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EN ESTA COLECCIÓN

 

 

571 - El enigma de Mount Kooran - Kelltom McIntire.

572 - Los malvados seres de Urrh - Lou Carrigan.

573 - Crimen en el siglo XXI - Curtis Garland.

574 - Quince días sin sol - Kelltom McIntire.

575 - El poder de las sombras - Ralph Barby..

 

GLENN PARRISH

 

 

 

 

 

ENIGMA

 

 

 

 

 

Colección

LA CONQUISTA DEL ESPACIO n.° 576

Publicación semanal

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

EDITORIAL BRUGUERA, S. A.

BARCELONA —BOGOTA —BUENOS AIRES —CARACAS —MEXICO

 

ISBN 84-02-02525-0

Depósito legal: B. 20.657-1981

 

Impreso en España - Printed in Spain

 

1.a edición: agosto, 1981

 

© Glenn Parrish - 1981

texto

 

© M. García - 1981

cubierta

 

 

 

 

 

Concedidos derechos exclusivos a favor de EDITORIAL BRUGUERA, S. A. Mora la Nueva, 2 Barcelona (España)

 

 

 

 

 

Todos los personajes y entidades privadas que aparecen en esta novela, así como las situaciones de la misma, son fruto exclusivamente de la imaginación del autor, por lo que cualquier semejanza con personajes, entidades o hechos pasados o actuales, será simple coincidencia.

 

 

 

 

 

 

Impreso en los Talleres Gráficos de Editorial Bruguera, S. A.

Parets del Valles(N-152, Km 21.650) - Barcelona – 1981

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO PRIMERO

 

Había salido a tomar un poco el aire fresco de la noche y de repente, ensimismada en sus pensamientos, se encontró a casi kilómetro y medio alejada de la residencia en donde se daba la fiesta de la cual había escapado momentáneamente.

Era joven, de figura escultural y tenía el pelo muy rubio y peinado a la última moda. Vestía un traje muy escotado, tanto por delante como por detrás, hecho de auténtico hilo de oro puro, nada pesado sin embargo, dado que el grosor del hilo no superaba la media décima de milímetro. A partir de la cintura para abajo, dejaba de ajustarse a su espléndido torso, aunque tampoco era mucho más amplio; sólo lo justo para moverse sin demasiadas dificultades.

Inesperadamente, un aeromóvil bajó silenciosamente de las alturas y se situó a su lado. Dos hombres saltaron del vehículo. Un tercero permanecía ante los mandos, manteniendo el aparato inmóvil a un palmo del suelo.

Ella los miró y quiso gritar. Una mano tapó su boca y otra sujetó el brazo derecho. Dos manos más la agarraron por el otro brazo. En volandas, fue conducida al aeromóvil y lanzada al asiento posterior.

La joven se debatió furiosamente, pero todo fue inútil. De súbito, sintió un leve pinchazo en el codo izquierdo.

Forcejeó una vez más. Sus secuestradores continuaron manteniéndola sujeta.

Antes de un minuto, la joven había perdido el sentido.

Media hora más tarde, el cuerpo fue abandonado en un oscuro callejón de los barrios bajos de la capital. Ella quedó completamente desnuda, despojada de todas sus joyas, de cualquier objeto personal que permitiera su identificación. Quedó entre dos cubos de basura, encogida sobre sí misma, hecha un ovillo, en posición fetal.

Los dos secuestradores corrieron hacia el aeromóvil.

—Eso ya está —dijo uno de ellos al entrar en el vehículo.

—Se lo comunicaré al jefe —declaró el conductor—. Pero, ¿es un método seguro?

El tercer secuestrador se echó a reír.

Cuando el matasanos de la «morgue» raje su cuerpo, verá que ha muerto de un ataque cardíaco.

 

* * *

 

Destry Roberts, más conocido en ciertos ambientes por «El Dandy», entró en el desvencijado ascensor, que parecía construido en el siglo XX y se encaminó al piso noveno del edificio donde le esperaban unos conocidas. Roberts pensó que el dueño de la casa no quería gastarse la suma que representaba el viejo motor de arrastre y tambor con cables y contrapesos, para sustituirlo por el de antigravedad. En algunos lugares, se dijo amargamente, las normas del Servicio de Seguridad en la Construcción eran tan ignoradas como si jamás se hubieran promulgado.

Salió en el pasillo octavo, avanzo unos pasos y llamó a una puerta. Alguien atisbo por la mirilla. Luego abrió.

El visitante se encontró ante un sujeto de aspecto simiesco. de poco más de metro y medio de altura, pero capaz, de doblar una herradura con una sola de sus enormes manos. «Lo malo es que hoy día, en el siglo XXII. ya no quedan herraduras, porque apenas hay caballos», solía decir Neil Higgins en sus escasos ratos de buen humor. A Higgins le llamaban el «Hombre de las Cavernas», apodo justificado por su aspecto, pero lo hacían a sus espaldas.

—Te estábamos aguardando. Dandy —dijo Higgins—. Pasa y acomódate.

