Enigma

Enigma


V. Criba » Capítulo 2

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Era otra mañana fría y despejada. Sólo hacía tres días que Jericho estaba en el Commercial Guesthouse, pero aquella vista ya había adquirido una familiaridad fatigosa. Primero estaba el largo y estrecho jardín (patio de cemento con ropa tendida, huerto, refugio antiaéreo) que terminaba setenta metros más allá en un páramo de hierbajos y una cerca destartalada y podrida. Luego había una pendiente que no podía verse desde la ventana, y después una vasta extensión de vías férreas, más de una docena, que conducían la vista, por fin, hacia la atracción principal: una enorme y victoriana cochera con la inscripción LONDON MIDLAND & SCOTTISH RAILWAYS en letras blancas, apenas visible bajo la mugre.

Menuda perspectiva; era de aquellos días en que uno trataba de pasar sin otro propósito que llegar intacto al final. Miró su despertador. Eran las siete y cuarto. En el Atlántico Norte sería de noche durante unas cuatro horas más. Según sus cálculos no tenía nada que hacer hasta —como muy temprano— la medianoche, hora británica, cuando los primeros integrantes del convoy entraran en la zona de peligro. No había nada que hacer salvo ir a la cabaña, esperar y meditar.

En tres ocasiones a lo largo de la noche Jericho había decidido ir a buscar a Wigram y confesarlo todo; en la última incluso había llegado a ponerse el abrigo. Pero finalmente su buen criterio prevaleció. Por un lado, sí, su deber era decirle a Wigram todo lo que sabía; por otro, no, lo que sabía no iba a influir en la tarea de encontrar a Claire. ¿Para qué traicionarla, entonces? Las dos ecuaciones se autoeliminaban. Al alba se había rendido con gusto a la vieja inercia, resultado de ver siempre ambas caras de la moneda.

Y, de todos modos, ¿seguro que no se trataba de un horrible error, de una broma que hubiera salido mal? Habían pasado once horas desde su conversación con Wigram. Tal vez ya la hubiesen encontrado. Seguramente habría aparecido en su casa o en la cabaña, los ojos como platos y preguntando: «Pero queridos, ¿a qué venía tanto escándalo?».

Estaba a punto de retirarse de la ventana cuando le llamó la atención algo que se movía al fondo de la cochera. ¿Sería un animal grande, o un hombre corpulento puesto a gatas? Forzó la vista a través del tiznado cristal, pero la cosa estaba demasiado lejos para distinguirla con claridad, de modo que fue por su telescopio, que guardaba en la parte baja del armario. La guillotina de la ventana estaba atascada, pero unos cuantos golpes con el pulpejo de la mano bastaron para levantarla quince centímetros. Se arrodilló y apoyó el telescopio en el alféizar. Al principio no veía nada que enfocar entre el mareante entrecruzamiento de rieles, pero de pronto lo vio perfectamente: un perro alsaciano grande como un ternero, olisqueando bajo las ruedas de un vagón de mercancías. Jericho desplazó ligeramente el telescopio hacia la izquierda y allí estaba el policía con un abrigo que le llegaba más abajo de las rodillas. Dos policías, en realidad, y un segundo perro atado a su correa.

Durante varios minutos estuvo observando cómo registraban el tren vacío. Luego se separaron, un hombre y un perro siguieron buscando hacia arriba, en tanto que el otro hombre y el otro perro se perdieron de vista en dirección a las casitas ferroviarias que había enfrente. Jericho cerró el telescopio.

Cuatro hombres y dos perros para la cochera. Pongamos dos equipos más para cubrir los andenes. ¿Cuántos en toda la ciudad? ¿Veinte? ¿Y en los alrededores?

«¿Tiene alguna foto reciente de ella?».

Acercó la mejilla al telescopio.

Debían de estar vigilando todos los puertos y estaciones del país.

¿Qué harían si la atrapaban?

¿Colgarla?

«Vamos, Jericho. —Casi podía oír junto a él la voz de su profesor en el internado—. Animo, muchacho».

Había que consumir el tiempo.

Lavarse. Afeitarse. Vestirse. Hacer un paquete con la ropa sucia y dejarlo en la cama para Mrs. Armstrong, con más fe que esperanza. Ir abajo. Esforzarse por mostrarse cortés y conversador. Escuchar uno de los interminables chistes verdes de Bonnyman. Ser presentado a otros dos inquilinos: Miss Quince, bastante guapa, teleprincesa de la sección naval, y Noakes, antiguo experto en epopeyas del alto alemán medio y ahora criptoanalista en la sección meteorológica, de la que poco se sabía desde 1940: entonces y ahora, un individuo hosco. Evitar cualquier otra conversación. Masticar tostadas más duras que el cartón. Beber un té tan gris y aguado como el cielo en febrero. Escuchar a medias las noticias: «Radio Moscú informa que el Tercer Ejército ruso al mando del general Vatutin está llevando a cabo una enérgica defensa de Jarkov frente a la nueva ofensiva alemana…».

