Enigma

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VI. Desmontar » Capítulo 2

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A las siete de la mañana Logie había enviado a Pinker, Proudfoot y Kingcome a sus respectivos alojamientos para que descansaran como era debido. «Seguro que si ha de pasar algo, pasará ahora. Es típico», pronosticó al verlos marchar y, efectivamente, así ocurrió. Veinte minutos más tarde, Logie aparecía de nuevo en la Sala Grande con la horrible expresión de culpable nerviosismo que caracterizaría toda la jornada.

—Parece que ha empezado el baile.

Saint Erith, Scarborough y Flowerdown habían informado de una señal E-barra seguida de ocho letras en Morse, y antes de un minuto una de las chicas de la sala de registro les traía las primeras copias. Jericho colocó la suya en mitad de su mesa de caballete.

RGHC DMIG. El corazón empezó a acelerársele.

—Red Hubertus —dijo Logie—, 4601 kilociclos.

Cave estaba hablando con alguien por teléfono y puso la mano sobre el auricular:

—Los radiogoniómetros ya tienen una posición. —Chasqueó los dedos—. Un lápiz. Rápido. —Baxter le lanzó uno—. 49'4 grados norte —repitió—. 38'8 grados oeste. Lo tengo. Buen trabajo. —Y colgó.

Cave se había pasado la noche trazando el curso de los convoyes en dos grandes mapas del Atlántico Norte, uno de ellos proporcionado por el almirantazgo y el otro, una minuciosa cuadrícula naval, capturado a los alemanes. Los criptoanalistas hicieron corro alrededor de él. El dedo de Cave señaló un punto casi exactamente a medio camino entre Newfoundland y las islas Británicas.

—Ahí lo tenemos. Está siguiendo al HX-229. —Hizo una cruz sobre el mapa y escribió 0725 al lado.

—¿Qué cuadrícula es? —preguntó Jericho.

—BD 1491.

—¿El rumbo del convoy?

—Cero setenta.

Jericho volvió a su mesa y en menos de dos minutos, utilizando la tabla de señales y la agenda en curso de la Kriegsmarine para codificar cuadrículas navales («Alfred Krause, Blucherplatz 15»: Cabaña 8 lo había descifrado antes del bloqueo) tuvo ante sí una criba de cinco letras que cuadrar con el informe de contacto.

RGHCDMIG

DDFGRX??

Las cuatro primeras letras anunciaban que había sido localizado un convoy rumbo cero setenta grados, las dos siguientes daban la posición, las dos últimas representaban el nombre en clave del submarino, que él no tenía. Rodeó en un círculo R-D y D-R. Un lazo de cuatro letras en la primera señal.

—Tengo D-R/R-D —dijo Puck segundos después.

—Yo también.

—Y yo —dijo Baxter.

Jericho asintió con la cabeza y escribió sus iniciales en el cuaderno.

—Buena señal.

A partir de ese momento los acontecimientos empezaron a precipitarse.

A las 8.25 fueron interceptadas dos señales largas procedentes de Magdeburgo, que Cave supuso al instante era el cuartel general de los submarinos ordenando que todos los U-boote en el Atlántico Norte se dirigiesen hacia la zona de ataque. A las 9.20 colgó el auricular para anunciar que el almirantazgo acababa de enviar una señal al jefe del convoy advirtiéndole de que posiblemente estaba siendo vigilado. Siete minutos después, el teléfono volvió a sonar. La estación de interceptación en Flowerdown. Un nuevo E-barra desde casi la misma posición que el anterior. Las chicas de la sección femenina se dieron prisa: KLYS QNLP.

—El mismo submarino —dijo Cave—. Es el procedimiento operacional acostumbrado. Informar cada dos horas, o casi.

—¿Cuadrícula?

—La misma.

—¿Rumbo del convoy?

—También el mismo. Por ahora.

Jericho volvió a su escritorio y movió la criba original debajo del nuevo criptograma.

KXYSQNLP

DDFGRX??

No había letras que coincidiesen. La regla de oro de Enigma, su único y fatal punto débil: «Nada es igual a sí mismo: A nunca puede ser A, B nunca puede ser B…». La cosa funcionaba. Jericho ejecutó con los pies bajo la mesa unos breves pasos de alegre claque. Alzó la cabeza, vio que Baxter estaba mirándolo y, horrorizado, se dio cuenta de que sonreía.