Roberts entró en el apartamento. Había cuatro personas más en la sala, tres de las cuales eran mujeres. El apellido de una de ellas era desconocido: no lo había dicho nunca a nadie. Tenía casi cincuenta años y era monstruosamente obesa. Todo el mundo la conocía por Lulú «La Gorda», cosa que no la molestaba en absoluto. Pese a su apariencia, poseía un cerebro agudísimo y una inteligencia excepcional.

La segunda mujer era joven, de pelo rojizo, alta muy esbelta. con la figura de una maniquí. El rostro era aparentemente ingenuo, pero Roberts sabía que Bea Spott no tenía un pelo de tonta. Y aunque contaba escasamente un cuarto de siglo de edad, tenía una amplia experiencia en muchos campos, incluido el amoroso.

La tercera era una joven de cabellos negros y rostro un tanto extraño. Se la veía guapa, pero ahora estaba como idiotizada, con la mirada perdida en un punto infinitamente lejano. También tenía una bonita silueta.

El otro hombre contaba cuarenta años, era de buena esta tura, bastante bien parecido y atendía por el nombre de Max Fisher. No se le conocían apodos, aunque sí sus principales habilidades, en las que destacaba la de despojar a la gente de sus propiedades más preciosas, siempre que fuesen ligeras, fáciles de transportar y, por supuesto, lo suficientemente valiosas como para correr el riesgo.

Roberts estudió a los componentes de la reunión en media docena de segundos. De pronto, Bea se levantó y, con paso felino, le ofreció una copa.

—Siéntate y escucha a Lulú —dijo.

Higgins le indicó un sillón. Roberts tomó asiento.

—¿Y bien. Lulú?

—Ame Krömatnem da una fiesta la semana próxima, el viernes, para celebrar el cumpleaños de su esposa. Asistirá lo mejorcito de la «jet-set» del siglo XXII. ya que Krömatnem tiene muchas amistades...

—Te refieres al armador, nacido en la antigua provincia sueca —dijo Roberts.

—Sí, el mismo. Supongo que has oído hablar de su inmensa fortuna.

Roberts hizo un gesto con la cabeza.

—Si yo tuviera ahora tantos centésimos en los bolsillos, como él millones, podría vivir sin trabajar el resto de mis días. Bien, Lulú, ¿qué más?

—En el transcurso de la fiesta, Krömatnem regalará a su esposa el diamante Berryth-Friars, más conocido por la «Gran Estrella». ¿Has oído hablar de esa gema, Dandy?

—La encontraron en Sudáfrica esos dos mineros que has mencionado, hará cosa de cinco años. Su peso, en bruto, superaba los diez kilates, es decir, unos dos kilos. Fue enviada a Ámsterdam, para su talla y, aparte de la pieza principal, se obtuvieron montones de brillantes de diversos tamaños, desde medio kilate a diez kilates. La pieza principal quedó en talla de brillante y su peso se redujo a unos cuatro mil kilates, esto es, alrededor de ochocientos gramos. Su perfección es absoluta, sin la menor mácula, lo cual hace que tenga un valor que nadie se atreve a calcular.

Bea aplaudió.

—¡Bravo, Dandy! Estás bien enterado de las peculiaridades de la «Gran Estrella» —exclamó.

—Suelo estar enterado de ciertos asuntos —contestó Roberts—. Sigue, Lulú, por favor.

—Dandy, tú llevas una mala racha —dijo «La Gorda»—. Es inútil que lo niegues, porque lo sabemos...

—Deja en paz mis asuntos personales —cortó el joven con aspereza—. Lo que estoy viendo es: queréis robar el diamante y me habéis llamado para cooperar con vosotros.

—Exactamente —corroboró Fisher, mientras situaba un cigarrillo al extremo de una boquilla de medio metro de largo.

—Ese diamante debe ser tan grueso como uno de los puños de Neil. ¿Cómo diablos pensáis que puedo llevármelo sin que se note su falta de inmediato? Además, estará vigiladísimo y no sólo por guardias armados, sino por muy sofisticados sistemas de alarma...

—Lo tenemos todo previsto —sonrió «La Gorda»—. Explícaselo, tú, Max, por favor.

—De acuerdo, Lulú —accedió el interpelado.

Fisher habló durante unos minutos. Al terminar, Roberts asintió.

—Es un buen plan. Puede resultar. Bien ideado, estudia dos los menores problemas, creo que tendrá una perfecta realización. Sin embargo, le encuentro algunos defectos. Uno sólo para ser más exacto.

—¿Cuál es el defecto? —preguntó «La Gorda» instantáneamente.

Roberts señaló a la pelirroja.

—Ella. No puede asistir —dijo.

—¿Por qué no? —protestó Bea—. ¿Crees que no voy a saber portarme con tantos refinamientos como los relamidos personajes que asistirán a la fiesta? Llevaré un vestido especial, que será la admiración de todos...

—No es eso, Bea, y perdona que te haya ofendido, pero si queremos conseguir el brillante, es preciso hacer las cosas bien. Lulú, vosotros me habéis llamado porque, afortunadamente, aún no estoy fichado.

—Es cierto —admitió «La Gorda».

—Pero Bea sí está fichada y, si no me equivoco, Krömatnem habrá instalado un perfecto sistema de detección a la entrada de su residencia.

Bea enseñó orgullosa un espléndido brazo derecho.