A las ocho menos diez entró Mrs. Armstrong con el correo de la mañana. Nada para Mr. Bonnyman (quien dijo: «Menos mal»), dos cartas para Miss Jobey, una postal para Miss Quince, una factura de la librería Heffers para Mr. Noakes y nada de nada para Mr. Jericho… oh, excepto esto, que ella había encontrado al bajar y que alguien debió de pasar por debajo de la puerta durante la noche.

Jericho lo cogió con cuidado. El sobre era de mala calidad, como todas las cosas oficiales, y su nombre estaba escrito en tinta azul con el añadido «Entregar a mano. Estrictamente personal» al pie del sobre y con doble subrayado. Las e mayúsculas estaban escritas en la forma griega. ¿Un corresponsal nocturno especializado en lenguas clásicas?

Se llevó el sobre al vestíbulo para abrirlo. Mrs. Armstrong le iba pisando los talones.

Cabaña 6

4.45 A.M.

Querido Mr. Jericho:

Dado el gran interés expresado ayer por usted respecto de las figurillas medievales de alabastro, me preguntaba si le apetecería vernos en el mismo sitio a las ocho de la mañana para visitar la tumba de Lord Grey de Wilton (del siglo XIV y una verdadera maravilla).

Atentamente,

H.A.W.

—¿Malas noticias, Mr. Jericho? —preguntó Mrs. Armstrong, sin poder disimular una nota de esperanza en su voz.

Pero Jericho ya había ido por su abrigo y estaba saliendo por la puerta.

Pese a que echó a andar colina arriba a paso vivo, llevaba cinco minutos de retraso cuando pasó por delante del monumento de granito a los caídos en la guerra. Como en el cementerio no vio rastro de ella ni de nadie más, probó con la puerta de la iglesia. Al principio le pareció que estaba cerrada. Necesitó las dos manos para hacer girar la oxidada argolla de hierro. Apoyó el hombro contra la hoja de roble curtido por la intemperie y la puerta cedió.

Por dentro la iglesia era como una gruta, fría y oscura, atravesadas las sombras por rayos de una polvorienta luz azul pizarra tan sólidos que parecían losas apoyadas en los ventanales. Hacía años que no estaba en una iglesia, y el escalofriante hedor a cera, humedad e incienso le trajo a la memoria recuerdos de su infancia. Entonces le pareció divisar la forma de una cabeza en uno de los bancos próximos al altar, y se dirigió hacia allí.

—¿Miss Wallace?

Su voz sonó hueca y como si recorriera una gran distancia. Pero al aproximarse vio que no era una cabeza sino el hábito de un sacerdote, pulcramente colocado sobre el respaldo del banco. Siguió andando por la nave en dirección al altar recubierto de madera. A la izquierda había un ataúd de piedra con una inscripción; al lado del mismo, la lisa y blanca efigie de Ricardo, Lord Grey de Wilton, muerto haría unos quinientos años, yacente con la armadura al completo, la cabeza apoyada en el yelmo, los pies sobre el lomo de un león.

—La armadura es muy interesante. Claro que en el siglo XV la guerra era la máxima ocupación para un caballero.

Jericho no sabía de dónde provenía la voz. Cuando se volvió, ella estaba allí, sin más, a unos tres metros de él.

—Y tengo entendido que la cara también es excelente, aunque no excepcional. No lo habrán seguido, supongo.

—Oh, no, no lo creo.

Miss Wallace avanzó unos pasos. Su cutis ceniciento y sus blancos dedos ahusados podrían haber sido también los de una efigie de alabastro apeada del cenotafio de Lord Grey.

—Supongo que se habrá fijado en las armas reales sobre la puerta del lado norte.

—¿Cuánto rato lleva aquí?

—El escudo de la reina Ana, pero, curiosamente, también el de los Estuardo. El escudo de Escocia no fue añadido hasta 1707. Eso sí que es raro. Hará unos diez minutos. En el instante en que yo llegaba la policía se iba. —Levantó una mano—. ¿Puede devolverme la nota que le dejé?

Al advertir que él vacilaba le tendió la mano de nuevo, en esta ocasión de modo más enfático.

—Por favor, la nota, tenga la amabilidad. Preferiría no dejar ningún rastro. Gracias. —La cogió y se la guardó en el fondo de su voluminoso maletín. Le temblaban tanto las manos que le costó asegurar el cierre—. Por cierto, no hace falta hablar en susurros. Estamos solos. Sin contar a Dios. Y se supone que Él está de nuestra parte.

Jericho sabía que lo mejor era esperar y dejar que ella lo soltara a su tiempo, pero no pudo contenerse.

—¿Lo ha verificado? —preguntó—. ¿Esa señal de llamada…?

Ella consiguió finalmente cerrar el maletín.

—Sí —respondió—. Lo he verificado.

—¿Es del ejército o de la Luftwaffe?

Ella levantó un dedo y dijo:

—Paciencia, Mr. Jericho. Paciencia. Antes necesito que me dé cierta información, si no le importa. Podríamos empezar por lo que le hizo escoger precisamente esas tres letras.

