principales de emisoras de los submarinos.

—La palabra estaba en clave Tiburón, supongo.

—No, espera. Por eso se encontraban todos tan nerviosos. No estaba en clave. Ni siquiera en Morse. Era una voz humana. De hombre. Y repetía una sola palabra: Akelei.

—Akelei —murmuró Jericho—. Akelei… Es una flor, ¿no?

—Bravo. —Logie batió palmas—. Eres extraordinario, Tom. ¿Ves por qué te echo de menos? Tuvimos que preguntarle a uno de nuestros empollones de alemán. Akelei: planta ranunculácea con flores de cinco pétalos, del latín Aquilegia. Para las personas corrientes, aguileña.

Akelei —repitió Jericho—. Debe de ser alguna clase de señal predeterminada, ¿no?

—Lo es.

—¿Y significa?

—Problemas, eso es lo que significa, querido. No lo descubrimos hasta ayer a medianoche. —Logie parecía haber perdido el buen humor. Tenía la cara ceñuda—. Akelei quiere decir: «Cambiar la tabla de clave meteorológica». Se han pasado a otra, y no tenemos ni idea de qué se puede hacer. Nos han cerrado la puerta a Tiburón, amigo. Estamos a dos velas otra vez.

Jericho no tardó en recoger sus cosas. Desde su llegada a Cambridge no había comprado otra cosa que un periódico, de modo que se llevó exactamente lo mismo que había traído tres semanas antes: dos maletas llenas de ropa, unos cuantos libros, una estilográfica, una regla de cálculo, lapiceros, un juego de ajedrez portátil y un par de botas de excursionista. Dejó las maletas encima de la cama y fue recogiendo sus pertenencias mientras Logie le miraba desde el vano de la puerta.

De las profundidades de su subconsciente, surgió de forma espontánea una canción infantil: «Por falta de clavo se perdió el caballo; por falta de caballo se perdió el jinete; por falta de jinete, se perdió la batalla; por falta de batalla se perdió el reino; y todo por falta de un clavo en la herradura…». Dobló una camisa y la puso sobre sus libros.

Por falta de un código podían perder la Batalla del Atlántico. Tantos hombres, tanto material en peligro por una cosa tan pequeña como un cambio en los códigos meteorológicos. Era absurdo.

—Es fácil distinguir a los chicos de internado —dijo Logie—. Van ligeros de equipaje. Supongo que de tantos interminables viajes en tren.

—Yo lo prefiero.

Remetió unos calcetines por un lado de la maleta. Volvía a Bletchley. Lo necesitaban. Y no sabía si eso lo halagaba o lo aterrorizaba.

—En Bletchley tampoco tienes muchas cosas, ¿verdad?

Jericho se volvió y dijo:

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Ah. —Logie se sobresaltó, azorado—. Me temo que tuvimos que vaciar tu habitación y, bueno, dársela a otra persona. Problemas de espacio y eso.

—¿Pensabais que no iba a volver?

—Bien, digamos qué no sabíamos que te necesitaríamos tan pronto. De todos modos, tienes alojamiento nuevo en la ciudad; al menos será más céntrico. No tendrás que dar largos paseos en bici por la noche.

—A mí me gusta dar largos paseos en bici por la noche. Me despeja la mente. —Jericho aseguró los cierres de las dos maletas.

—Oye, querido, ¿te ves con ánimos? Nadie quiere forzarte a nada.

—Por la pinta que traes, creo que estoy en mejores condiciones que tú.

—Es que no querría que te sintieras presionado…

—Cállate ya, Guy.

—De acuerdo. Imagino que no te hemos dejado demasiadas opciones, ¿verdad? ¿Te ayudo con las maletas?

—Si estoy bien para volver a Bletchley, también lo estoy para cargar con un par de maletas.

Las llevó hasta la puerta y apagó la luz. Apagó la estufa de gas de la salita y echó un último vistazo. El viejo sofá excesivamente rellenado. Las sillas llenas de rasguños. La desnuda repisa de la chimenea. Así era su vida, pensó, una sucesión de cuartos mal amueblados cortesía de las instituciones inglesas: escuela, universidad, gobierno. Se preguntó cómo iba a ser la próxima habitación. Logie abrió la puerta y Jericho apagó la luz del escritorio.