—Cuando me ficharon, me aplicaron el «sello» —dijo—. La ley dice que es obligatorio llevarlo durante el resto de la existencia. Pero, ahora, fíjate bien, está tapado con una pía quita metálica, insertada bajo la piel. La radiactividad no se puede detectar en estas condiciones.

—Te equivocas —repuso Roberts fríamente—. El último modelo de detectores es tan perfecto, que no hay forma de burlar su vigilancia. Sencillamente, en tu caso. Bea, detectaría que «no» detecta. ¿Sabes lo que eso quiere decir?

La pelirroja, consternada, se volvió hacia los otros. —Entonces, ¿qué hacemos? —exclamó.

 

* * *

 

Higgins volvió a llenar los vasos. La joven morena no se movió ni tomó un solo trago, se fijó Roberts, en la pausa de silencio que siguió a las últimas palabras del joven. Los de más se sentían igualmente perplejos y desconcertados.

—Pero hay una solución —dijo Roberts por fin.

Cuatro pares de ojos le miraron esperanzados.

—Habla —solicitó Fisher.

—Me llevaré a ésa... —Roberts señaló a la morena—. Por cierto, aún no sé cómo se llama.

—Nosotros tampoco —respondió Lulú—. Provisionalmente. y hasta que recobre la memoria, le damos el nombre de Betty Brown. claro —añadió con una risilla.

—¿Qué le pasa? —preguntó el joven, extrañado.

— No lo sabemos bien. Neil la encontró en el callejón trasero, completamente desnuda y sin nada que pudiera identificarla. En un principio, creyó que estaba muerta, pero, al rozar su piel, la encontró caliente. Entonces, la trajo a casa y llamamos al doctor Bernley. El matasanos dijo que estaba amnésica. debido a la acción de una potente droga, y que quizá algún día recobraría la memoria. Pero de ello hace ya cuatro semanas y aún sigue como la ves. Dandy.

—Sin embargo, obedece cuando la ordenas algo y es capaz de comer y de moverse —añadió Fisher—. Hemos hecho indagaciones discretas por ahí. pero no hemos podido dar con la menor pista que nos declare su identidad.

—Somos muy filántropos —sonrió «La Gorda»—. Ahora bien, de eso a llevarte a Betty como socia...

Habéis dicho que Bernley fue el que la atendió —dijo Roberts.

—Sí. No nos atrevimos a llamar a otro médico, para evitarnos problemas con la S-Policía.

—Si Bernley fuese veterinario, no distinguiría un gato de una vaca — exclamó Roberts despectivamente—. Yo tengo un amigo médico infinitamente más capaz y que será discreto. Me llevaré a Betty a casa y si no soy capaz de ponerla en condiciones antes de una semana, me buscaré un empleo de barrendero en el municipio. Pero... —Roberts frotó el índice y el pulgar con un gesto significativo—, necesito «pasta». Prácticamente, sólo me queda el dinero justo para la cena de esta noche... si no tengo invitada, claro.

Lulú hizo un gesto con la cabeza.

Dale mil «pavos» Max —ordenó.

Fisher le entregó diez billetes, que Roberts guardó inmediatamente en su bolsillo.

—Falla otro detalle —dijo—. El vestuario.

—Lo teníamos preparado para Bea —respondió «La Gorda»—. Pero le sentará bien a Betty. A fin de cuentas, tienen la figura idéntica y ella viste ropas que son de Bea.

Muy bien, ya me enviaréis todo más adelante. Os llamare así que tenga buenas noticias sobre el particular A propósito, cómo habéis adquirido tanta información sobre la «Gran Estrella

Soy el piloto del aeromóvil de Krömatnem y formo parte de la servidumbre contestó Fisher plácidamente.

¿Tenéis comprador para el pedrusco?

¡Eso no te interesa Dandy, dijo Lulú secamente. Tu parte será de doscientos mil pagaderos apenas nos entregues la piedra. Cuando recibamos el importe total, tendrás un millón. Es todo lo que debes saber

Roberts hizo un fingido saludo militar

Conforme. «Gorda» —Fijó la vista en la morena—, Betty levántate y sígueme

Betty se levantó y le siguió.

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO II

 

—¿Te has enterado bien de todo lo que debes hacer?

La joven asintió.

—Si, Destry —contestó.

Roberts la contempló durante unos instantes. El tratamiento aplicado por el médico amigo suyo, no había podido resultar más eficaz.

El pelo había recobrado su brillo natural, lo mismo que los ojos, verdosos, profundos. La piel tenía un leve tono tostado, que resultaba enormemente atractivo. Los movimientos corporales eran de una total naturalidad, con una distinción innata, que Roberts, fino observador, no había podido por menos que apreciar. Además, había captado cierto matiz extranjero en el habla, aunque no lograba identificar por dicho detalle la procedencia de la joven.

Sin embargo, persistían algunas secuelas de la causa que había originado la dolencia de la joven. Aún no sabía quién era y tenía una notable tendencia a obedecer sin rechistar las órdenes que le daban.

De pronto, Roberts, sonriendo, exclamó:

—¿Quién eres?

Ella se pasó una mano por la frente.

—Betty Brown...