—Es mejor que no lo sepa, Miss Wallace. Créame.

Ella levantó los ojos al cielo.

—Que Dios me asista; otro más.

—¿Cómo dice?

—Parece que doy vueltas en círculo, Mr. Jericho, de un macho paternalista a otro; siempre están diciéndome lo que soy y lo que no debería saber. Bien, por ahí no paso. —Señaló con un dedo el suelo de lajas.

—Miss Wallace —dijo Jericho con el mismo tono frío y ceremonial—, he acudido a su llamada. No me interesan las figuras de alabastro, sean medievales, victorianas o de la China antigua. Si no tiene más que decirme, que pase un buen día.

—Entonces, buenos días.

—Buenos días.

Si Jericho hubiera llevado sombrero se lo habría levantado.

Se volvió y retrocedió por la nave en dirección a la salida. «Eres tonto —dijo una voz en su interior—. Tonto y engreído». A medio camino había aminorado el paso y al llegar a la pila bautismal se detuvo y dejó caer los hombros.

—Jaque mate, Mr. Jericho —dijo ella en voz alta desde el altar, con tono de triunfo.

—ADU era la señal de llamada de una serie de cuatro mensajes interceptados que nuestra… común amiga… robó de Cabaña 3. —La voz de Jericho dejaba traslucir cansancio.

—¿Cómo sabe que los robó?

—Estaban escondidos en su dormitorio. Debajo de las tablas del suelo. Que yo sepa, nadie nos anima a que nos llevemos trabajo a casa.

—¿Dónde están los mensajes?

—Los he quemado.

Estaban en la segunda hilera de bancos, sentados uno al lado del otro y mirando al frente. Cualquiera que hubiese entrado en la iglesia habría pensado que ella era el confesor y él el pecador.

—¿Usted cree que es una espía?

—No lo sé. Su comportamiento es sospechoso, por decirlo de un modo suave. Hay quien está seguro de que lo es.

—¿Quién?

—Uno del Foreign Office, por ejemplo. Se llama Wigram.

—¿Y por qué?

—Pues porque ella ha desaparecido.

—Vaya. Debe de haber más, ¿no cree? Tanto lío por faltar un día al trabajo…

Jericho se mesó nerviosamente el cabello.

—Hay ciertos… indicios, y, por Dios, no me pregunte cuáles son, sólo indicios de que los alemanes sospechan que Enigma está siendo descifrado.

Después de una larga pausa, ella preguntó:

—Pero ¿por qué iba nuestra común amiga a ayudar a los alemanes?

—Si lo supiese, Miss Wallace, no estaría aquí sentado charlando con usted y saltándome el Acta de Secretos Oficiales. Bueno, ahora en serio, ¿tiene bastante con lo que le he dicho?

Nueva pausa. Un renuente gesto de asentimiento con la cabeza. —Sí.

Ella se lo explicó como si se tratara de un cuento, en voz baja y sin mirarlo. El reparó en que gesticulaba mucho con las manos. No podía tenerlas quietas. Aleteaban como pajarillos blancos, ya cogiéndose el dobladillo del abrigo y tirando de él para taparse las rodillas, ya posándolas en el respaldo del banco de delante, ya describiendo en rápidos movimientos circulares el modo en que había llevado a cabo su crimen.

Espera hasta que las demás chicas han salido para comer.

Deja entornada la puerta de la sala de índice para no levantar sospechas y poder anticiparse a cualquiera que se aproxime.

Se encarama al polvoriento estante metálico y coge el primer tomo.

AAA, AAB, AAC…

Pasa a la décima página.

Y allí está. Es la decimotercera entrada.

ADU.

Recorre con el dedo la hilera de entradas y anota los números en un trozo de papel.

Deja el tomo del índice en su sitio. El libro de columnas está en un estante superior, de modo que tiene que servirse de un taburete para alcanzarlo.

Se detiene por un instante para asomar la cabeza por la puerta. El pasillo se halla desierto.

Está muy nerviosa. Se pregunta por qué. ¿Tan horrible es lo que está haciendo? Se seca la palma de las manos en la falda gris y abre el libro. Va pasando las páginas. Busca el número. Una vez más resigue la línea con el dedo.

Lo comprueba una vez y luego una segunda. Para que no haya error.

ADU es la señal de llamada del Nachrichten-Regimenter 537, una unidad de señales motorizada del ejército alemán. Transmite en longitudes de onda que controla la estación de Beaumanor, en Leicestershire. El radiogoniómetro ha revelado que desde el mes de octubre la unidad número 537 ha estado emplazada en la región militar ucraniana de Smolensko, en ese momento ocupada por las fuerzas de la Wehrmacht al mando del mariscal de campo Gunther von Kluge.

Jericho se había inclinado con expectación. De pronto se echó hacia atrás, sorprendido. «¿Una unidad de señales?», pensó.

Se sentía levemente decepcionado. ¿Qué esperaba? No sabía decirlo. Pero sí, tal vez, algo un poco más exótico.

—La 537 es una unidad de primera línea, ¿verdad?