—¿Contento?

—Desde luego que no.

Pero fue tal su vergüenza, que cuando una hora después Logie entró a decir que un segundo submarino acaba de enviar una señal de contacto, se sintió personalmente responsable de ello.

SOUY YTRQ.

A las 11.40 un tercer submarino empezó a vigilar el convoy, a las 12.20 un cuarto, y de pronto Jericho se vio con siete señales sobre la mesa. Fue consciente de que varias personas se acercaban a mirar por encima de su hombro; eran Logie, con su eterna pipa, y el olor potente y la respiración sonora de Skynner. No se volvió. No dijo nada.

El mundo exterior se había disuelto para él. La propia Claire no era ahora sino un fantasma. Sólo existían aquellas letras que iban extendiéndose progresivamente a través del Atlántico, que se multiplicaban en sus hojas de papel, que se convertían en delgadas cadenas de posibilidades.

No pararon para desayunar ni para almorzar. Minuto a minuto, durante toda la tarde, los criptoanalistas siguieron de tercera mano los azares de la persecución que se desarrollaba a tres mil kilómetros de distancia. El comandante del convoy enviaba señales al almirantazgo, el almirantazgo tenía línea abierta con Cave, y Cave gritaba cada nuevo movimiento como si ello afectara la búsqueda de cribas.

A las 13.40 llegaron dos nuevas señales; una era un breve informe de contacto, la otra, más larga, casi con seguridad procedía del submarino que había iniciado la cacería. Por primera vez ambos mensajes eran lo bastante seguidos como para que las propias antenas de la escolta del convoy pudieran fijar su posición. Cave escuchó con una cara seria y luego anunció que el HMS Mansfield, un destructor, estaba siendo desviado del cuerpo principal de los mercantes con el objeto de atacar los U-boote.

—El convoy acaba de hacer un viraje de emergencia hacia el sudeste. Intentará sacudirse de encima a los alemanes mientras el Mansfield los obliga a bajar.

Jericho alzó la vista.

—¿Qué rumbo lleva? —preguntó.

—¿Qué rumbo lleva? —repitió Cave por el auricular—. Digo —aulló— que qué coño de rumbo lleva. —Miró a Jericho haciendo un mohín. Tenía el auricular pegado a la oreja de las cicatrices—. Sí. Está bien. Gracias. Rumbo del convoy, ciento dieciocho grados.

Jericho alcanzó la tabla de señales abreviadas.

—¿Conseguirán escapar? —preguntó Baxter.

Cave se inclinó sobre su mapa con una regla de cálculo y un transportador.

—Puede —dijo—. Es lo que yo intentaría hacer en su lugar.

Transcurrió un cuarto de hora sin novedad.

—Quizá lo hayan logrado —dijo Puck—. Bueno, ¿qué hacemos ahora?

—¿Cuánto material necesitaban? —preguntó.

Jericho contó las señales recibidas y dijo:

—Hay nueve. Necesitamos veinte más. Mejor aún veinticinco.

—Santo Dios. —Cave los contempló con aversión—. Es como sentarse al lado de un montón de carroña.

En algún sitio sonó un teléfono que alguien contestó de inmediato. Logie entró unos segundos después, escribiendo algo.

—Era Saint Erith informando de una señal E-barra en 49'4 grados norte, 38'1 grados oeste.

—Nueva posición —dijo Cave, examinando sus cartas de navegación. Hizo una cruz, tiró el lápiz y se retrepó en su silla frotándose la cara—. Lo único que ha hecho es escapar de un submarino para meterse en las garras de otro. ¿Cuál es? ¿El quinto? Jesús, hay más submarinos que peces.

—No podrá escapar —dijo Puck—, ¿verdad?

—Imposible si está rodeado.

Una chica de la sección femenina pasó entre los criptoanalistas repartiendo copias del último criptograma:

BKELUUXS.

Diez señales. Cinco U-boote en contacto.

—¿Cuadrícula? —preguntó Jericho.