—No, no, ese es el nombre que te aplicaron unos buenos amigos, que te recogieron compasivamente del arroyo. Tú tienes otro nombre. ¿Cuál es?

—No lo sé, Destry.

Roberts hizo una mueca.

—Está bien. El doctor Ribera dijo que tarde o temprano, recobrarás la memoria total. Tal vez, como consecuencia del encuentro con una persona conocida o al pasar por algún sitio donde has estado viviendo anteriormente o que hayas frecuentado... No te preocupes, un día sabrás de verdad cuál es tu auténtica personalidad.

Ella sonrió.

—Eso espero, aunque, por ahora. No me preocupa demasiado —dijo.

—Lo celebro Betty, sabes muy bien que vamos a robar una piedra preciosa como jamás se ha conocido hasta ahora en la Tierra.

—Sí.

—Todo está previsto hasta el último detalle, pero, a veces, surgen inconvenientes absolutamente imprevisibles. En tal caso, tendríamos que salir de estampía. ¿Has comprendido?

—Haré todo lo que tú digas, Destry.

—Estupendo. —Roberts palmeó una rodilla de la joven—. Todo saldrá bien, ya lo verás.

En aquel momento, llamaron a la puerta. Roberts se levantó para abrir.

Bea y Higgins entraron, éste portador de una enorme caja, cuyo contenido intrigó al joven.

—El vestuario de Betty —dijo el simiesco individuo.

—Yo vengo para probárselo y hacer los retoques que sean necesarios —añadió Bea.

—De acuerdo —accedió Roberts—, Pero falta un detalle. No lo discutimos el otro día.

—¿A qué te refieres? —inquirió la pelirroja hoscamente.

— Betty recibirá una parte análoga a la mía. Agradece los cuidados que le habéis otorgado, pero tiene que pensar también en su futuro. O en un buen abogado, si las cosas salen mal.

—Se lo diré a Lulú cuando vuelva...

Inflexible. Roberts señaló el videófono.

Llámala — ordenó —. Y mañana quiero aquí los doscientos mil de anticipo, ¿entendido?

Bea soltó una interjección muy poco acorde con su aspecto distinguido y sofisticado.

En lugar de Dandy deberían llmarte «Vampiro» — añadió.

No ensucies con palabrotas esa bonita boca — rió el joven— Anda, llama a «La Gorda». Se volvió hacia Betty ¿Estás de acuerdo? —consultó.

Si. Destry — respondió la muchacha.

 

* * *

 

La primera barrera de vigilancia estaba compuesta por unos individuos extremadamente atildados, pero en quienes se adivinaban las armas que llevaban bajo las chaquetas. Luego había dos postes que flanqueaban el acceso al jardín, en los que se habían instalado los correspondientes detectores. Aunque el jardín, tan grande como un parque urbano, estaba alumbrado por millares de lámparas de textos los colores, había, sin embargo, más vigilantes situados discretamente en los puntos más sombríos, desde donde podían ver sin ser vistos.

Otra batería de detectores les «registró» antes de la gran escalinata por la que se accedía a la mansión. Un imponente mayordomo les recibió a la entrada y tomó las invitaciones, hábilmente falsificadas por Max Fisher. un artista en su especialidad. Incluso había incluido en la cartulina el hilo de metal radiactivado. de un espesor inferior a la cuarta parte de una décima de milímetro. Toda tarjeta que no llevase aquella contraseña secreta, sería considerada falsa y su portador arrestado inmediatamente

Roberts y la joven franquearon la última barrera. El mayordomo anunció:

El señor y la señora Roberts.

Casi nadie se volvió para mirarles. El enorme salón de la casa estaba atestado de gente. Krömatnem , pensó el joven, era más presuntuoso aún que rico.

Que ya es decir —murmuró, mientras aceptaba dos copas que le tendía una doncella portadora de la correspondiente bandeja.

El lujo desbordaba en la mansión. Betty parecía encantada y contemplaba todo con ojos hechizados.

Me siento la protagonista de un cuento de hadas — declaró.

Vas a ser protagonista de algo muy distinto —sonrió él—. Vamos a dar un vistazo á la salita donde está el pedrusco.

Dejaron las copas en una consola y cruzaron entre el gentío. Allí se veían caras conocidas en todo el mundo. Y aún faltaban muchas, que, se dijo Roberts. habrían pagado montones de dinero por obtener una invitación para la fiesta.

Debe de ser muy rico —observó Betty.

Roberts le señaló una especie de escenario, donde actuaba una orquesta de cámara.

—Cada uno de esos músicos es un genio en el piano o en el violín o en el violonchelo. Todos, cobran unas sumas enormes en conciertos normales. Ahora, imagínate cuál será su «cachet» para esta fiesta. Si hubiese un premio Nobel de la música, todos tendrían el suyo.

Fantástico —dijo ella.

Mientras caminaban, seguían observando. De pronto, se tropezaron con un pequeño grupo de personas de ambos sexos.

Roberts reconoció al anfitrión. No le había visto nunca, pero lo conocía por fotografías. Al lado estaba su bella esposa. Krimilda Krömatnem era una auténtica belleza nórdica, veinticinco años más joven que su esposo. Roberts comprendió que el armador estuviese loco por su mujer.