—En ese sector el frente se mueve casi cada día. Pero según el mapa de situación que hay en Cabaña 6, Smolensko sigue estando un centenar de kilómetros dentro de territorio alemán.

—Ah.

—Sí, ésa fue mi reacción. Bueno, al principio. Verá, se trata de un blanco de baja prioridad, último escalón. Como mucho, rutinario. Pero existen ciertas… complicaciones. —Buscó un pañuelo en su maletín y se sonó la nariz. Jericho reparó otra vez en que le temblaban los dedos.

Tras devolver el tomo a su sitio le lleva menos de un minuto bajar el libro de columnas adecuado y anotar los números de serie.

Cuando sale de la sala de índice, Miles («Es Miles Mermagen —añade entre paréntesis—, el oficial de servicio de la sala de control; una especie de oso con apenas dos dedos de frente») está hablando por teléfono de espaldas a la puerta, dando coba a algún superior suyo. —«No, no, me parece perfecto, Donald, es un placer servirte de algo…»— lo cual a Hester le va que ni pintado, pues significa que él no se da cuenta de que coge su abrigo y se marcha. Enciende su linterna y sale de la cabaña.

Un viento racheado sopla por el callejón entre las cabañas y le da en la cara. Al fondo de la 8 el sendero se bifurca: a la derecha conduce hacia la entrada principal y el bullicio de la cantina; a la izquierda, bordea el lago en dirección a la oscuridad.

Ella dobla a la izquierda.

La luna está envuelta en un tejido de nubes, pero su pálida luz es suficiente para mostrarle el camino. Pasada la valla exterior, hacia el este, hay un pequeño bosque que no puede ver, pero el sonido del viento entre los árboles invisibles parece tirar de ella. Deja atrás los Bloques A y B y a unos doscientos cincuenta metros, justo enfrente, ve el contorno difuso del achaparrado edificio en forma de bunker, recién terminado, que alberga ahora el archivo central de Bletchley. A medida que se acerca su linterna ilumina ventanas con contraventanas de acero y, por fin, la pesada puerta.

«No robarás», se dice al tiempo que apoya la mano en el picaporte.

No, no. Claro que no.

No robarás, sólo echarás un vistazo y luego te irás.

A fin de cuentas, ¿no pertenecen «las cosas ocultas a Yahvéh, nuestro Dios». (Deuteronomio 29, 29)?

El resplandor del fluorescente blanco es como una sacudida después de la penumbra de la cabaña, y lo mismo la calma, sólo enturbiada por el ruido distante de las máquinas Hollerith de perforar tarjetas. Los trabajadores aún no han terminado. Las herramientas están apiladas a un lado de una zona de recepción que huele a trabajos de albañilería: cemento fresco, pintura húmeda, virutas de madera. La recepcionista de servicio, una cabo de las Fuerzas Aéreas Auxiliares Femeninas, se apoya en el mostrador con gesto afable, como si fuese la dependienta de una tienda.

—¿Hace frío?

—Bastante. —Hester logra sonreír y asiente con la cabeza—. He de verificar unos números de serie.

—¿Para referencia?

—Sí.

—¿Sección?

—Cabaña 6, sala de control.

—¿Pase?

La mujer coge la lista de números y desaparece en un cuarto interior. Hester ve al fondo un montón de estanterías metálicas, hileras interminables de clasificadores de cartón duro. Un hombre pasa frente a la puerta y baja una de las cajas. Vuelve la cabeza hacia ella. Hester aparta la vista. En la pared blanqueada hay un cartel con una caricatura de una mujer estornudando, acompañado del típico lenguaje fatuo y entrometido de Whitehall:

EL MINISTERIO DE SANIDAD dice:

Toses y estornudos propagan enfermedades

Pon freno a los gérmenes usando el pañuelo

Colabora a mantener en forma a la nación en lucha

No hay sitio donde sentarse. Detrás del mostrador hay un reloj de pared con la sigla RAF estampada en la esfera; tan grande es el reloj, que Hester puede llegar a ver cómo se mueve el minutero. Transcurren cuatro minutos. Cinco minutos. En el archivo hace un calor desagradable. Nota que está empezando a sudar. El olor a pintura es nauseabundo. Siete minutos. Ocho. Le gustaría salir corriendo, pero la cabo tiene su carnet de identidad. Santo cielo, ¿cómo puede haber sido tan rematadamente estúpida? ¿Y si la recepcionista está llamando a Cabaña 6 para comprobar su identidad? De un momento a otro, Miles entrará como una tromba en el archivo: «¿Qué coño te has creído, tú?». Nueve minutos. Diez. Procura pensar en otra cosa. Toses y estornudos propagan enfermedades…

Se encuentra en tal estado que no llega a oír a la recepcionista, que detrás de ella dice:

—Lamento haber tardado tanto, pero es que nunca me había encontrado con una cosa así…

La chica, pobre, está conmocionada.

—¿Por qué? —preguntó Jericho.

—La carpeta —dijo Hester—. La carpeta que le pedí, ¿sabe? Estaba vacía.