Hester Wallace no sabía jugar al póquer, lo cual era un error por su parte, pues Dios le había dado una cara de póquer con la que podría haber hecho una fortuna. Nadie que la hubiera visto aquella tarde guardando su bicicleta en el cobertizo contiguo a la cantina, o enseñando su pase en el puesto de guardia, o que se hubiera hecho a un lado en Cabaña 6 para dejarla pasar, o se hubiese sentado delante de ella en la sala de control habría adivinado lo confusa y trastornada que se sentía.

Tenía, como siempre, la tez pálida, y su ceño sugería que no deseaba conversar. Llevaba el cabello, largo y negro, salvajemente estirado y sujeto con pasadores. Su atuendo era el clásico uniforme de la maestra: zapatos planos, medias de lana grises, sencilla falda del mismo color, camisa blanca y una vieja, pero bien cortada, chaqueta de tweed que poco después se quitaría para colgarla en el respaldo de la silla, ya que la tarde era cálida. Sus dedos se movían por el pañuelo en breves movimientos de picoteo. Apenas había dormido en toda la noche.

«Nombre de la estación de interceptación, hora de interceptación, frecuencia, señal de llamada, grupos de letras…».

¿Dónde se guardaba la relación de ajustes? Ése era el primer problema a resolver. Pero no en la sala de control, desde luego. Tampoco en la de índice. Ni el archivo. Y tampoco en la contigua sala de registro; ya había hecho sus pequeñas averiguaciones. La sala de desciframiento era una posibilidad, pero las chicas de las Type-X siempre se quejaban de falta de espacio, y sesenta claves Enigma, con ajustes que cambiaban diariamente —en el caso de la Luftwaffe, hasta dos veces al día—, daban un mínimo de quinientas informaciones distintas a la semana, lo que significaba veinticinco mil al año, y estaban en el cuarto año de la guerra. Lo cual sugería un catálogo de gran magnitud; una pequeña biblioteca, en realidad.

La única conclusión clara era que debían estar donde trabajaban los criptoanalistas, en la sala de máquinas, o bien cerca de allí.

Terminó los pañuelos de Chicksands, de las doce a las tres, y se encaminó hacia la puerta.

Los nervios estropearon su primer paso por la sala de máquinas: se dirigió directamente hasta el otro extremo de la cabaña sin mirar siquiera a los lados. Se quedó junto a la sala de descodificación maldiciendo su miedo, fingiendo mirar el tablón de anuncios. Con mano temblorosa anotó la interpretación de Die Fledermaus por la Bletchley Park Music Society, concierto al que no tenía la menor intención de asistir.

El segundo intento fue mejor.

En la sala de máquinas no había maquinaria (el origen de su nombre se perdía en las gloriosas brumas de 1940), sólo escritorios, criptoanalistas, papeleras llenas de señales y, en la pared de la derecha, estantes repletos de archivos. Se detuvo y miró alrededor con aire distraído, como si buscara un rostro conocido. El problema era que allí no conocía a nadie. Pero entonces reparó en una calva pecosa adornada con unos cuantos pelos color jengibre peinados patéticamente de lado a lado, y se dio cuenta de que tenía algo.

Conocía a Cordingley.

El viejo y soso Donald Cordingley, ganador —en disputada lid— del concurso al Hombre Más Soso de Bletchley. Inútil para el servicio militar por estrecho de pecho. De profesión: actuario de seguros. Diez años al servicio de la Scottish Widows Assurance Society en la City londinense, hasta que un tercer puesto en el campeonato de crucigramas organizado por el Daily Telegraph supuso para él una plaza en la sala de máquinas de Cabaña 6.

La plaza que debió ser de ella.

Hester lo miró unos segundos más y se marchó.

Cuando llegó a la sala de control Miles Mermagen estaba de pie junto a su mesa.

—¿Qué tal Beaumanor?

—Fascinante.

Había dejado su chaqueta sobre la silla y Mermagen pasó una mano por el cuello, palpando la tela entre el pulgar y el índice, como comprobando su calidad.

—¿Cómo fuiste a Beaumanor?

—Me acompañaron en coche.

—Un amigo, ¿verdad? —La sonrisa de Mermagen fue amplia y poco amistosa.

—¿Cómo lo sabes?

—Tengo mis espías —respondió él.