Cuatro personas más formaban parle del grupo, tres hombres y una mujer. Ella era guapa, aunque ya un tanto madura. Uno de los hombres era un tipo alto, delgado de nariz aguileña, pelo oscuro y mirada penetrante. Parecía un político, acompañado por dos de sus más inmediatos colaboradores.

Krömatnem sonrió.

— Perdonen, pero no tengo el gusto de conocerles. Mi secretario envió tal vez demasiadas invitaciones, aunque, por supuesto, me siento honradísimo con su presencia, señor...

—Roberts, señor. Le presento a mi esposa Betty —dijo el joven.

Krömatnem se inclinó galantemente y besó la mano de la muchacha.

—Es un placer conocerla, señora Roberts —dijo—. Permítanme que les presente a mi esposa, Krimilda, y al excelentísimo embajador de Mitzur, de la Novena Federación de Sistemas del Sexto Sector Galáctico. La señora embajadora y los secretarios de embajada, señores Rok’il y Dunep.

Roberts hizo una serie de inclinaciones de cabeza, como signo de saludo. Cuando le llegó el turno de saludar al embajador, observó algo extraño.

El nombre del embajador era Kreghor Tshan. En su respuesta de cortesía, Roberts notó el mismo acento que había captado en el habla de Betty. Pero eso no era todo.

Los ojos de Tshan estaban hipnóticamente fijos en Betty. En el mismo instante, Roberts sintió que las uñas de la joven se clavaban en su brazo.

Inmediatamente, presintió que algo no marchaba como debiera. Sonrió cortésmente y se alejó de allí, llevando a remolque a la muchacha. Volvió los ojos un instante y advirtió su intensísima palidez.

De pronto, vio una puerta y la abrió. Daba a un saloncito intimo, desierto en aquellos momentos. Empujó a la muchacha. cerró la puerta y se encaró con ella.

—Bien, Betty. suéltalo de una vez —pidió enérgicamente.

—Destry, ahora ya sé quién soy yo —contestó ella.

 

* * *

 

Cuando conoció su identidad, Roberts se quedó estupefacto.

—No puedo creerlo —dijo—. Tú... usted...

—Sigue tratándome como hasta ahora —rogó ella—. Te he dicho la verdad. Es más, podrás comprobarlo con el doctor Ribera. Le pediremos que me examine: verás que no te miento ni tampoco estoy loca.

—Pero... ¿por qué hicieron esto?

—Una sustituta, que se acomodará dócilmente a lo que Zirrun Bar-Neigh quiera.

—Esto parece una intriga cortesana de hace cuatrocientos años, en la Tierra...

—En mi caso, es una completa realidad, Destry.

Roberts se acarició el mentón. Verdaderamente, no había por qué dudar de las afirmaciones de la joven. El doctor Ribera lo había predicho: podía recobrar la memoria en cualquier momento, mediante un «shock» causado por el encuentro con una persona conocida o un lugar ya habitado o visitado con anterioridad.

—Y el encuentro se ha producido —murmuró.

—Sí. Tshan, el embajador, es hombre adicto a Bar-Neigh. Hizo todo lo que éste le pidió.

—Bueno, tú recuerdas que saliste de la fiesta de la embajada para tomar un poco el fresco. Dos individuos te asaltaron...

—Y me desperté en casa de «La Gorda». Ellos me contaron cómo me habían encontrado y lo que hicieron por mí. Lo único que puedo decirte es que. una vez en el aeromóvil. sentí un pinchazo en el codo y me desvanecí a los pocos momentos.

—Espera un instante —dijo él—. Si sólo pretendían narcotizarte, no tiene sentido el buscar una sustituta para ti, me parece.

—Debían de tenerlo preparado. Ella volvería a la embajada poco después, mientras yo seguía en el aeromóvil, y ya inconsciente. Me encontraron absolutamente desnuda, sin un solo objeto personal encima.

—Se los llevarían a tu doble —opinó el joven—, Pero sigo sin comprender por qué se limitaron a dejarte inconsciente. Si quieren sustituirte, lo lógico es que te quiten de en medio para siempre. Y no ha sido así.

—Eso es lo que yo tampoco comprendo —dijo ella—. Aunque, sin duda, algún día encontraremos la explicación.

Roberts volvió a meditar unos instantes.

Es todo un conflicto — murmuró—. No puedes salir de aquí, ir al salón y gritar que eres la princesa Sherix Ur-Kor'ph. de Mitzur, cuya coronación tomo emperatriz se celebrará en fecha relativamente próxima. Antes de que hubieras terminado de hablar, ya te sacarían en volandas de la casa rumbo al manicomio más cercano.

—Es cierto —convino ella—. Y por eso tenemos que pensar algo para solucionar mi problema.

—Estoy de acuerdo, pero, ¿no recuerdas qué es lo que hemos venido a hacer aquí?

La joven sonrió

—¿Debe una princesa de sangre imperial convertirse en una ladrona?

Roberts elevó los ojos al techo.

Menudo conflicto —se lamentó.

—Oh. eso no es lo más importante de todo — contentó ella.

—¿Qué hay más importante?

