Enigma

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IV. Beso » Capítulo 6

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Por vez primera en más de un mes Tom Jericho vio que tenía mucho trabajo.

Debía supervisar el copiado de la tabla de señales abreviadas, de la cual seis transcripciones mecanografiadas fueron debidamente extraídas y archivadas bajo el rótulo MÁXIMO SECRETO. Había que verificar cada línea, pues el menor error podía marcar la diferencia entre romper la cifra con éxito o enfrentarse a días de fracaso. Había que dar instrucciones a los controlado-res de mensajes interceptados. Había que enviar órdenes por teletipo a todos los oficiales de servicio de los puestos de escucha de Cabaña 8 —desde Thurso, encaramada a los riscos del extremo septentrional de Escocia, hasta Saint Erith, cerca del Land’s End—. Su misión era sencilla: concentrar todos los efectivos en las frecuencias ya conocidas de los submarinos alemanes en el Atlántico, cancelar todos los permisos, echar mano de cojos, ciegos y enfermos si ello era necesario, y prestar la máxima atención a cualquier señal de Morse precedida por E-barra —punto punto raya punto punto—, el código prioritario alemán que despejaba la longitud de onda para emitir informes de contacto con convoyes. Ninguna de estas señales podía pasar por alto, ¿entendido? Ninguna.

Jericho retiró del archivo los mensajes de Tiburón descifrados durante los últimos tres meses para recuperar un poco el ritmo de trabajo, y aquella tarde, sentado en la Sala Grande en el lugar que siempre ocupaba junto a la ventana, demostró con la regla de cálculo lo que ya sabía por instinto: que diecisiete informes de contacto recogidos en un período de veinticuatro horas darían ochenta y cinco letras de cifrado que, a su vez, podrían proporcionarles la clave para Tiburón, siempre y cuando los criptoanalistas tuviesen el porcentaje requerido de buena suerte y contaran con un mínimo de diez bombas trabajando por tandas durante al menos treinta y seis horas…

Y en todo ese tiempo no dejó de pensar en Claire.

En la práctica era muy poco lo que podía hacer por ella. En dos momentos del día se las apañó para salir a telefonear a su padre: primero mientras todos salían a almorzar, de modo que él pudo rezagarse y hacer la llamada a tiempo para reunirse con los demás en la verja; y luego a última hora de la tarde, cuando fingió que necesitaba estirar las piernas. En ambas ocasiones consiguió comunicación, pero el teléfono sonó y sonó sin que nadie contestara. Empezaba a tener una incierta pero creciente sensación de pavor, que su impotencia no hacía sino aumentar. No podía volver a Cabaña 3. No disponía de tiempo para ir a la casa de campo. Le habría gustado ir a su cuarto en el Commercial y rescatar los mensajes —esconderlos detrás de un cuadro en lo alto de la repisa… ¿acaso se había vuelto loco?— pero el viaje de ida y vuelta le habría ocupado casi veinte minutos, y Jericho no podía permitírselo.

Como resultó después, habían dado las siete cuando decidió marcharse. Logie estaba pasando por la Sala Grande cuando se detuvo un instante ante Jericho y le dijo que por el amor de Dios hiciese el favor de ir a descansar un poco.

—Aquí no puedes hacer nada más, muchacho, salvo esperar. Creo que mañana a estas horas empezaremos a sudar tinta.

Jericho cogió agradecido su abrigo y dijo:

—¿Has hablado con Skynner?

—Sobre el plan, sí. De ti, no. Él no ha preguntado y yo, como es lógico, no pensaba sacar el tema.

—No me digas que ya no se acuerda…

Logie se encogió de hombros.

—Parece que tiene la cabeza ocupada en un nuevo lío.

—¿Qué clase de lío?

Pero Logie había echado a andar.

—Hasta mañana, Tom —dijo—. Y procura dormir un poco.

