Enigma

Enigma


VII. Texto claro » Capítulo 2

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—Casi me olvidaba —dijo Wigram mientras el coche descendía por la colina—. Le he comprado un periódico. Para el viaje.

Abrió su maletín y extrajo un ejemplar del Times, lo abrió por la tercera página y se lo pasó a Jericho. El artículo sólo constaba de cinco párrafos, más una ilustración de un autobús londinense y una solicitud de beneficencia para el clero pobre:

OFICIALES POLACOS DESAPARECIDOS

ALEMANIA ACUSA

El ministro polaco de Defensa Nacional, teniente general Marjal Kukiel, ha hecho público un comunicado acerca de ocho mil oficiales polacos desaparecidos que fueron liberados de diversos campos de prisioneros soviéticos durante la primavera de 1940. En vista de las acusaciones alemanas de que los cuerpos de varios miles de oficiales polacos habían sido hallados cerca de Smolensko y de que éstos habrían sido asesinados por los rusos, el gobierno polaco ha decidido solicitar a la Cruz Roja internacional que investigue el caso…

—Lo que más me gusta —dijo Wigram— es eso de «liberados de diversos campos de concentración soviéticos», ¿a usted no?

—Supongo que es una manera de decirlo. —Jericho intentó devolverle el periódico, pero Wigram no quiso aceptarlo.

—Guárdelo como recuerdo —dijo.

—Gracias. —Jericho dobló el periódico y se lo metió en el bolsillo. Luego miró obstinadamente por la ventana para impedir que la conversación pudiera seguir por esos derroteros. Estaba harto de Wigram y sus mentiras. Al pasar por última vez por debajo del renegrido puente del ferrocarril se tocó disimuladamente la mejilla y deseó haber tenido a Hester consigo para el último acto.

Una vez en la estación, Wigram insistió en despedirlo dentro del tren, pese a que el equipaje de Jericho ya había sido enviado a Cambridge a principios de semana y él no llevaba nada encima. Consintió a cambio en servirse de la mano de Wigram mientras cruzaba la pasarela y recorrían los vagones en busca de un asiento libre. Jericho se cuidó de que no fuese Wigram sino él quien escogía el compartimiento.

—Bueno, mi querido Tom —dijo Wigram con fingida tristeza—. Le deseo un buen viaje.

Otra vez aquel curioso apretón de manos, el meñique ligeramente doblado. Últimos detalles: ¿tenía Jericho la autorización para viajar? Sí. ¿Sabía que Kite estaría esperándolo en Cambridge para acompañarlo en taxi al King’s College? Sí. ¿Se acordaba de que una enfermera del hospital Adenbrooke iría cada mañana a cambiarle el vendaje del hombro? Sí, sí, sí.

—Adiós, Mr. Wigram.

Jericho acomodó su dolorida espalda en un asiento que miraba hacia la cola del tren. Wigram cerró la puerta. En el compartimiento había otros tres pasajeros: un hombre corpulento con un sucio impermeable beige, una mujer mayor envuelta en pieles plateadas y una muchacha de aspecto soñador leyendo un ejemplar de Horizon. Los tres parecían bastante inocentes, pero uno no podía fiarse de nada. Wigram golpeó la ventanilla con los nudillos y Jericho se puso trabajosamente de pie para bajarla. Para cuando lo hubo conseguido, el silbato había sonado ya y el tren empezaba a arrancar. Wigram fue trotando por el andén.

—Seguiremos en contacto tan pronto se reponga, ¿de acuerdo? Ya sabe dónde encontrarme si sale algo.

—Desde luego —dijo Jericho, y subió la ventanilla de una sacudida. Wigram seguía al mismo paso que el compartimiento, sonriendo, agitando el brazo, corriendo. Aquello se había convertido en una broma pesada. No se detuvo hasta que llegó al final del andén, y eso fue lo último que Jericho vio de Bletchley: Wigram inclinado con las manos en las rodillas, sacudiendo la cabeza y riendo con gusto.