—Tshan. Me ha reconocido a pesar de mi apariencia tan distinta a la habitual. No sé cómo he podido cambiar, sin haber hecho nada para ello, pero lo cierto es que ahora soy así, morena y de piel tostada Pero mi voz.. Oh Tshan la conoce muy bien, ¿comprendes?

—Bueno, peto algo tenemos que hacer

—Si, escapar inmediatamente. Destry.

Roberts respingó

Tenemos que llevamos la «Gran Estrella», le recordó.

—No sé si nos quedará tiempo. Tshan me ha reconocido y ahora querrá terminar lo que no pudo acabar hace seis semanas.

—¿Crees que quiere asesinarte?

—Sí. Destry.

La puerta se abrió en aquel momento, con gran brusquedad. Dos hombres penetraron en el acto. Uno cerró y el otro sacó una pistola de extraño aspecto.

Roberts los reconoció en el acto: eran Rok'il y Dunep, los dos «secretarios» de embajada, quienes parecían dispuestos a confirmar los lúgubres presagios de la muchacha.

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO III

 

Dunep sonrió perversamente.

—Bien, la hemos encontrado —dijo—. Aquellos tontos no supieron hacer bien su tarea, pero nosotros vamos a concluirla.

—¿Lo ves, Destry? —murmuró ella.

—¿Aquí? —preguntó el joven.

Dunep hizo una señal. Rok'il rodeó a la pareja, se acercó a la ventana y la abrió.

—Esto es una pistola desintegrante —dijo Dunep—, Sus cuerpos se convertirán en humo, que luego se disipará en la atmósfera.

Esas armas están prohibidas en la Tierra —alegó Roberts.

—Pero no en Mitzur. Ni en la embajada.

—Vosotros no podéis hacer eso —exclamó la joven con gran vehemencia—. Soy vuestra princesa, me debéis obediencia...

—Tú ya no eres nada —atajó Dunep desdeñosamente—. Dentro de un segundo, sólo serás unas volutas de humo...

Eh, eh, un momento —intervino Roberts—. Dejen que les haga una observación, muy pertinente, dadas las circunstancias. Si disparan esa pistola, se pondrán en marcha las alarmas de radiactividad.

—Están protegidas por un circuito especial, que no afecta a las alarmas, por sofisticadas que sean.

—Caramba, sí que inventan cosas en Mitzur. En cambio, no han sabido inventar nada contra los descuidos en el uso de esas armas.

—¿Qué descuido? —gruñó Dunep.

—El seguro. Lo tiene puesto.

Dunep bajó la vista un instante. Fue suficiente para el joven.

El pie derecho de Roberts se disparó con indescriptible violencia. Se oyó un horrible ruido de huesos rotos, mientras la pistola volaba por los aires. Dunep, con la muñeca deshecha, se arrodilló, el rostro deformado por una expresión de indescriptible sufrimiento, olvidado de todo cuanto pudiera suceder a su alrededor.

Rok’il metió la mano en el interior de su chaqueta. Roberts se abalanzó contra él.

En el momento del choque, bajó la cabeza. Su frente golpeó contra el pecho del esbirro. Rok’il retrocedió, a causa del impacto de una mole de ochenta y cinco kilos de peso. Su espalda chocó contra la pared y creyó que la frente del joven le hundía la caja torácica.

El aire salió expelido de sus pulmones con gran violencia. Sus ojos se habían vidriado ya. Roberts se irguió, agarró al sujeto por los hombros y bajó la frente otra vez, de golpe, secamente.

El impacto fue ahora dirigido a la nariz, que se aplastó como una fruta madura. Roberts aún le asestó un tercer cabezazo, ahora en el mentón, lo que fue suficiente para que el sujeto se desplomase sin sentido en el suelo.

Dunep, un tanto repuesto, gateaba, con la mano izquierda tendida para llegar a su pistola. Roberts dio un salto y disparó de nuevo el pie, contra el mentón del sujeto, cuyo cuello se dobló bruscamente a un lado. Roberts no oyó ruido de vértebras rotas, pero calculó que Dunep llevaría un collar rígido durante unas cuantas semanas.

Ella se sentía estupefacta. Roberts la agarró de la mano.

—Ven, Betty... ¿O debo llamarte Sherix? —consultó.

— Ese es mi verdadero nombre y ahora no tengo por qué ocultarlo respondió ella orgullosamente.

Magnifico —sonrió Roberts. Situado junto a la ventana la abrió de par en par y luego pasó el brazo izquierdo por la cintura de la muchacha—, ¡Agárrate bien, Sherix! —gritó, a la vez que sus pies se despegaban del suelo.

Cruzaron la ventana y se elevaron hacia la oscuridad. Roberts procuró situarse en la vertical de la mansión, en la zona donde ya no llegaban las luces. A los pocos minutos y a unos trescientos metros del suelo, derivó hacia la derecha.

No comprendo cómo podemos movernos en el aire —dijo Sherix, pasmada de asombro.

Llevo un cinturón antigravitatorio, pero es de poca potencia: lo justo para salir de aquí —respondió él.

Inmediatamente, comenzaron el descenso. Las luces de la residencia de Krömatnem se divisaban a poco más de mil metros de distancia

Roberts había usado un aeromóvil para llegar a las inmediaciones de la casa, pero tenía otro apostado en el bosque cercano. Una vez en el suelo, corrieron hacia el vehículo, que despegó a los pocos momentos.

