Enigma

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V. Criba » Capítulo 1

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Aquel lápiz de labios de tiempos de guerra estaba duro y ceroso; era como tratar de colorearse los labios con una vela de Navidad. Cuando Hester Wallace, tras varios minutos de mucho frotar, volvió a ajustarse las gafas, se miró en el espejo con aversión. Maquillarse nunca había representado gran cosa en su vida, ni siquiera antes de la guerra, cuando las tiendas ofrecían muchos cosméticos. Pero ahora que no había de nada, los extremos a que uno se veía obligado a llegar eran realmente ridículos. Sabía de compañeras suyas que se fabricaban pintalabios con raíz de remolacha y lo fijaban con un poquito de vaselina. Otras utilizaban betún y corcho quemado a modo de rímel, y envolturas de margarina como suavizante para la piel; que se espolvoreaban bicarbonato en las axilas para disimular el sudor… Formó con sus labios un arco de Cupido y volvió rápidamente a la mueca inicial. Sí, realmente era de lo más ridículo.

La escasez de cosméticos parecía haber alcanzado incluso a Claire. Pese a la profusión de frascos y botes que había en su tocador —Max Factor, Coty, Elizabeth Arden: cada nombre un perfumado recordatorio del glamour anterior a la guerra—, la mayor parte de ellos, una vez inspeccionados a conciencia, resultó estar vacía. Sólo un rastro de fragancia. Hester los olfateó por turnos y su mente se llenó de imágenes de lujo: vestidos de raso de Worth of London y trajes de atrevido escote, fuegos de artificio en Versalles y el baile de verano de la duquesa de Westminster, y otra docena de maravillosas tonterías que Claire le había comentado en ocasiones. Finalmente encontró un tarro medio lleno de rímel y un frasquito con tapón de cristal que contenía dos dedos de unos polvos bastante aterronados, y puso manos a la obra.

No le daba remordimientos usar todo aquello. ¿Acaso Claire no le decía siempre que lo hiciera? Según su peculiar filosofía maquillarse era divertido, hacía que una se sintiese bien consigo misma y, además, «si hay que hacerlo, querida, se hace y ya está». Muy bien. Hester aplicó rubor en las pálidas mejillas. Si era eso lo que había que hacer para convencer al maldito Miles Mermagen de que aprobara un traslado, eso era lo que el maldito Miles iba a tener.

Consideró su reflejo sin entusiasmo y luego guardó todas las cosas es su sitio y bajó a la planta baja. La sala de estar estaba recién barrida. Sobre la chimenea había un jarrón con narcisos. El fuego estaba encendido. La cocina lucía inmaculada. Por la tarde había preparado una tarta de zanahoria —una ración para cada una— con ingredientes que ella misma había cultivado en el pequeño huerto que había al salir de la cocina. Puso un plato para Claire y dejó una nota diciéndole dónde estaba la tarta e instrucciones sobre cómo calentarla. Dudó por un instante y añadió al pie: «Bienvenida a casa. ¡Dondequiera que hayas estado! Besos, H.». Esperó no parecer demasiado quisquillosa ni fisgona; no quería hacer el papel de madre.

«ADU, Miss Wallace…».

Claire volvería, desde luego que sí. No había que dejarse llevar por un pánico estúpido, demasiado absurdo para decirlo con palabras.

Hester se sentó en una de las butacas y la esperó hasta las doce menos cuarto, momento en que ya no quiso retrasarlo por más tiempo.

Mientras su bicicleta daba saltos por la vereda hacia el camino vecinal asustó a una lechuza que alzó vuelo en silencio, cual fantasma a la luz de la luna.

En cierto modo la culpa era de Miss Smallbone. Si Angela Smallbone no hubiera comentado en el salón del colegio que el Daily Telegraph estaba haciendo un concurso de crucigramas, la vida de Hester Wallace habría continuado sin que nada la perturbase. La suya no era una vida particularmente emocionante, sino una existencia plácida y provinciana en aquel remoto y estrafalario colegio de señoritas cerca de Beaminster, en Dorset, a unos quince kilómetros de donde Hester se había criado. Y tampoco era una vida que la guerra hubiese alterado mucho, salvo por las caras ajadas de los niños evacuados de las granjas cercanas, el alambre de espino que cerraba la playa cerca de Lyme Regis, y la escasez crónica de personal docente, una escasez que significó que al inicio del primer trimestre del curso 1942-1943 Hester tuviese que enseñar, además de teología (su asignatura usual), inglés y hasta un poco de latín y griego.