Jericho devolvió al archivo la pila de mensajes Tiburón y salió. El sol de marzo, que en todo el día apenas si había asomado por encima de los árboles, se había hundido detrás de la mansión dejando una franja de amarillo rojizo y naranja pálido en el margen de un cielo añil. Había salido la luna, y Jericho oyó el ruido de los bombarderos, un montón de ellos, formando para el ataque nocturno sobre Alemania. Caminó mirando maravillado alrededor. El disco lunar sobre el lago inmóvil, el fuego en el horizonte; era una extraordinaria conjunción de luces y símbolos, casi un portento. Estaba tan ensimismado que a punto estuvo de pasar por delante de la cabina telefónica antes de advertir que estaba vacía.

¿Y si probaba por última vez? Miró la luna. ¿Por qué no?

Como el número de Kensington seguía sin contestar, decidió hacer un intento en el Foreign Office. La telefonista le pasó con un empleado de servicio y Jericho pidió hablar con Edward Romilly.

—¿Qué departamento?

—No lo sé.

La línea quedó en silencio. Había muy pocas posibilidades de que Edward Romilly estuviese en su despacho un domingo por la noche. Apoyó el hombro contra el cristal de la cabina. Pasó un coche despacio. Aparcó unos diez metros más allá y sus luces de freno brillaron, rojas, en el crepúsculo. Oyó un die y la telefonista dijo:

—Le paso.

Tras el tono de llamada, una voz culta dijo:

—Buró Alemán.

¿Buró Alemán? Aquello lo desconcertó por un instante.

—Edward Romilly, por favor —dijo finalmente.

—¿Quién digo que lo llama?

Dios, sí que estaba. Dudó otra vez.

—Un amigo de su hija.

—Espere, por favor.

Apretaba con tal fuerza el auricular que los dedos le dolían. Procuró relajarse un poco. No había razón para que Romilly no pudiera trabajar en el Buró Alemán. ¿No le había contado Claire que su padre había sido funcionario en la embajada de Berlín cuando los nazis subieron al poder? Ella debía de tener diez u once años. Seguramente por esa época aprendió a hablar alemán.

—Lo siento, señor. Mr. Romilly ya se ha marchado. ¿Quién le digo que telefoneó?

—Gracias. No importa. Buenas noches.

Colgó el auricular rápidamente. Aquello no le gustaba nada. Y tampoco le gustaba el aspecto de aquel coche. Salió de la cabina y echó a andar hacia el negro y bajo automóvil provisto de amplios estribos con el canto pintado estratégicamente de blanco. El motor estaba en marcha. Al acercarse al coche éste salió disparado por la calzada que describía una curva hacia la entrada principal. Jericho trató de alcanzarlo, pero para cuando llegó a la verja el automóvil había desaparecido.

Mientras descendía por la colina, el impreciso perfil de la ciudad se evaporó en la noche. Hacía al menos un siglo que ninguna generación presenciaba semejante espectáculo. Incluso en tiempos de su bisabuelo habría habido cierta iluminación —la luz difusa de un mechero de gas o de un carruaje, el fulgor azulino de la lámpara de parafina de un sereno—, pero ya no. A medida que la luz se extinguía, se extinguía también Bletchley. Podría haber estado en cualquier parte.

Empezaba a ser consciente de cierta paranoia, y la noche acrecentaba sus temores. Pasó por delante de un pub cercano al puente del ferrocarril, un complicado mausoleo Victoriano con un rótulo grabado en letras de oro sobre la mampostería negra como si fuera un epitafio. Oyó un piano mal afinado tocar The Londonderry Air, y por un momento sintió ganas de entrar, tomarse una cerveza, buscar a alguien con quien hablar. Pero luego imaginó la conversación:

«—¿Y en qué trabaja usted, amigo?

»—Oh, cosas del gobierno.

»—¿Servicio civil?

»—Comunicaciones. Nada del otro mundo. Oiga, ¿puedo invitarlo a otra ronda?

»—¿Es usted de aquí?

»—No exactamente…».

Y decidió que mejor era alejarse de desconocidos; y mucho mejor no beber ni una gota. Mientras torcía hacia Albion Street oyó un ruido de pisadas a sus espaldas y se volvió. La puerta del pub se había abierto, hubo un destello de música y color, y luego la calle quedó de nuevo a oscuras.