Ahora ya estamos a salvo —exclamó él, satisfecho.

Todavía no podemos cantar victoria, como se dice en este planeta Tshan sabe que estoy viva y hará todos los posible por rectificar el error de sus secuaces —declaró la joven.

 

* * *

 

Y quietes que yo te ayude?

Si. Destry

Roberts meneó la cabeza. Llenó la cafetera y la puso al fuego.

Me gusta más el café que hago yo que el de la dispensadora de alimentos refunfuñó—, ¿De veras crees que soy el hombre que necesitas Sherix?

—Estoy segura de ello, Destry. No quiero hacerte promesas de ninguna clase, pero si lo consigo, gracias a tu ayuda, no tendrás que quejarte de mi generosidad.

Lo de menos es el dinero. Lo peor de todo son los riesgos que vamos a correr y eso sin haber salido siquiera de la Tierra.

Eres inteligente, valeroso, astuto...

Y muy apegado a mi pellejo.

Demostraste un valor increíble cuando Dunep iba a disparar contra nosotros.

—Era lo único que podía hacer. Pero no me gustaría volver a verme otra vez en una situación análoga.

Sherix suspiró.

La verdad, no sé qué mas decir para convencerte...

—Sherix. aclárame una duda que me ronda por la sesera desde que me explicaste tus propósitos. Supongamos que te ayudo, supongamos que conseguimos llegar a tu residencia imperial. Dime ahora, ¿cómo descubrirás a la impostora? Porque estoy completamente seguro de que es un plan ideado desde hace mucho tiempo y por tanto, lo han tenido de sobra para preparar a tu doble no sólo en lo físico, sino también mentalmente.

La joven sonrió.

—Tienes toda la razón. Destry Pero mi doble no tiene lo que yo tengo y que permite una identificación absoluta, sin resquicio alguno para la duda. Cuando lo declare en público, la impostora se descubrirá. Es todo lo que necesito.

¡Hum! Roberts no se sentía tan optimista Suponiendo que lleguemos a Mitzur. porque a estas horas Tshan ya le habrá informado a tu delegado planetario o como quiera que se llame al primer ministro, y harán todo lo posible para mantener el actual «status quo».

—Llegaremos..

El timbre de la puerta sonó violentamente en aquel instante. Roberts, alarmado, fue a abrir pero apenas había entreabierto la puerta, resultó atropellado por cuatro personas que irrumpieron violentamente, en medio de una tempestad de reproches y maldiciones de todas clases.

 

* * *

 

—Meses, meses enteros pasamos planeando el mejor golpe de toda nuestra vida —se quejó «La Gorda».

—Tuve que trabajar —gimió Fisher—. Yo, trabajar... con lo mal que me sienta...

—Y yo me pasé días y días, con agua, nieve, frío, lluvia, sol abrasador, y todas las inclemencias del tiempo, vigilando la casa del armador —vociferó Higgins.

—Para conseguir informes, tuve que acostarme con el ayudante del secretario de Krömatnem —chilló Bea—. ¡Cada vez que le besaba, parecía que estaba besando la boca de una alcantarilla! ¡Le olía el aliento espantosamente!

Roberts intentó parar el alud de reproches que caía sobre ellos, levantando las dos manos a la vez.

—Calma, calma —rogó—. Todo tiene una explicación, pero si no me dejáis hablar, no sabréis qué sucedió ayer realmente.

—Los diarios hablan de un asalto frustrado a la residencia del armador —dijo Lulú—, Dos secretarios de la embajada de Mitzur se toparon casualmente con los ladrones, que se supone iban a por la «Gran Estrella» y trataron valerosamente de impedirlo. Los dos funcionarios diplomáticos están ahora hospitalizados, con diversas lesiones y fracturas...

—Quisieron matarnos. Me defendí —dijo Roberts.

—Pero, ¿cómo diablos os descubrieron? —exclamó Fisher.

—Ella vio a un conocido e, instantáneamente, recobró la memoria de su personalidad.

—¿Ya sabe quién es? —inquirió Bea.

—Sí.

—¡Por todos los diablos, dilo de una vez! —clamó Lulú, frenética.

—No creo que quisieran mataros —gruñó Higgins—. Los diarios no hablan nada de eso...

—Claro, tampoco mencionan las dos pistolas atómicas que llevaban los «secretarios» del embajador Tshan —contestó el joven sarcásticamente—. Tshan reconoció a la chica y ésta le reconoció a él.

—Y entonces, Betty supo que es... —jadeó «La Gorda».

Roberts se apartó a un lado y tendió la mano hacia la muchacha.

—Amigos, tengo el placer y el privilegio de presentaros a su Muy Magnificente y Esplendorosa Alteza Imperial, Sherix Ur-Kor’ph, quien, en fecha próxima, debe ser coronada como emperatriz de Mitzur y su Federación de Sistemas, con el nombre de Sherix II.

Cuatro bocas se abrieron al mismo tiempo. La muchacha sonrió.

—Sherix I fue mi bisabuela —dijo encantadoramente.

 

* * *

 

Fisher se sentó en un sillón, cruzó las piernas, se ladeó y se dio una tremenda palmada en la frente.