Oyeron un fuerte crujido metálico a sus espaldas y luego una serie de arañazos al abrirse la puerta de la iglesia. Hester cerró los ojos y se arrodilló sobre una de las sotanas, instando a Jericho a hacer otro tanto. Juntó las manos y bajó la cabeza. Jericho la imitó. Los pasos avanzaron por la nave, se detuvieron por un instante y reanudaron la marcha de puntillas. Jericho miró hacia la izquierda con el rabillo del ojo y vio al vicario agacharse para recogerse el hábito.

—Lamento interrumpir sus oraciones —susurró el sacerdote. Saludó a Hester con una breve inclinación de la cabeza—. Hola. Perdonen. Los dejo con Dios.

Escucharon sus nerviosos pasos desvanecerse en dirección a la parte de atrás. Al cerrarse la puerta, la aldaba cayó con estruendo. Jericho volvió a sentarse en el banco, se llevó la mano al pecho y juró que podía notar los latidos de su corazón bajo cuatro capas de ropa. Miró a Hester.

—¿Los dejo con Dios? —repitió. Hester esbozó una sonrisa. El cambio que eso operó en ella fue extraordinario. Sus ojos brillaron, la expresión de su cara se suavizó, y por primera vez Jericho tuvo una idea del motivo por el que Hester y Claire habían llegado a congeniar.

Jericho contempló la vidriera de colores que había sobre el altar y juntó las manos.

—¿Qué es exactamente lo que debemos deducir de esto? ¿Que Claire ha robado todo el contenido de la carpeta? No —se corrigió de inmediato—, no, eso no puede ser, porque los criptogramas que tenía en su cuarto eran los originales, no los mensajes descifrados…

—Precisamente —dijo Hester—. En la carpeta del archivo había un trozo de papel escrito a máquina. La chica me lo enseñó; era para decir que los números de serie adjuntos habían sido retirados y que toda pregunta al respecto debía dirigirse al despacho del director general.

—¿El director general? ¿Está segura?

—Sé leer, Mr. Jericho.

—¿Qué fecha llevaba el papel?

—Cuatro de marzo.

Jericho se tocó la frente. Era la cosa más rara que había oído nunca.

—¿Qué ocurrió después de que fuese al archivo?

—Volví a la cabaña y le escribí esa nota. Entregarla me llevó el resto de la pausa para comer. Luego era cosa de volver a la sala de índice lo antes posible. Llevamos un diario de todos los mensajes interceptados. Una carpeta para cada día. —De nuevo buscó en su maletín y extrajo una pequeña ficha con una lista de fechas y números—. No estaba segura de por dónde empezar, de modo que fui directamente al inicio del año y lo revisé todo. No hay nada hasta el 6 de febrero. Sólo once intercepciones en total, cuatro de las cuales llegaron el último día.

—¿Qué día fue?

—El 4 de marzo. El mismo en que la carpeta fue retirada del archivo. ¿Qué deduce usted?

—Nada. Todo. Todavía intento imaginar qué podía decir una unidad de señales alemana sin importancia que justificase el que retiraran toda esa información.

—Pura curiosidad, ¿quién es el director general?

—El jefe del Servicio Secreto. «C.». Desconozco su verdadero nombre. —Jericho se acordó del hombre que le había entregado el cheque antes de Navidad. Un rostro rubicundo y traje de tweed peludo. No parecía un maestro de espías sino un agricultor—. ¿Me permite sus notas? —dijo al tiempo que tendía la mano.

A regañadientes ella le pasó la lista de los mensajes interceptados. Jericho la puso a la pálida luz de la iglesia. El conjunto era realmente extraño. Después del primer mensaje, a mediodía del 6 de febrero, siguieron dos días de silencio. Luego había habido otra señal a las 14.27 del día 9. Luego un lapso de diez días. Después una emisión a las 18.07 del 20, y otro largo lapso, seguido de un frenesí de actividad: dos señales el 2 de marzo (a las 16.39 y 19.01), dos más el día 3 (a las 11.18 y 17.27), y, por último, cuatro señales en rápida sucesión la noche del día 4. Ésos eran los criptogramas que él había cogido del cuarto de Claire. Las emisiones habían empezado sólo dos días antes de su última conversación con Claire en el pozo de arcilla. Y habían terminado un mes más tarde, mientras él seguía en Cambridge, menos de una semana antes del bloqueo de Tiburón.

No había forma de encontrar una pauta.

—¿En qué clave de Enigma fueron transmitidos? —preguntó—. Porque estaban cifrados en Enigma, supongo.

—En el índice venían catalogados como Buitre.

—¿Buitre?

—Es la clave de la Wehrmacht para el frente ruso.

—¿Se descifra regularmente?

—Por lo que sé, cada día.

—Y las señales, ¿cómo fueron enviadas? ¿Siguieron, digamos, la red militar habitual?

—Lo ignoro, pero casi le diría que no.

—¿Por qué?