La casa de huéspedes se hallaba a mitad de la calle, a mano derecha, y cuando casi había llegado Jericho reparó en un coche estacionado a mano izquierda. Aflojó el paso. Aunque se parecía mucho, no estaba seguro de que fuera el mismo coche que había visto antes en el Park. Pero luego, cuando estaba casi a su altura, uno de los ocupantes encendió una cerilla. Al inclinarse el conductor para tapar la lumbre con la mano, Jericho vio en su manga las tres franjas blancas de un sargento de policía.

Entró en la casa de huéspedes y rezó para llegar hasta la escalera antes de que Mrs. Armstrong se levantara cual guerrero nocturno para cortarle el paso en el vestíbulo. Pero llegó tarde. Ella debió de oír la llave girando en la cerradura. Venía de la cocina entre una nube de vapor que olía a col y menudencias. En el comedor alguien hizo como que vomitaba y se oyeron risotadas.

—Creo que hoy no tengo apetito, Mrs. Armstrong, pero gracias —dijo Jericho con tono de disculpa.

Ella se secó las manos en el delantal y señaló con la cabeza hacia una puerta cerrada.

—Tiene visita.

Jericho acababa de poner un desafiante pie en el primer peldaño.

—¿Es la policía? —preguntó.

—¿Por qué habría de venir la policía aquí, Mr. Jericho? Es un caballero muy apuesto. Lo he hecho pasar —agregó enfatizando las palabras— a la sala.

¡La sala! Abierta por las noches a todos los huéspedes de ocho a diez los días laborables, y de la hora del té en adelante los sábados y domingos, era más seria que un salón ducal, con su tresillo y sus antimacasares (obra de la propietaria), su lámpara de caoba con pantalla de borlas, su hilera de jarras Toby[2] aplicadamente alineadas sobre el hogar siempre frío. ¿Qué clase de persona podía haber ido a verla como para que le franquearan el paso a la sala?

Al principio no lo reconoció. Cabellos dorados, cara pálida y pecosa, ojos azul claro, sonrisa ensayada. El hombre cruzó la habitación para saludarlo, la mano derecha extendida mientras la izquierda sostenía un sombrero Anthony Edén, sobre los hombros un abrigo de cincuenta guineas comprado en Savile Road.

—Wigram. Douglas Wigram. Del Foreign Office. Nos vimos ayer pero no fuimos debidamente presentados.

Tomó la mano de Jericho sin fuerza y de un modo extraño, con un dedo escondido en la palma, y Jericho tardó unos instantes en comprender que acababa de recibir un típico saludo masón.

—¿El alojamiento, bien? Magnífica sala ésta. Magnífica. ¿No podríamos ir a otra parte? ¿Dónde tiene usted su cuartel general? ¿Arriba?

Mrs. Armstrong aún seguía en el vestíbulo, alisándose el pelo ante el espejo ovalado.

—Mr. Jericho sugiere que podríamos charlar arriba en su cuarto, si a usted no le importa, Mrs. A… —No esperó respuesta—. Entonces, vamos, ¿de acuerdo?

Extendió un brazo, sin dejar de sonreír, y Jericho se vio de pronto subiendo por las escaleras. Era como si le hubiesen robado o timado pero no atinase a saber cómo. En el rellano cobró arrestos suficientes para volverse a decir:

—Es muy pequeño, ¿sabe?, apenas si hay espacio para sentarse.

—Oh, no se preocupe, mi querido amigo. Con tal de que sea íntimo. Adelante.

Jericho encendió la luz mortecina y se hizo a un lado para dejar entrar primero a Wigram, quien dejó un tenue rastro de agua de colonia y cigarro puro. Jericho fijó rápidamente la mirada en el grabado de la capilla que, como comprobó con alivio, parecía intacto. Cerró la puerta.

—Ya veo qué quería decir —dijo Wigram, ahuecando las manos contra el cristal para mirar por la ventana—. Es increíble la miseria que hemos de soportar, ¿verdad? Y además una vista ferroviaria. ¡El colmo de la felicidad! —Corrió las cortinas y se volvió hacia Jericho. Estaba limpiándose los dedos en un pañuelo con delicadeza casi femenina—. Nos preocupa bastante… —Su sonrisa se ensanchó—. Nos preocupa bastante una joven llamada Claire Romilly. —Dobló el cuadrado de seda azul y lo metió de nuevo en su bolsillo delantero—. ¿Le importa que me siente?