A Hester se le daban muy bien los crucigramas, y cuando aquella noche Angela leyó en voz alta que el premio era de veinte libras… bueno, pensó, ¿por qué no? El primer escollo, un crucigrama anormalmente difícil que salió en el periódico del día siguiente, lo salvó con facilidad. Les envió la solución y casi a vuelta de correo le llegó una carta invitándola a la final, que se celebraría en la cafetería del Telegraph, quince días después, un sábado. Angela accedió a ocuparse del hockey, Hester tomó el tren de Crewkerne a Londres, concurrió junto a otros cincuenta finalistas… y ganó. Le bastaron tres minutos y veintidós segundos para terminar el crucigrama, y Lord Camrose en persona le hizo entrega del cheque. Hester dio cinco libras a su padre para ayudarlo a restaurar el templo, invirtió siete más en un abrigo nuevo (en realidad, de segunda mano, pero estaba como nuevo), y el resto lo ingresó en su cuenta de ahorro de la Caja Postal.

El jueves le llegó una segunda carta, muy distinta de la primera. Correo certificado, sobre largo de color beige. Al servicio de Su Majestad.

Nunca llegaría a saberlo con certeza. ¿Acaso el Telegraph había organizado el concurso a instancias del Ministerio de Guerra como una manera de rastrear el país en busca de hombres y mujeres con aptitudes para resolver crucigramas? ¿O tal vez una lumbrera del propio ministerio había visto el resultado del concurso y había pedido al Telegraph la lista de los finalistas? Fuera cual fuere la verdad, cinco de entre los más aptos fueron citados para una entrevista en un triste bloque de oficinas Victoriano en la orilla mala del Támesis, y tres de ellos recibieron orden de presentarse en Bletchley.

El colegio no quería dejarla marchar. Su madre había llorado. A su padre no le había gustado nada la idea —del mismo modo que no le gustaba ningún cambio—, y durante días estuvo lleno de malos presagios («No regresa después a su casa, su morada ya no la conoce», Job 7, 10). Pero la ley era la ley. Hester tenía que ir. Además, pensaba, había cumplido veintiocho años. ¿Estaba condenada a vivir el resto de su vida en el mismo sitio, metida en aquel soporífero mundo de prados pequeños y aldeas de melita? Tenía ante sí la oportunidad de huir. De la entrevista había sacado indicios suficientes para adivinar que el trabajo consistí-ría en descifrar códigos, y su fantasía le hablaba de tranquilas bibliotecas llenas de libros, del aire puro y limpio de lo intelectual.

Un lluvioso lunes por la mañana llegó a la estación de Bletchley con su abrigo de segunda mano y la llevaron en una furgoneta directamente a la mansión, donde le entregaron una copia del Acta de Secretos Oficiales para que la firmara. El oficial del ejército que los reclutó puso su pistola sobre la mesa y les dijo que si alguno de ellos soltaba una sola palabra de lo que estaba a punto de decirles, no dudaría en utilizar el arma. Personalmente. Luego se les asignó un puesto. Los dos finalistas varones engrosaron las filas de los criptoanalistas, en tanto que ella, la mujer que los había derrotado, fue enviada a la sala de control, un verdadero manicomio.

«Tome este impreso de aquí, y en la primera columna anote el nombre en clave de la estación de interceptación. No se preocupe, querida, se acostumbrará muy pronto. Y ahí, ¿ve?, ponga la hora de interceptación, ahí la frecuencia, ahí la señal de llamada, ahí el número de grupos de letras…».

Sus fantasías se convirtieron en polvo. No era más que una oficinista con pretensiones, la sala de control un embudo con pretensiones entre los puestos de interceptación y los criptoanalistas por el cual se vertía el incesante volumen de producción de unas cuarenta mil señales de llamada diferentes, utilizando más de sesenta claves Enigma claramente identificadas.

—Aviación alemana, de acuerdo, son normalmente insectos o flores. Por ejemplo, Cucaracha, es la clave Enigma para los cazas con base en Francia. Libélula es la Luftwaffe en Túnez. Langosta es la Luftwaffe en Sicilia. Hay una docena de éstos. Las flores son la Luftgau; Dedalera, frente oriental; Clivia, frente occidental; Narciso, Noruega. Las aves son para el ejército alemán. Pinzón y Fénix son Panzerarmee Afrika. Cernícalo y Buitre, frente ruso. Dieciséis pajarillos. Luego están Ajo, Cebolla, Pepino… todas las hortalizas son para Enigmas meteorológicos. Esto va directamente a Cabaña 10. ¿Entendido?

—¿Qué son Mofeta y Puerco espín?

—Mofeta es Fliegerkorps VIII, frente oriental. Puerco espín es cooperación tierra-aire, Rusia meridional.