—Para empezar, no hay tráfico suficiente. Es demasiado irregular. Y la frecuencia no es de las que conozco. Me suena a algo especial, una línea privada, por así decir. Sólo dos estaciones: una madre y una estrella solitaria. Pero tendríamos que ver las hojas de registro para estar seguros.

—¿Dónde están?

—Deberían haber estado en el archivo. Pero cuando fuimos a mirar encontramos que también se las habían llevado.

—Vaya, vaya —murmuró Jericho—, realmente han sido concienzudos.

—Aparte de llevarse las hojas de la sala de índice, no podían hacer mucha cosa más. ¿Y usted cree que ella tiene un comportamiento sospechoso? Me quedaré con todo esto, si me permite.

Cogió la relación de mensajes interceptados y se inclinó para guardarla en su maletín.

Jericho descansó la cabeza en el respaldo del banco y contempló el techo abovedado. ¿Algo especial?, pensó. Más que especial ha tenido que ser para que el director general en persona haya escamoteado toda la maldita carpeta, además de las hojas de registro. Aquello no tenía sentido. Deseó no estar tan mortalmente cansado. Necesitaba cerrar la puerta de su estudio por un par de días, conseguir un buen montón de papel limpio y unos cuantos lápices con la punta bien afilada…

Dejó que su mirada descendiera lentamente para abarcar el resto de la iglesia: los santos en sus cristaleras, los ángeles de mármol, los monumentos de piedra a la memoria de los respetables muertos de la parroquia, las cuerdas del campanario atadas entre sí como una araña colgante bajo la lúgubre galería del órgano. Cerró los ojos.

«Claire, Claire, ¿qué has hecho? ¿Acaso viste algo que no debías en ese trabajo tuyo tan “mortalmente aburrido”? ¿Salvaste algunas migajas de la basura confidencial cuando nadie estaba mirando y te las llevaste a casa? Y si fue eso, ¿por qué? ¿Saben ellos que lo hiciste? ¿Es por eso que Wigram te busca? ¿Sabes demasiado, Claire?».

La vio arrodillada a oscuras a los pies de su cama, oyó su propia voz cargada de sueño. —«¿Se puede saber qué haces?»— y la ingenua respuesta de ella: «Estoy echando una ojeada a tus cosas…».

«Sí, tú siempre estabas buscando algo, ¿verdad? Y cuando yo no podía proporcionártelo, acudías a otro. (“Siempre se sale con alguien”, decías; ésas fueron casi tus últimas palabras para mí, ¿lo recuerdas?). ¿Qué es eso que buscas con tanto ahínco?».

Demasiadas preguntas. Sintió que empezaba a quedarse helado. Se arrebujó en su abrigo, sepultó la barbilla en la bufanda, hundió aún más las manos en los bolsillos. Trató de recordar imágenes de los cuatro criptogramas —LCNNR KDEMS LWAZA—, pero las letras aparecían borrosas. No era la primera vez que le ocurría. Era mentalmente imposible fotografiar aquel galimatías: tenía que haber alguna pauta, algún sentido interno, para que pudiera fijarlas en su memoria.

«Una madre y una estrella solitaria…».

Las gruesas paredes mantenían un silencio que parecía tan viejo como la propia iglesia, un silencio opresivo, sólo interrumpido por el ajetreo de un pájaro haciendo su nido en las alfardas. Ninguno de los dos habló durante varios minutos.

Sentado en el duro banco, Jericho sintió como si sus huesos se hubieran vuelto de hielo, y aquel entumecimiento, sumado al silencio, a los relicarios que los rodeaban y al mareante olor del incienso, lo sumió en el pesimismo. El funeral de su padre acudió a su memoria por segunda vez en dos días; el rostro severo en el ataúd, su madre obligándolo a darle un beso de despedida, la piel fría al contacto de sus labios, despidiendo un acre olor a productos químicos, como en el laboratorio de la escuela, y luego la pestilencia del crematorio.

—Necesito aire —dijo.

Ella cogió su maletín y lo siguió por el pasillo. Una vez fuera fingieron examinar las tumbas. Al norte del cementerio, oculto tras unos árboles, estaba Bletchley Park. Por el camino vecinal pasó una moto en dirección a la ciudad. Jericho esperó hasta que el ruido del motor se hubo reducido a un ronroneo lejano y luego dijo, casi para sí:

—Lo que no dejo de preguntarme es por qué robó precisamente criptogramas. Quiero decir, siendo que podía haber cogido muchas otras cosas. Si yo fuera espía… —Hester abrió la boca para protestar, pero él la contuvo alzando una mano—. Está bien, no digo que ella lo sea, pero si yo lo fuera, lo lógico habría sido robar pruebas de que Enigma estaba siendo descifrado, ¿no? ¿De qué sirve un mensaje? —Se puso en cuclillas y recorrió con los dedos una inscripción que casi se había borrado—. Si supiéramos más cosas… A quién se los enviaba, por ejemplo.

—Ya hemos discutido esto. No han dejado el menor rastro.

—Pero alguien debe de saber algo —musitó él—. Para empezar, alguien habrá interrumpido el tráfico. Y alguien más lo habrá traducido.