—El golpe del siglo —gimió—. Bea no podía ir y tuvo que hacerlo en su lugar esa chica que dice ser princesa...

—Lo soy —protestó Sherix.

—Eso no importa ahora —gruñó «La Gorda»—. Suponiendo que tú te marches y desenmascares a la impostora, nosotros nos quedamos aquí... con cuatrocientos mil «pavos» de déficit.

—Tuvimos que rebañar el fondo del caldero, para reunir esa suma —lloró Bea.

—Bien, creo que por ese lado no hay problemas. Afortunadamente, tengo dinero de sobra —declaró la muchacha.

—¿Dinero? —Lulú se irguió en su asiento—. ¿Hablas en serio?

—Apenas llegué a la Tierra, abrí una cuenta corriente, mediante una transferencia de mis fondos personales.

Habrá sido bloqueada —opinó Roberts.

Sherix se volvió hacia el joven.

No —contradijo ella—. Nadie conoce la existencia de esos fondos. Bueno, el director del Banco de la Federación, en Mitzur, pero sé que es un hombre absolutamente leal a la casa de Ur-Kor'ph y tengo completa seguridad en su discreción.

—Tshan puede hacer indagaciones...

Tampoco. Al día siguiente de mi llegada, hice las operaciones bancarias necesarias, incluido el registro de la firma. La cuenta está a nombre de Amanda Connors. Incluso fui con peluca negra, de modo que ahora no tendrían inconveniente en reconocerme, suponiendo que existieran dudas. Ah. y el total de la cuenta es de veinte millones, moneda terrestre.

—¿Para qué tanto dinero? —se asombró Roberts.

—Bueno, quería hacer algunas compras... Es dinero de la fortuna personal de la familia: no son fondos públicos en absoluto. —Sherix se volvió hacia el asombrado cuarteto de visitantes—. Devolveré los cuatrocientos mil dólares, aunque siento que no hayáis podido conseguir la «Gran Estrella».

—Bueno, al menos... sólo hemos perdido el tiempo —se resignó Fisher.

Aguardad un momento —exclamó Roberts de repente—. Lulú, suponiendo que hubieras conseguido la «Gran Estrella», ¿cuánto estaba dispuesto a pagar el «comprador»?

—Ocho millones, más uno para gastos —respondió «La Gorda».

Una miseria —calificó Sherix—. Ese pedrusco vale treinta veces más. y eso mal pagado.

—Para nosotros ya, como si no existiera —suspiró Bea. —Un momento, un momento —insistió el joven—, Sherix. ¿cuánto estarías dispuesta a pagar por la ayuda?

—Lo que sea necesario. No lo hago por mí, sino por los que sufrirán la tiranía de Bar Neigh...

—¿Dos millones por barba, más gastos?

—De acuerdo. Tendrás los dos millones.

Serán diez en total, porque esta pandilla de lustrados van a formar parte de la tropa de socorro que estás necesitando.

El mantecoso cuerpo de Lulú se agitó en el diván.

—Estás loco —resopló.

—Espera, esto parece interesante —dijo Fisher.

—¿Dos millones limpios? —preguntó Bea.

—Antes de abandonar la Tierra, haré los depósitos bancarios correspondientes —aseguró Sherix.

—Grrr… — hizo Higgins.

—¿Qué dice? —preguntó la muchacha.

Nada, sólo gruñe. Pero está muy contento —«tradujo» Lulú sarcástica.

Bien, suponiendo que nos consideremos enrolados en tu tropa, ¿cuál es el papel que nos has asignado. Destry? — quiso saber Fisher.

—Aproximadamente, el mismo que habéis hecho para conseguir... Bueno, quería decir que estuvisteis a punto de conseguir la «Gran Estrella». Lulú será la proveedora de todo cuanto se necesite. Fisher, tú la inteligencia. Bea. la seducción, si se necesita.

—También sé luchar —declaró la interesada.

—Usa mejor tus encantos. Y si es preciso, aguanta el mal olor de boca de tus victimas. Y tú, Neil, representarás la fuerza que se necesita en momentos críticos. Naturalmente, yo dirigiré las operaciones, asesorado, en determinados momentos. por Sherix.

—¡Ugh! —dijo Higgins—, Yo hombre muy fuerte. Yo más músculos que nadie...

Y, de súbito, disparó el puño derecho contra la pared más cercana. Se oyó un fenomenal estrépito y ruido de ladrillos que caían al otro lado. El tremendo golpe abrió un agujero de casi un metro, a través del cual penetró el chillido de pánico de una mujer.

¡Nos bombardean, Peter!

El hombre estaba en la cama, desnudo, y miró boquiabierto el orificio circular.

—Cielos, ¿qué ha pasado aquí?

Roberts emitió una risita de circunstancias.

—Hoy día construyen las casas de papel —dijo.

Sacó unos cuantos billetes del bolsillo y los lanzó a través del agujero.

— Para cubrir los gastos de reparación —añadió—, Y sigan, como si nosotros no estuviéramos. Que es lo que va a suceder antes de un minuto, porque nos vamos ahora mismo. — Roberts dio un par de palmadas—, ¡Vamos, en marcha todo el mundo!

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO IV

 

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