Treinta y cinco minutos después de subir al tren en Bletchley, Jericho se apeó en Bedford, compró un billete de ida a Londres y esperó al fondo del andén tomando el sol mientras completaba el crucigrama del Times. Las vías brillaban, hacía calor; se notaba un fuerte olor a polvillo de carbón y acero caliente. Cuando hubo escrito la última definición arrojó el periódico, sin leer, en una papelera y paseó arriba y abajo del andén procurando habituar a sus piernas. Empezaba a congregarse una multitud de pasajeros y Jericho escrutó automáticamente todos los rostros, aunque la lógica le decía que era improbable que alguien lo siguiera; si Wigram hubiese sospechado que podía fugarse, seguro que le habría dicho a Leveret que lo llevara en coche hasta Cambridge.

Las vías empezaron a gemir. Los pasajeros se arrimaron al borde del andén. Un tren militar pasó lentamente en dirección sur; en la plataforma del maquinista iban unos soldados armados. De los vagones asomó una desvaída hilera de caras exhaustas, y un murmullo recorrió la muchedumbre. ¡Prisioneros alemanes! ¡Prisioneros alemanes bajo escolta! Los ojos de Jericho coincidieron brevemente con los de uno de los cautivos —ojos de búho, con gafas, nada marciales; más oficinista que guerrero— y algo pasó entre los dos, un atisbo de reconocimiento que iba más allá de la guerra. Instantes después la cara desapareció y al cabo de un rato hizo su aparición el expreso de Londres, sucio y atestado.

—Peor que el de esos jodidos nazis —se quejó alguien.

Jericho no encontró asiento y permaneció de pie, apoyado en la puerta que daba al pasillo, hasta que su cara blanca y el brillo de su frente perlada de sudor hicieron, que un joven oficial del ejército le cediera su sitio. Jericho lo aceptó agradecido, se durmió y soñó con el prisionero alemán de cara de búho triste, y luego con Claire en su primer viaje juntos, antes de la Navidad, cuando sus cuerpos se rozaron.

A las dos y media se encontraba en la estación de Saint Paneras, en Londres, moviéndose con dificultad entre la multitud que se dirigía hacia la entrada del metro. El ascensor estaba estropeado, de modo que tuvo que utilizar las escaleras, deteniéndose en cada rellano para recobrar fuerzas. La espalda le dolía mucho y una cosa húmeda descendía por su columna vertebral, pero no habría sabido decir si se trataba de sudor o de sangre.

En el andén de la Circle Line dirección este, una rata se escabulló entre la basura acumulada bajo los rieles y corrió hacia la boca del túnel.

Al ver que Jericho no bajaba del tren procedente de Bletchley, Kite se enfadó, pero sin inquietarse. El siguiente tren llegaba un par de horas después, había un pub a la vuelta de la esquina de la estación, y fue allí donde el conserje decidió esperar, en la amistosa compañía de dos medias pintas de Guinness y un pastel de cerdo.

Pero cuando el segundo tren llegó a Cambridge sin que Jericho apareciese, Kite se puso de un mal humor que le duró toda la media hora que tardó en volver a pie al King’s.

Una vez allí comunicó al tesorero que Jericho no se había presentado, el tesorero se lo dijo al rector, y éste no supo si telefonear o no al Foreign Office.

—Qué falta de consideración —se quejó Kite a Dorothy Saxmundham en la conserjería—. Qué maldita falta de consideración.

Con la solución en el bolsillo, Jericho dejó Somerset House y caminó a paso lento por la orilla del Támesis hacia el corazón de la ciudad. El margen sur era un jardín de ruinas. Sobre los muelles de Londres, los globos de barrera giraban, brillaban y cabeceaban bajo el sol de la tarde.

Pasado el puente de Waterloo, junto a la entrada del Savoy, consiguió por fin un taxi que lo llevó a Stanhope Gardens, en South Kensington. Las calles estaban desiertas. Llegaron a su destino en un momento.