El océano era un hervidero de mensajes. Iban llegando a la mesa de Jericho al ritmo de uno cada veinte minutos. A las cuatro en punto un sexto submarino alemán se dirigió hacia el convoy, y al poco rato Cave anunció que el HX-229 estaba haciendo otro giro, a cero veintiocho grados, en un último y (en opinión de Cave) desesperado intento por huir de sus perseguidores.

Dos horas más tarde Jericho disponía de un montón de diecinueve señales de contacto, a partir de las cuales había sacado tres tetragramas y un revoltijo de menús para las bombas, que parecían los planos de un complicado juego del infernáculo. Tenía el cuello y los hombros tan tensos que apenas podía enderezarse.

La sala estaba atestada. Pinker, Kingcome y Proudfoot habían vuelto al trabajo. El otro teniente de navío británico, Villiers, estaba de pie al lado de Cave, quien le explicaba algo acerca de uno de sus mapas. Una muchacha de la sección femenina fue a ofrecerle a Jericho una bandeja con un emparedado de tocino en conserva y un tazón de té, que él cogió agradecido.

Logie se acercó por detrás y le revolvió el pelo.

—¿Cómo estás, amigo?

—Hecho polvo, la verdad.

—¿Quieres dejarlo?

—Muy gracioso.

—Ven a mi despacho y te daré algo. Trae el té.

El «algo» resultó ser un enorme comprimido amarillo de benzedrina; Logie tenía media docena en un pastillero hexagonal.

—No sé si debo —dijo Jericho, vacilante—. La última vez me sentó fatal.

—Pero te ayudará a pasar la noche, ¿no? Vamos, amigo. Los comandos creen ciegamente en eso. —Agitó el pastillero bajo la nariz de Jericho—. ¿Que caerás redondo a la hora del desayuno? ¿Y qué? Para entonces habremos derrotado a esos cabrones. O quizá no. En todo caso ya no importará. —Cogió un comprimido y se lo puso a Jericho en la palma de la mano—. Adelante. No se lo diré a los de enfermería. —Cerró los dedos de Jericho sobre la tableta y añadió lentamente—: Es que no puedo dejarte marchar, ¿sabes, muchacho? Esta noche, no. A algunos de los otros, quizá, pero a ti no.

—Oh, bueno. Ya que me lo pintas tan bien…

Jericho tragó el comprimido con un poco de té. Le dejó un horrible sabor de boca, y apuró el resto del té para quitárselo. Logie lo miraba con afecto.

—Así me gusta. —Guardó de nuevo el pastillero en el cajón de su mesa y lo cerró con llave—. Por cierto, he estado guardándote las espaldas una vez más. He tenido que decirle que eras demasiado importante para que se te molestara.

—¿Decirle a quién? ¿A Skynner?

—A Skynner, no. A Wigram.

—¿Qué quiere ése?

—A ti, amigo. Yo diría que a ti. Despellejado, disecado y empalado en cualquier parte. La verdad, Tom, con gente así es mejor no tener líos. Le he dicho que venga a medianoche. ¿Te parece bien?

Antes de que Jericho pudiera responder sonó el teléfono. Logie contestó.

—¿Sí? Al habla. —Gruñó y cogió un lápiz de su escritorio—. Hora de origen 19.02, 52'1 grados norte, 37'2 grados oeste. Gracias, Bill. Cumple con tu palabra. —Colgó el auricular—. Y van siete-Anochecía otra vez y habían encendido las luces en la Sala Grande. Los centinelas estaban colocando de nuevo las contraventanas para la noche.

Hacía veinticuatro horas que Jericho no ponía el pie fuera de la cabaña, ni se asomaba siquiera a la ventana. Al volver a su asiento y verificar que los criptogramas seguían en su abrigo, se preguntó vagamente qué día habría hecho fuera y cómo le iría a Hester.

«No pienses en eso ahora», se dijo.

Empezaba a notar los efectos de la benzedrina. Su corazón funcionaba con la liviandad de una pluma, su cuerpo estaba cargado de electricidad. Cuando repasó las notas del día, lo que media hora antes había parecido inerte e impenetrable adquirió de pronto plena significación.

El último criptograma estaba ya sobre su mesa:

YALB DKYF.

—Cuadrícula BD 2742 —exclamó Cave—. Rumbo cero cincuenta y cinco grados. Velocidad del convoy, nueve nudos y medio.