Se quitó el abrigo y lo dejó sobre la cama, luego pellizcó ligeramente sus elegantes pantalones a la altura de la rodilla a fin de no estropear la raya. Se sentó en el borde del colchón y dio unos saltos a modo de prueba. Tenía el cabello rubio; rubias también las cejas y las pestañas, rubio el vello de las pulcras manos blancas… Jericho notó que empezaban a entrarle picores de miedo y repugnancia.

Wigram dio unos golpecitos con la mano sobre el edredón indicando a Jericho que se sentara.

—Hablemos —dijo. No pareció alterarse en absoluto al ver que Jericho permanecía en pie. Se limitó a cruzar las manos sobre el regazo con aire satisfecho y añadir—: Muy bien, entonces empecemos. Claire Romilly. Veinte años. Oficinista. Oficialmente desaparecida desde hace… —Miró su reloj—. Doce horas. No se presentó en su turno de mañana. En realidad, hechas las debidas averiguaciones resulta que no aparece desde la medianoche del viernes (oh, oh, de eso hace ya casi dos días), cuando salió de Park después del trabajo. Sola. La chica con quien vive jura que no la ha visto desde el jueves. Su padre dice que no la ve desde antes de Navidad. Nadie, ni compañeros de trabajo ni familiares parecen tener la menor idea. Se ha esfumado. —Wigram chasqueó los dedos—. Así de fácil. —Por primera vez había dejado de sonreír—. ¿Debo entender que usted y ella eran buenos amigos?

—No la he visto desde comienzos de febrero. ¿Es por eso que hay policía fuera?

—¿Le extraña? ¿Acaso no ha estado usted intentando verla? Según la pequeña Miss Wallace, fue usted a su casa anoche. A hurtadillas. Preguntas, preguntas. Luego, esta mañana, ha ido a Cabaña 3; preguntas, preguntas otra vez. Llamada telefónica a su padre. —Al advertir la expresión de sorpresa de Jericho, dijo—: Sí, sí, él nos ha telefoneado enseguida para avisarnos de la llamada que usted le hizo. ¿No conoce a Ed Romilly? Es un tipo encantador. Nunca ha dado todo lo que puede dar, al menos eso dicen. Anda un poco despistado desde que murió su mujer. Dígame, Mr. Jericho, ¿a qué viene tanto interés?

—He estado un mes fuera. Yo no la he visto.

—Pero estoy seguro de que tendrá cosas mucho más importantes que hacer, especialmente ahora, que renovar una amistad, ¿me equivoco? —El paso de un tren expreso ahogó sus últimas palabras. La habitación vibró durante unos quince segundos, exactamente el tiempo que duró su sonrisa. Extinguido el estrépito, Wigram preguntó—: ¿Le sorprendió que fueran a buscarlo a Cambridge?

—Sí. Creo que sí. Oiga, Mr. Wigram, ¿quién es usted exactamente?

—¿Se sorprendió cuando le dijeron el motivo por el cual lo necesitaban en el Park?

—No. Eso no. —Buscó la palabra—. Me impresionó.

—Le impresionó. ¿Habló alguna vez de su trabajo con esa chica?

—Claro que no.

—Claro. Pero ¿no le extraña, no le parece una coincidencia incluso siniestra, que un día los alemanes nos dejen a dos velas en el Atlántico Norte y dos días después la novia de un destacado criptoanalista de Cabaña 8 desaparezca del mapa, justo el mismo día en que él regresa?

Jericho pestañeó sin querer al posar la mirada en el grabado que había sobre la repisa.

—Ya se lo he dicho. Nunca le he hablado a Claire de mi trabajo. Hace un mes que no la veo. Y no era mi novia.

—¿No? ¿Qué era, entonces?

¿Qué era? Buena pregunta.

—Yo sólo quería verla —dijo Jericho con tono vacilante—. Al no encontrarla empecé a preocuparme.