La casa era grande como una embajada, con pilares en el pórtico y una fachada de estuco. En tiempos debió de ser imponente, pero ahora el enlucido estaba gris y desportillado, y la metralla había arrancado grandes pedazos del mismo. Las ventanas de los dos pisos superiores tenían las cortinas echadas. La casa de al lado había sufrido los efectos del bombardeo, y en la planta baja crecían malas hierbas. Jericho subió por la escalera y tocó el timbre. Le pareció que sonaba mucho rato en las entrañas de la casa muerta, dejando tras de sí un silencio ominoso. Probó una vez más, aun cuando sabía que era inútil, y luego volvió a la calle a esperar sentado en la escalinata de la casa de enfrente. Transcurrieron quince minutos, y entonces, desde Cromwell Place, apareció un hombre alto y calvo, asombrosamente delgado —un esqueleto con traje— y Jericho supo al instante que no podía ser otro que él. Americana negra, pantalón gris a rayas, corbata de seda gris; para completar la imagen sólo le faltaba el bombín y el paraguas. Pero en cambio, además de su maletín, el hombre llevaba una incongruente bolsa de cuerda llena de verduras. Se aproximó cansinamente a la gran puerta principal, la abrió y desapareció dentro de la casa.

Jericho se puso de pie, se sacudió la ropa y lo siguió.

El timbre de la puerta volvió a sonar, sin resultado. Jericho probó otra vez, y otra más, y entonces, con gran esfuerzo, se arrodilló para mirar por la abertura del buzón.

Edward Romilly estaba al final de un lúgubre corredor, de espaldas a la puerta, absolutamente inmóvil.

—Mr. Romilly. —Jericho tuvo que gritar por el buzón—. Necesito hablar con usted, por favor.

—¿Quién es usted? —preguntó el hombre alto sin moverse.

—Tom Jericho. En una ocasión hablamos por teléfono. De Bletchley Park.

Romilly dejó caer los hombros.

—¡Pero por qué no me dejan en paz de una vez! —exclamó.

—He ido a Somerset House, Mr. Romilly —dijo Jericho—, al Registro de Nacimientos, Matrimonios y Defunciones. Traigo su certificado de defunción. —Lo sacó del bolsillo—. Claire Alexandra Romilly. Su hija. Muerta el catorce de junio 1929. En el hospital de Saint Mary, Paddington. De meningitis. A la edad de seis años. —Lo introdujo por el buzón y vio cómo resbalaba por las baldosas blancas y negras hacia los pies de Romilly—. Me temo, señor, que voy a quedarme aquí todo el tiempo que sea necesario.

Cerró el buzón. Asqueado de sí mismo, se apartó de la puerta y apoyó el hombro sano en uno de los pilares. Observó los pequeños jardines comunitarios del otro lado de la calle. Desde más allá de las casas de enfrente llegaba el agradable murmullo del tráfico vespertino en Cromwell Road. Hizo una mueca. El dolor había empezado a moverse por su espalda, estableciendo líneas de comunicación con sus piernas, sus brazos y su cuello; con cada parte de su cuerpo.

No supo el tiempo que permaneció allí arrodillado, mirando cómo los árboles echaban brotes, escuchando el ruido de los coches, hasta que por fin Romilly abrió la puerta detrás de él.

Tenía unos cincuenta años y un rostro ascético, casi monacal, y mientras Jericho lo seguía por la amplia escalera le dio por pensar, como le ocurría con frecuencia cuando conocía a personas de esa generación, que su padre habría tenido aproximadamente esa edad si hubiera vivido. Romilly lo hizo entrar en una estancia a oscuras y fue a descorrer un par de pesadas cortinas. La luz inundó una sala de estar llena de muebles cubiertos de sábanas blancas. Sólo había un sofá destapado, y una mesa arrimada a un hogar de mármol. Encima de la mesa había platos sucios; sobre la repisa, dos grandes fotografías enmarcadas en plata.

—Vivo solo —dijo Romilly con tono de disculpa, sacando el polvo con la mano—. No recibo visitas. —Dudó por un instante y luego se acercó a la chimenea y cogió uno de los retratos—. Ésta es Claire —susurró—. La foto fue sacada una semana antes de que muriese.

Una niña alta y delgada con tirabuzones negros sonrió a Jericho.