—¿Y por qué no son también insectos?

—Vaya usted a saber.

A las gráficas que tenían que rellenar se las llamaba «pañuelos», el archivador para cosas varias se conocía como el Titicaca («un lago andino alimentado por muchos ríos —dijo ostentosamente Mermagen—, pero sin desagüe»). Los hombres se daban unos a otros nombres estúpidos —el Zebra-Unicornio, el Tortuga Burlona— en tanto que en la sala de máquinas las chicas suspiraban extasiadas por los criptoanalistas más guapos. Aquel invierno, mientras compilaba sus interminables listas en la gélida cabaña, Hester tuvo la impresión de que la Alemania nazi era sólo una llanura sin fin, con miles de lucecitas aisladas que parpadeaban en medio de la negrura. Curiosamente, pensaba, en cierto modo todo aquello quedaba tan lejos de la guerra como los prados y los graneros de paja de su Dorset natal.

Estacionó la bicicleta en el cobertizo que había al lado de la cantina y dejó que el río de trabajadores la condujese hasta la entrada de Cabaña 6. La sala de control estaba ya en pleno alboroto, con Mermagen pavoneándose entre las mesas, dándose de cabeza contra las pantallas bajas que lanzaban charcos de luz amarilla en todas direcciones. La Cuarta División Panzer estaba informando de su reconquista de Jarkov a los rusos, y las bobas de Cabaña 3 pedían que todas las frecuencias del sector meridional, frente oriental, fueran inmediatamente dobladas.

—Hester, Hester, por fin. Hazme el favor, ¿quieres hablar con Chicksands a ver qué pueden hacer? Y ya que estás en eso, la sala de máquinas cree que hay un texto erróneo en la última hornada de Cernícalo; la operadora necesita verificar sus notas y volver a enviar. Ah, y al índice le convendría que alguien lo organizara un poco.

Todo eso antes de que ella se hubiera quitado el abrigo.

Habían dado las dos cuando pudo disponer de un breve respiro para salir y hablar en privado con Mermagen. Estaba en su pequeñísimo despacho, con los pies apoyados sobre el escritorio, estudiando unos papeles con los ojos entrecerrados y una pose de duro que ella imaginó habría copiado de algún actor de cine.

—Quería hablar un momento contigo, Miles.

Miles. Hester encontraba esa insistencia en los nombres de pila un fastidioso amaneramiento, pero la informalidad era una regla muy severa, parte esencial del genio de Bletchley: «Nosotros, civiles aficionados, los derrotaremos a ellos, los disciplinados hunos».

Mermagen siguió examinando sus papeles.

Ella golpeó el suelo con un pie.

—¿Miles?

—Tienes toda mi escindida atención.

—Respecto a mi solicitud de traslado…

Mermagen gruñó y examinó una nueva página.

—No empieces otra vez con eso.

—He estado aprendiendo alemán…

—Qué coraje el tuyo.

—Dijiste que sin saber alemán era imposible ningún traslado.

—Sí, pero no dije que sabiéndolo el traslado fuera más probable —replicó Mermagen—. Bueno, maldita sea, entra de una vez. —Suspiró, apartó sus papeles y le hizo señas de que pasara. Alguien debía de haberle dicho que aquella crema para el cutis hacía que pareciese más enérgico. Su aceitoso pelo negro, peinado hacia atrás, relucía como una gorra de nadador. Estaba tratando de dejarse un bigote a lo Clark Gable, pero le quedaba demasiado largo por el lado izquierdo—. Los traslados de personal de una sección a otra, como ya te dije, son extraordinariamente raros. Hay que pensar en la seguridad.

«Pensar en la seguridad», con esa excusa debía él de rechazar los créditos antes de la guerra. De pronto la miró fijamente y ella se dio cuenta de que había reparado en su maquillaje. No habría sido mayor su sobresalto si se hubiera pintarrajeado con glasto. Su voz pareció descender una octava.

—Mira, Hester, lo último que quisiera es hacerte la vida imposible. Lo que necesitas es cambiar de aires un par de días. —Se tocó el bigote y esbozó una sonrisa, como si le hubiera sorprendido encontrarlo todavía allí—. ¿Por qué no subes a echar un vistazo a una de las estaciones de interceptación, a ver cómo encajarías allí? Sí —añadió—, a mí también me vendría bien un cambio. Podemos ir juntos, si quieres.

—¿Juntos? Sí… por qué no. Y de paso buscamos un pub donde parar a almorzar, ¿de acuerdo?

—Estupendo.