—¿Tiene alguna foto de ella, más o menos reciente?

—No. De hecho, no tengo ninguna foto suya.

—¿De veras? Esto sí que es gracioso. Una chica tan guapa. ¿Y no podríamos encontrar una? Tendremos que utilizar la copia del carnet de identidad que hay en su ficha.

—¿Para qué la quiere?

—¿Sabe disparar un arma, Mr. Jericho?

—No le daría ni a un pato en una feria.

—Ya. Es lo que había imaginado, aunque no siempre hay que juzgar por las apariencias. Es que el viernes por la noche se produjo un pequeño robo en la armería del cuerpo de voluntarios de Bletchley Park. Faltan dos cosillas. Un revólver Smith and Wesson del calibre 38 fabricado en Springfield, Massachusetts, y facilitado hará cosa de un año por el Ministerio de Guerra, y una caja con treinta y seis balas.

Jericho no dijo nada. Wigram permaneció un rato mirándolo como quien trata de decidir alguna cosa.

—Bueno, no hay razón para que no lo sepa. Una persona tan formal como usted. Venga, siéntese. —Dio unos nuevos golpecitos en el edredón—. No querrá que le grite el mayor secreto del puñetero Imperio británico desde la otra punta de su puñetera habitación. Venga. No muerdo, se lo prometo.

De mala gana, Jericho se sentó. Wigram se inclinó y en el momento de hacerlo su chaqueta se abrió ligeramente. Jericho captó un atisbo de cuero y bronce de cañón contra la camisa blanca.

—¿Quiere saber quién soy? —preguntó suavemente Wigram—. Se lo diré. Soy el hombre a quien nuestros jefes han ordenado que descubra qué se está cociendo en este pequeño anus mundi de ustedes. —Hablaba en voz tan baja que Jericho se vio obligado a acercar la cabeza para oír mejor—. Las campanas se han disparado, ¿me comprende? Campanas horribles, horribles. Hace cinco días, Cabaña 6 descifró una señal del ejército alemán procedente de Oriente Medio. El general Rommel ha resultado ser un mal perdedor. Por lo visto cree que la única razón de que no gane sus batallas es que nosotros, como por arte de magia, siempre parecemos saber el punto exacto en que piensa atacar. El Afrika Korps ordena repentinamente una investigación sobre seguridad. Qué pena. Ding dong. Doce horas después el almirante Dönitz, por razones todavía desconocidas, decide repentinamente reforzar el procedimiento de Enigma cambiando el código meteorológico de los U-boote. Otra vez ding dong. Hoy ha sido la Luftwaffe. Cuatro mercantes alemanes cargados de golosinas para el susodicho general Rommel fueron «sorprendidos» por la RAF y hundidos camino de Túnez. Esta mañana leemos que el comandante en jefe de las fuerzas alemanas en el Mediterráneo, el mariscal de campo Kesserling en persona, exige saber si el enemigo puede haber leído sus mensajes cifrados. —Wigram dio una palmada en las rodillas de Jericho—. Repique de alarmas, Mr. Jericho. Un repique de alarmas que ni el día de la coronación en la abadía de Westminster. Y en medio de todo esto, su amiga desaparece al mismo tiempo que un flamante revólver y una caja de munición.

—¿Con quién o con qué estamos tratando exactamente? —preguntó Wigram. Había sacado una libretita negra de piel y un portaminas de oro—. Claire Alexandra Romilly. Nacida en Londres, 21 de diciembre de 1922. Padre: Edward Arthur Macauley Romilly, diplomático. Madre: la honorable Alexandra Romilly, de soltera Harvey, muerta en accidente automovilístico, en Escocia, agosto de 1929. La niña recibe educación privada en el extranjero. Destinos del padre: Bucarest, de 1928 a 1931; Berlín, de 1931 a 1934; Washington, de 1934 a 1938. Un año en Atenas, y regreso a Londres. La chica queda en una lujosa escuela para señoritas de Ginebra. Regresa a Londres con diecisiete años al estallar la guerra. Principal ocupación durante los tres años siguientes, hasta donde se puede saber: pasarlo bien. —Wigram se lamió el dedo y pasó la página—. Trabaja en defensa civil como voluntaria. Nada que haga sudar tinta. Julio de 1941: traductora en el Ministerio de Guerra Económica. Agosto del cuarenta y dos: solicita un puesto como oficinista en el Foreign Office. Buenos idiomas. Recomendada para un puesto en Bletchley Park. Ver carta adjunta del padre, bla, bla, bla. Entrevistada el 10 de septiembre. Aceptada, empieza a trabajar a la semana siguiente. —Wigram siguió pasando páginas—. Eso es todo. No es lo que llamaríamos un riguroso proceso de selección, ¿verdad? Claro que ella procede de una familia de alto copete. Y papá trabaja en la oficina central. Y además estamos en guerra. ¿Quiere añadir alguna cosa al informe? —No creo que pueda.