—¿Por qué no pregunta a uno de sus amigos criptoanalistas? Todos ustedes se llevan muy bien, ¿verdad?

—No especialmente. En cualquier caso, yo diría que nos animan a llevar una vida muy independiente. Pero sí conozco a un hombre de Cabaña 3 que podría saber algo… —Entonces recordó la espantada cara de Weitzman («No me pregunte, por favor, no quiero saber nada…») y sacudió la cabeza—. Creo que no nos servirá.

—Pues sí que es una pena que haya quemado usted las únicas pistas que teníamos —dijo ella con cierta aspereza.

—Guardarlas era demasiado arriesgado. —Jericho seguía frotando lentamente la lápida—. Usted podía haberle contado a Wigram que yo le había hecho preguntas sobre ADU. —La miró con inquietud—. Supongo que no lo ha hecho…

—No soy tan tonta como piensa, Mr. Jericho. De lo contrario, ¿habría venido a hablar con usted? —Echó a andar por una hilera de sepulturas y se puso a mirar con furia un epitafio.

Lamentó su rudeza casi de inmediato. («Más vale saber contenerse que ser héroe, ser dueño de sí que conquistar una ciudad». Proverbios 16, 32.) Pero, como Jericho apuntaría más adelante, cuando ya sus relaciones habían mejorado lo suficiente como para que él se aventurara a comentarlo, si ella no hubiera perdido la paciencia quizá nunca habría dado con la solución.

—A veces necesitamos un poco de tensión para aguzar nuestro ingenio —dijo Jericho.

Hester estaba celosa, ésa era la verdad. Había pensado que conocía a Claire tan bien como cualquiera, pero cada vez estaba más claro que no la conocía en absoluto, y sólo un poco mejor que él.

Hester se estremeció. El sol de marzo no calentaba. Caía sobre la torre de piedra de Saint Mary tan frío como la luz de un espejo.

Jericho estaba otra vez de pie y caminaba entre las tumbas. Ella se preguntó si de haber podido ir a la universidad habría llegado a ser como él. Pero su padre no lo consintió, y al final había sido George, su hermano, el afortunado; como si fuera una ley divina: los hombres van a la universidad, los hombres descifran códigos; las mujeres se quedan en casa, las mujeres se encargan de archivar.

«Hester, Hester, por fin. Hazme un favor, ¿quieres hablar con Chicksands a ver qué pueden hacer? Y ya que estás en eso, la sala de máquinas cree que hay un texto erróneo en la última hornada de Cernícalo; la operadora necesita verificar sus notas y volver a enviar…».

Se había quedado mirando una lápida, aturdida por la sensación de derrota, pero ahora sentía que su cuerpo empezaba a recuperar lentamente su estado de alerta.

«La operadora necesita verificar sus notas…».

—¡Mr. Jericho!

Jericho se volvió al oír su nombre y vio que ella se acercaba trastabillando entre las sepulturas.

Eran casi las diez y Miles Mermagen estaba peinándose en su despacho, con miras a regresar a su alojamiento, cuando Hester Wallace apareció en la puerta.

—No —dijo él, dándole la espalda.

—Escucha, Miles, he estado pensando. Tenías razón, he sido una tonta.

Él la miró receloso por el espejo.

—Mi solicitud de traslado… Quiero que la retires.

—Estupendo. Aún no la había presentado.

Mermagen volvió a contemplarse en el espejo. El peine se deslizaba por la espesa mata de cabello negro como un rastrillo en aceite.

Ella forzó una sonrisa.

—He pensado en lo que dijiste, eso de saber donde encaja uno…

Él terminó de acicalarse y se puso de perfil, tratando de no perder de vista su reflejo.

—No sé si te acuerdas —continuó ella—, pero hablamos de que podría ir a una estación de interceptación.

—Por mí, de acuerdo.

—Bueno, pensaba que como no entro de servicio hasta mañana por la tarde, podría empezar hoy mismo…

—¿Hoy? —Mermagen miró su reloj—. La verdad, estoy bastante liado.

—Oh, puedo ir yo sola, Miles. Ya les presentaré mi recomendación más adelante… —Cruzó los brazos a la espalda y hundió las uñas en la palma de la mano.

Mermagen volvió a mirarla con suspicacia y ella pensó: «No, no, es demasiado evidente, incluso para él», pero entonces él se encogió de hombros y dijo:

—Bueno, ¿por qué no? Llámalos primero. —Y con un grandioso gesto de la mano, añadió—: Invoca mi nombre.

—Gracias, Miles.

—La mujer de Lot, ¿eh? —Él le guiñó un ojo—. De día columna de sal, de noche bola de fuego…

Al salir, él le tocó el trasero.

Treinta metros más allá, en Cabaña 8, Jericho estaba llamando a la puerta del oficial de enlace. Una voz potente le dijo con acento americano que pasara.