—Podemos buscar uno que tenga habitaciones, y así si se nos hace tarde podemos pasar la noche.

Mermagen rió nerviosamente.

—Eso no te garantiza el traslado, ¿sabes?

—Pero a lo mejor ayuda.

—Tú lo has dicho.

—Oye, Miles.

—¿Mmmmm?

—Antes muerta.

—Zorra y encima frígida.

Llenó el lavabo de agua fría y se remojó la cara con furia. El agua helada le entumeció las manos y le escoció en la cara. Se le coló por las mangas y el cuello de la blusa. La impresión la confortó, de tan desagradable. Se lo merecía como penitencia por su absurdo error.

Apretó el vientre plano contra el borde del lavabo y miró con sus ojos de miope el rostro blanquísimo en el espejo.

Era inútil lamentarse, naturalmente. Era su palabra contra la de él. A ella nunca la creerían. Y aun en ese caso, ¿qué? Así funcionaba el mundo. Miles podía acorralarla en el maldito lago Titicaca si le daba la gana, meterle mano bajo la blusa, pero ni así la dejarían marchar; a nadie que hubiera visto lo que ella había visto se le permitiría marcharse.

Sintió un escozor de autocompasión en los rabillos del ojo e inmediatamente agachó la cabeza una vez más y se remojó la cara, frotándose las mejillas y la boca con un trocito de jabón hasta que los polvos dejaron el agua de color rosa.

«Ojalá pudiera hablar con Claire», pensó.

«ADU, Miss Wallace…».

Alguien tiró de la cadena en el cubículo que tenía detrás. Rápidamente retiró el tapón del lavabo y se secó las manos y la cara.

Nombre de la estación, hora de interceptación, frecuencia, señal de llamada, grupos de letras… Nombre de la estación, hora de interceptación, frecuencia, señal de llamada, grupos de letras…

La mano de Hester se movía mecánicamente sobre el papel.

A las cuatro la primera mitad del turno de noche empezó a desfilar hacia la cantina.

—¿Te vienes, Hetty?

—No, tengo demasiado que hacer. Ya te alcanzaré.

—¡Pobrecita!

Hester hincó los codos en la mesa y continuó escribiendo con su pulcra caligrafía de maestra. Vio cómo las otras se ponían sus abrigos e iban saliendo con un repiquetear de zapatos sobre el suelo de madera. Ah, pero qué graciosa había estado Claire hablando de ellas. Una de las cosas que a Hester más le gustaban era el modo en que Claire imitaba a todo el mundo: Anthea Leigh-Delamere, la cazadora, que solía presentarse en pantalones de montar; Binnie, la de piel de cera, que quería hacerse misionera; la muchacha de Solihull, que sostenía el auricular a más de un palmo de la boca porque su madre le había dicho que estaba lleno de gérmenes… Que Hester supiera, Claire ni siquiera había conocido a Miles Mermagen, pero era capaz de imitarlo a la perfección. El horrible ambiente de Bletchley había sido para ellas un chiste privado, su conjura a dúo contra el aburrimiento.

La puerta exterior se abrió para dejar paso a una repentina ráfaga de aire glacial. Los «pañuelos» palpitaron y aletearon en el frío.

«Pesadez. Aburrimiento». Las palabras favoritas de Claire. El Park era una pesadez. La guerra era una pesadez. La ciudad era un terrorífico aburrimiento. Pero no había nada más aburrido que los hombres. Los hombres. —Santo Dios, ¿qué rastro no debía de despedir esa Claire?—, siempre había al menos dos o tres rondándola como gatos en celo. Y cómo se burlaba de ellos en aquellas preciosas tardes en que se quedaban las dos solas, sentadas cómodamente junto al fuego como un matrimonio mayor. Claire se mofaba de sus torpes manoseos, de su conversación sensiblera, de su ridícula presunción. Ahora que lo pensaba, el único hombre del que Claire nunca se burlaba era aquel extraño Mr. Jericho, del que jamás hablaba.

«ADU, Miss Wallace…».

Ahora que había tomado la decisión de hacerlo —¿no había sabido siempre, en secreto, que iba a hacerlo?— estaba asombrada de sentirse tan serena. Sólo sería una miradita, se decía, ¿qué había de malo en ello? Tenía incluso preparada la excusa del índice, pues ¿no le había dicho el bruto de Miles delante de todas que se asegurase de que los tomos estuviesen en perfecto orden?

Terminó el pañuelo y lo colocó en la estantería. Se forzó a esperar un tiempo prudencial mientras fingía examinar el trabajo de los demás, y luego se dirigió con la mayor naturalidad de que fue capaz hacia la sala de índice.

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