La escalera estaba a oscuras. Hacía tiempo que la bombilla se había fundido. Logie encendió una cerilla y empezó a bajar por los peldaños de piedra. Al llegar abajo, distinguieron apenas la silueta de Leveret, recortada contra la negra mole del templo. Leveret, que montaba guardia, se volvió y se llevó la mano al bolsillo.

—Tranquilo, Mr. Leveret —dijo Logie—. Soy yo. Mr. Jericho viene con nosotros.

Leveret tenía una linterna de defensa antiaérea, un artilugio envuelto en papel de seda. Guiándose por el pálido haz de luz y por el tenue resplandor del cielo vespertino, avanzaron los tres por las dependencias del college. Al pasar por delante del comedor oyeron ruido de cubiertos y las voces de los comensales. Jericho sintió una punzada de arrepentimiento. Pasaron por la conserjería y franquearon el portillo practicado en la enorme puerta de roble. Un resquicio de luz apareció en una de las ventanas al descorrer alguien unos milímetros de cortina. Con Leveret delante y Logie detrás, Jericho tuvo la curiosa sensación de hallarse bajo arresto.

El Rover del rector estaba aparcado en la zona adoquinada. Leveret abrió la puerta con sumo cuidado y les iluminó el asiento de atrás. El interior estaba frío y olía a cuero viejo y ceniza de cigarrillo. Mientras Leveret metía los bultos en el maletero Logie dijo de pronto:

—Por cierto, ¿quién es Claire?

—¿Claire? —Jericho oyó su propia voz en la oscuridad; sonaba culpable y a la defensiva.

—Cuando subías por la escalera he creído oírte gritar «Claire». ¿Claire? —Logie lanzó un silbido—. Oye, ¿no será la rubia platino de Cabaña 3? Me juego algo a que sí. Eres un cabrón con suerte…

Leveret puso el motor en marcha. El Rover petardeó varias veces. Leveret soltó el freno y el enorme coche se bamboleó por los adoquines hacia King’s Parade. La larga calle estaba desierta en ambas direcciones. Un jirón de niebla brilló a la luz de los faros amortiguados. Logie seguía riendo disimuladamente cuando doblaron a la izquierda.

—Sí, me juego algo a que es ella. Qué suerte tienes, cabrón…

Kite permaneció apostado en su ventana, mirando las luces de cola, hasta que se perdieron tras la esquina de Goville y Caius. Corrió de nuevo la cortina. Vaya, vaya…

Ya tenían de qué hablar al día siguiente. Escucha esto, Dottie. Dos hombres se llevaron a Jericho en plena noche —bueno, de acuerdo, eran las ocho—; uno era alto y el otro estaba claro que era un poli de paisano. Lo escoltaron todo el tiempo sin cruzar palabra. El tipo alto y el poli habían llegado a eso de las cinco mientras el joven profesor aún estaba de paseo por ahí, el alto —seguramente un detective— había hecho a Kite toda clase de preguntas: «¿Ha recibido visitas desde que llegó? ¿Ha escrito a alguien? ¿Le han escrito a él? ¿Qué ha estado haciendo?». Luego habían cogido sus llaves y habían registrado su cuarto antes de que Jericho llegara de su paseo.

Allí había algo turbio. Muy turbio.

Espía, genio, víctima de mal de amores… y ahora, ¿qué? ¿Un delincuente? Muy posible. ¿Un enfermo fingido? ¿Un fugitivo? ¡Un desertor! Era eso, seguro: ¡Un desertor!

Kite volvió a sentarse junto al hornillo, abrió el periódico de la tarde y leyó:

SUBMARINO NAZI TORPEDEA TRANSATLÁNTICO. MUJERES Y NIÑOS ENTRE LAS VÍCTIMAS.

Kite sacudió la cabeza ante la iniquidad del mundo. Era repugnante, un joven de esa edad, sin uniforme militar, escondido en medio de Inglaterra mientras madres y niños eran asesinados.

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