—Y ésta es mi mujer. Falleció dos meses después que Claire.

La madre tenía el mismo tono de piel y la misma constitución que su hija. Ninguna de las dos se parecía ni remotamente a la mujer que Jericho conocía por Claire.

—Iba conduciendo sola —prosiguió Romilly— cuando el automóvil se salió de una carretera desierta y chocó contra un árbol. El forense tuvo la amabilidad de registrarlo como un accidente. —Tragó saliva y la nuez de Adán pareció saltar en su garganta—. ¿Sabe alguien que está usted aquí?

—No, señor.

—¿Y Wigram?

—No.

—Ya. —Romilly le cogió las fotos y volvió a dejarlas sobre la repisa, situándolas exactamente como habían estado. Miró alternativamente a madre e hija. Luego, sin mirar a Jericho, añadió—: Esto le parecerá absurdo, a mí ahora me lo parece, pero en su momento fue un modo de tenerla de nuevo conmigo. No sé si lo entiende. Quiero decir, la idea de que otra chica de su misma edad estuviera por ahí, utilizando su mismo nombre, haciendo lo que podría haber hecho… Viviendo su vida… Creí que eso podía dar un sentido a lo que sucedió, ¿comprende? Dar a su muerte un propósito después de todos esos años. Estúpido, sí, pero… —Se llevó una mano a los ojos. Pasó un minuto antes de que volviera a hablar—. ¿Qué quiere de mí, exactamente, Mr. Jericho?

Romilly levantó una funda y buscó una botella de whisky y un par de vasos. Se sentaron en el sofá contemplando el hogar sin fuego.

«¿Qué quiere usted de mí, exactamente?».

¿La verdad, tal vez? ¿Una confirmación? ¿Un poco de paz? Un final…

Y Romilly parecía dispuesto a dárselo, como si viera en Jericho un compañero de sufrimientos.

La idea había sido de Wigram, explicó Romilly. Poner un agente en Bletchley Park. Una mujer. Alguien que pudiera vigilar a toda esa colección de extraños personajes, tan esencial para la derrota de Alemania, y tan ajena sin embargo a la tradición del espionaje. De hecho, había destruido esa tradición, convirtiendo lo que había sido un arte —«o, si usted quiere, un juego para caballeros»— en una ciencia de producción masiva.

¿Quiénes y qué eran «ustedes»? ¿Se podía confiar en todos?

Ningún miembro de Bletchley, ni siquiera el jefe supremo, debía saber que ella era una agente. Y era absolutamente vital que tuviese un historial perfecto, de lo contrario podrían haberla confinado en una estación cualquiera en el quinto infierno, y Wigram la necesitaba allí, en el meollo de Bletchley.

Romilly se sirvió otra copa e hizo ademán de llenar la de Jericho, pero al ver que éste tapaba su vaso, suspiró y dejó la botella a sus pies.

Era más difícil de lo que parecía fabricar una persona así, dotarla de vida, con su propio carnet de identidad, sus cartillas de racionamiento y demás parafernalia de la guerra, darle ese historial («una leyenda adecuada», como decía Wigram), sin implicar para nada al Ministerio del Interior y a media docena de agencias del gobierno que lo ignoraban todo sobre el secreto de Enigma.

Pero entonces Wigram se había acordado de Edward Romilly.

El pobre Edward Romilly. El viudo. Apenas conocido fuera del Foreign Office, en el extranjero durante los últimos diez años, estupendamente relacionado, conocedor de Enigma, y, eso era lo más importante, con el certificado de nacimiento de una chica exactamente de la misma edad. Todo lo que se requería de él, aparte de utilizar el nombre de su hija, era una carta de presentación para Bletchley Park. Y ni siquiera eso, puesto que Wigram se encargaría de redactarla. Bastaría una firma, y luego Romilly podría continuar su solitaria existencia, satisfecho de saber que había cumplido con su deber de patriota. Y ofrecido a su hija una especie de vida.