Kramer no tenía escritorio —el cuarto no lo permitía—, sólo una mesa de baraja con un teléfono encima y varias papeleras de alambre llenas de papeles que ya inundaban el suelo. Ni siquiera había ventana. En uno de los tabiques de madera que lo separaban del resto de la cabaña Kramer había pegado una foto reciente, sacada de la revista Life, donde se veía a Roosevelt y a Churchill en la conferencia de Casablanca, sentados uno al lado del otro en un jardín soleado. Advirtió que Jericho la miraba.

—Cuando ya no puedo aguantarlos más a todos ustedes, miro esa foto y pienso, bueno, qué caray, si ellos dos pueden, yo también. —Sonrió—. Tengo que enseñarle una cosa. —Abrió su portafolios y extrajo un fajo de papeles con el membrete MÁXIMO SECRETO: ULTRA—. Esta mañana Skynner ha recibido la orden de dármelos. Se supone que debo enviarlos a Washington esta misma noche.

Jericho les echó un vistazo. Un revoltijo de cálculos matemáticos que le eran más o menos familiares, y unos complicados dibujos técnicos de lo que parecía un circuito eléctrico.

—Los planos del prototipo para la bomba de cuatro rotores —dijo Kramer.

Jericho lo miró sorprendido.

—¿Van a utilizar válvulas? —preguntó.

—Seguro. Triodos de atmósfera gaseosa. Y tiratrones GT1C.

—Santo cielo.

—Lo llaman Cobra. Los ajustes de los tres primeros rotores se harán según el procedimiento habitual, esto es, electromecánicamente. Pero el cuarto (el cuarto) tendrá un sistema puramente electrónico de válvulas y rejillas unidas a la bomba por una especie de cable gordo que parece una… —Kramer formó un círculo con sus manos—. Bueno, creo que parece una cobra. Utilizar válvulas en serie es una auténtica revolución. Jamás se había hecho. Sus colegas dicen que eso puede hacer los cálculos cien o quizá mil veces más rápidos.

Casi para sí, Jericho dijo:

—Una máquina Turing.

—¿Una qué?

—Una computadora electrónica.

—Bueno, como quiera llamarla. La buena noticia es que en teoría funciona. Y de ser cierto lo que dicen, puede ser sólo el principio. Parece ser que planean construir una superbomba, totalmente electrónica, que se llamará Coloso.

Jericho visualizó de pronto a Alan Turing, aquella tarde de invierno, sentado en su estudio de Cambridge mientras las farolas se encendían fuera, hablándole de su sueño de una calculadora universal. ¿Cuánto hacía de aquello? ¿Menos de cinco años?

—¿Y para cuándo estará lista?

—Ésa es la mala noticia. Cobra no entrará en funcionamiento hasta el mes de junio.

—Pero eso es terrible.

—Lo mismo de siempre. No hay componentes, no hay talleres, faltan técnicos. Adivine cuántas personas están trabajando en ello mientras hablamos.

—Imagino que no las suficientes.

Kramer levantó una mano y extendió sus dedos ante laxara de Jericho:

—Cinco personas. ¡Cinco! —Volvió a guardar los papeles y cerró su portafolios con rabia—. Hay que hacer algo al respecto —masculló—. Hemos de acelerar las cosas.

—¿Va usted a Londres?

—Ahora mismo. Primero a la embajada. Luego al otro lado de Grosvenor Square para ver al almirante.

Jericho dio un respingo de desilusión.

—Imagino que irá usted en su coche.

—¿Bromea? ¿Con esto encima? —Kramer dio una palmada en el portafolios—. Skynner me hace ir con escolta. ¿Por qué lo dice?

—Estaba pensando… bien, ya sé que puede parecer un atrevimiento de mi parte, pero me dijo que cuando tuviera un favor que pedirle… Pensaba si no podría usted prestarme el coche.

—Claro, hombre. —Kramer se puso el abrigo—. Seguramente estaré fuera un par de días. Le enseñaré dónde lo he aparcado. —Cogió su gorra, de detrás de la puerta y salieron los dos al corredor.

Al llegar a la entrada de la cabaña toparon con Wigram. Jericho se sorprendió al verlo tan desaseado. Evidentemente había pasado la noche en vela. Una sombra de barba rubiorrojiza reflejó la luz del sol.

—Ah, el intrépido teniente y el gran criptoanalista. Cuentan que son ustedes muy amigos. —Hizo una fingida reverencia y le dijo a Jericho—: Más tarde tendremos que hablar otra vez, amigo mío.

—Si hay alguien que me dé grima, es ese tipo —dijo Kramer, mientras iban hacia la mansión—. Esta mañana se ha pasado veinte minutos en mi habitación haciéndome preguntas sobre una chica que conozco.

Jericho estuvo a punto de tropezar.

—¿Conoce a Claire Romilly?

—Allí está —dijo Kramer, y por un instante Jericho pensó que se refería a ella, pero en realidad estaba señalando el coche—. Aún está caliente. Tiene el depósito lleno y una lata en el maletero. —Buscó la llave en su bolsillo y se la lanzó a Jericho—. Naturalmente que conozco a Claire. ¿Quién no? Una chica de miedo. —Dio unos golpecitos en el brazo a Jericho y añadió—: Que tenga buen viaje.

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