—¿Cómo la conoció?

Durante los siguientes diez minutos Jericho estuvo respondiendo a las preguntas de Wigram. Lo hizo con prudencia y —en general— con sinceridad. Cuando mentía era únicamente por omisión. En su primera cita habían ido a un concierto. Después habían salido algunas veces por la tarde. Habían visto una película. ¿Cuál? Sangre, sudor y lágrimas.

—¿Le gustó?

—Sí.

—Se lo diré a Noel Coward.

Ella nunca hablaba de política, de trabajo ni de sus amistades.

—¿Se acostó con ella?

—Métase en sus asuntos.

—Lo anotaré como un sí.

Más preguntas. No, él no había notado nada raro en su comportamiento. No, ella no se había mostrado nerviosa, tensa, reservada, melancólica, agresiva, callada, preguntona, deprimida o eufórica —no, ninguna de esas cosas— y al final no habían reñido. ¿En serio? Sí. Entonces, ¿qué…?

—No lo sé. Cada cual fue por su lado.

—¿Salía con alguien más?

—Es probable. No lo sé.

—Es probable. No lo sabe. —Wigram sacudió la cabeza, incrédulo—. Hábleme de anoche.

—Fui en bicicleta hasta su casa.

—¿A qué hora?

—Serían las diez o las diez y media. Ella no estaba. Hablé un rato con Miss Wallace. Luego volví a casa.

—Mrs. Armstrong dice que no lo oyó llegar hasta las dos de esta madrugada.

«Y eso que pasé de puntillas por delante de su habitación», pensó Jericho.

—Creo que di una vuelta en bici.

—Ya lo creo. En plena helada. A oscuras. Debió de andar unas tres horas en bicicleta.

Wigram examinó sus notas y se tocó la nariz.

—Aquí falla algo, Mr. Jericho. No puedo meter la mano en el fuego, pero está claro que algo falla. Por ahora. —Cerró su libreta y sonrió con aire tranquilizador—. Ya habrá tiempo de volver sobre ello, ¿no? —Puso la mano sobre la rodilla de Jericho y se levantó—. Primero hay que cazar al conejo. Usted no tiene idea de dónde puede estar, imagino. ¿Se le ocurre alguna posible guarida? —Miró a Jericho, que tenía la vista fija en el suelo—. ¿No? No. Piensa que no.

Cuando Jericho creyó que podía arriesgarse a levantar la vista, Wigram se había echado su hermoso abrigo sobre los hombros y estaba ocupado en retirar de la solapa unas diminutas pelusillas.

—Podría tratarse de una coincidencia —dijo Jericho—. ¿No se da cuenta? Verá, Dönitz parece haber recelado siempre de Enigma. Es por eso que equipó sus submarinos con Tiburón.