—Mensaje de Skynner —dijo Logie—. Una botella de whisky para el primero que proporcione un menú a las bombas.

Veintitrés señales recibidas. Contacto establecido con siete U-boote. Dos horas para que anocheciera en el Atlántico Norte.

Ocho de la noche: nueve U-boote en contacto. Cuarenta y seis minutos después: diez.

Las chicas de la sala de control escogieron para tomar la cena una mesa cerca de la cocina. Celia Davenport les enseñó unas fotos de su prometido, que estaba luchando en África, en tanto que Anthea Leigh-Delamere alardeó largamente sobre su última cacería. Hester fue pasando las fotografías sin prestar atención. Tenía la mirada puesta en Donald Cordingley, que estaba haciendo cola para recoger su ración de celacanto o de cualquier otro oscuro ejemplo de criatura marina que les tocara comer.

Ella era más lista que él, y lo sabía.

Ella lo intimidaba.

«Hola, Donald —pensó—. Hola Donald… Oh, poca cosa, una sección de poca monta… Escucha, Donald, hay una red de emisoras sin importancia, Konotop-Prihiki-Poltava, en la Ucrania meridional. Nada del otro mundo, pero no hemos conseguido interceptarlas y Archie (conoces a Archie, ¿verdad?), tiene la teoría de que tal vez sea una variante de Buitre… El tráfico va de febrero a primeros de marzo… Eso es…».

Vio cómo se sentaba solo a una mesa y comía su solitaria cena. Lo observó, efectivamente, como si ella misma fuera un buitre. Y cuando, a los quince minutos, él se levantó y arrojó las sobras de su plato a la basura, ella se levantó también y lo siguió.

Era vagamente consciente de que las otras chicas la miraban sorprendidas. No les hizo caso.

Lo siguió hasta Cabaña 6, le dio cinco minutos para instalarse y luego entró a buscarlo.

La sala de máquinas parecía una biblioteca al atardecer, silenciosa y somnolienta. Hester le dio un golpecito en el hombro.

—Hola, Donald.

Él se volvió y la miró sorprendido.

—Ah, hola. —Su esfuerzo de memoria fue heroico—. Hola, Hester.

—Fuera es casi de noche —dijo Cave, consultando su reloj—. Ya falta poco. ¿Cuántos tienen?

—Veintinueve —respondió Baxter.

—Creo que dijo que con eso bastaba, ¿no, Mr. Jericho?

—Sí —contestó Jericho sin levantar la vista—. Pero necesitamos un parte meteorológico del convoy. Presión barométrica, clase de nubes, velocidad del viento, temperatura. Antes de que oscurezca demasiado.

—¿Tienen diez submarinos pisándoles los talones y pretende que le digan qué tiempo hace?

—Sí, por favor. Lo más rápido que puedan.

El parte llegó a las 21.31.

No hubo más contactos a partir de las 21.40.

Así, el convoy HX-229 a las diez en punto de la noche:

Treinta y siete buques mercantes, de tamaños que iban de las doce mil toneladas del petrolero británico Southern Princess a las tres mil quinientas del carguero estadounidense Margaret Lykes, avanzando lentamente con mar gruesa y rumbo cero cincuenta y cinco grados, directos a Inglaterra, iluminados como una regata por la luna, que les permitiría contar con diez millas de visibilidad. Hacía semanas que no se veía una noche así en el Atlántico Norte. Buques de escolta: cinco, incluidas dos corbetas lentas y dos anticuados destructores ex estadounidenses donados a Gran Bretaña en 1940 a cambio de bases, uno de los cuales —el HMS Mansfield— había perdido contacto con el convoy tras lanzar cargas de profundidad sobre los U-boote porque el comandante del convoy (en su primera operación de mando) había olvidado comunicar al destructor su segundo cambio de rumbo. Sin barcos de rescate disponibles. Sin cobertura aérea. Sin refuerzos en un radio de mil millas.

—Total —dijo Cave, encendiendo un cigarrillo y contemplando sus mapas—, una verdadera patochada.

El primer torpedo dio en el blanco a las 22.01.

A las 22.32, oyeron a Tom Jericho, muy tranquilo:

—Sí.

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