—Por supuesto —dijo Wigram alegremente—. Pero veámoslo de otra manera. Vamos a imaginar que a los alemanes les llega realmente un chivatazo de lo que se hace aquí. ¿Cuál sería su siguiente paso? Lógicamente no iban a destrozar cien mil máquinas Enigma de la noche a la mañana, ¿verdad? ¿Y qué pasaría con esos expertos que tienen, los que siempre han dicho que Enigma es imposible de descifrar? No creo que cambien de opinión sin presentar batalla. No. Empezarían a analizar hasta el menor incidente sospechoso. Y mientras tanto tratarían de buscar pruebas concluyentes. Mejor aún, a una persona con pruebas documentales. Cielos, las hay a montones. Aquí mismo se cuentan por millares, gente que sabe toda la historia, o sólo un trocito, o lo suficiente para sumar dos y dos. ¿Y qué clase de gente es? —Sacó de su bolsillo interior una hoja de papel y la desplegó—. Aquí tengo la lista que pedí ayer. Once personas de la sección naval sabían de la importancia de la tabla de clave meteorológica. Nombres, algunos, bastante raros, a poco que uno se detenga a pensarlo. A Skynner podemos excluirlo, supongo. En cuanto a Logie… parece bastante sensato. Pero ¿y Baxter? Baxter es comunista, ¿no?

—No le será difícil comprobar que los comunistas no tienen demasiado tiempo para pensar en los nazis. Por lo general.

—¿Qué me dice de Pukowski?

—Puck perdió a su padre y a su hermano cuando la invasión de Polonia. Detesta a los alemanes…

—Entonces el americano. Kramer. ¿Kramer? Es un inmigrante alemán de segunda generación, ¿lo sabía usted?

—Kramer también ha perdido a un hermano en la guerra. Mire, Mr. Wigram, esto es ridículo…

—Atwood. Pinker. Kingcome. Proudfoot. De Brooke. Usted… ¿Quién es usted exactamente? —Wigram echó un vistazo al cuarto con aversión: las cortinas a rayas, el armario destartalado, la cama incómoda. Luego, por primera vez, pareció reparar en el grabado que había sobre la repisa de la chimenea—. Bueno, el que uno haya estado en el King’s College…

Cogió el cuadro y lo sostuvo inclinado bajo la lámpara. Jericho miraba traspuesto a Wigram.

—E. M. Forster —dijo Wigram pensativo—. Creo que sigue en el King’s, ¿no es cierto?

—Eso creo.

—¿Lo conoce?

—Sólo de vista.

—¿Cómo era aquella frase de un ensayo suyo, lo de escoger entre el amigo y el país?

—«Odio la noción de causa, y si me viese obligado a escoger entre traicionar a mi país o traicionar a un amigo, confío en que tuviera arrestos suficientes para traicionar a mi país». Pero eso lo escribió antes de la guerra.

Wigram quitó de un soplo un poco de polvo que había en el marco y dejó el grabado encima de los libros de Jericho.

—Eso mismo espero yo —dijo, retrocediendo para contemplar el grabado. Se volvió hacia Jericho y sonrió—. Eso mismo espero yo. Es la puñetera verdad.

Después de que Wigram se hubo marchado, a Jericho le llevó unos minutos poder moverse.

Se tumbó en la cama —sin quitarse la bufanda ni el abrigo— y escuchó atentamente los sonidos de la casa. Un luctuoso cuarteto de cuerda que la BBC juzgaba entretenido para la noche del domingo sonaba en la planta baja. Pasos en el rellano. Luego una conversación en voz queda que culminó en un ataque de risa femenina —debía de ser Miss Jobey—. Una puerta que se cerraba. Sobre la cabeza, la cisterna vaciándose y llenándose otra vez. Y después el silencio.

Cuando al cabo de un cuarto de hora por fin decidió moverse, sus actos adoptaron una premura frenética y descontrolada. Acercó la silla a la puerta y la inclinó contra la hoja endeble. Cogió el grabado y lo puso boca abajo sobre la alfombra raída, retiró las chinchetas, enrolló los mensajes y los llevó a la chimenea. Encima del pequeño cubo de carbón había una caja con dos cerillas. La primera estaba húmeda y le fue imposible encenderla, pero la segunda sí, por los pelos; Jericho la inclinó para asegurarse de que la llama amarillenta tomara cuerpo, y a continuación la aplicó a la parte inferior de los criptogramas. Esperó, mientras éstos se arrugaban y ennegrecían, hasta que el dolor lo obligó a soltar los papeles, que finalmente se desintegraron sobre la parrilla del hogar en minúsculos copos de ceniza.

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