—Supongo que no llegó a conocerla —dijo Jericho—. A la chica que adoptó el nombre de su hija…

—Oh, no. Por Dios. De hecho, Wigram me aseguró que no volvería a oír más del asunto. Puse esa condición. Y así fue, durante seis meses. Hasta que usted telefoneó un domingo por la mañana y me dijo que mi hija había desaparecido.

—Y usted fue rápidamente a llamar a Wigram para informarle de lo que yo le había dicho.

—Naturalmente. Estaba horrorizado.

—Y, lógicamente, exigió saber qué estaba pasando. Y Wigram se lo dijo.

Romilly apuró su whisky y contempló con ceño el vaso vacío.

—El funeral ha sido hoy, tengo entendido.

Jericho asintió.

—¿Puedo preguntar qué tal fue?

—«Porque la trompeta sonará —dijo Jericho— y los muertos resucitarán incorruptibles, y todos seremos transformados…». —Apartó la vista de la fotografía de la chica—. Sólo que Claire, bueno, mi Claire, no ha muerto, ¿verdad?

La sala se fue oscureciendo, la luz tenía el color del whisky, y ahora el que más hablaba era Jericho.

Posteriormente, se dio cuenta de que no le había explicado a Romilly cómo había logrado averiguarlo todo, el cúmulo de pequeños desatinos que habían convertido en disparate la versión oficial, aun cuando admitía que gran parte de lo que Wigram le había dicho debía de ser verdad.

Para empezar, la extraña conducta de Claire —el seguía llamándola así—, y el que su supuesto padre no consiguiera reaccionar ante su desaparición ni se hubiese presentado en su funeral; el rompecabezas que significaba el que hubiesen encontrado su ropa y en cambio no hubiesen dado con su cuerpo; la sospechosa rapidez con que Wigram había podido detener el tren… Todas esas cosas habían acabado encajando en un patrón de lógica implacable.

Aceptado el hecho de que ella era una informadora, todo lo demás venía por sí solo El material que Claire le había pasado a Pukowski había sido filtrado con la aquiescencia de Wigram, ¿no?

—Porque realmente, al menos al principio, no era nada, simples minucias comparadas con lo que Puck va conocía del Enigma naval ¿Qué peligro había? Y Wigram permitió que ella fuese pasándole tonterías a Puck porque quería ver qué hacia este con la información. Necesitaba saber si había más personas implicadas. Era un cebo, si así lo prefiere. ¿Me equivoco?

Romilly permaneció en silencio.

No fue hasta más tarde que Wigram se percato de que había cometido un error de cálculo garrafal; que el asunto de Katyn, y concretamente la decisión de detener la escucha, había empujado a Puck al hoyo de la traición, y que éste había conseguido de alguna manera informar a los alemanes sobre Enigma.

—Imagino que no fue decisión de Wigram parar la escucha.

Romilly negó apenas perceptiblemente con la cabeza.

—De más arriba —dijo.

¿Cómo de arriba?

No quiso decirlo.

Jericho se encogió de hombros.

—Da lo mismo. Desde aquel momento, Puck debió de estar sometido a vigilancia continuada a fin de descubrir quién era su contacto y cogerlos a ambos con las manos en la masa.

»Ahora bien, un hombre al que se vigila las veinticuatro horas del día no está en situación de asesinar a nadie, menos aún a uno de los agentes que se encargan de vigilarlo. A menos que su incompetencia sea espectacular, claro. Cuando Puck descubrió que yo tenía los criptogramas supo que Claire debía desaparecer, pues de lo contrario la interrogarían. Debía desaparecer durante al menos una semana para que él tuviera tiempo de escapar. Y si era más, mejor. De modo que entre los dos escenificaron el asesinato: bote robado, ropas manchadas de sangre a orillas del lago. Puck pensaba que eso sería suficiente para que la policía pusiese fin a su búsqueda. Y tenía razón; a ella han dejado de buscarla. Él nunca sospechó que todo el tiempo había estado traicionándolo.

Jericho tomó un sorbo de whisky.

—¿Sabe? —continuó—, yo creo que él llegó a quererla; ahí está lo irónico del caso. Y tanto debió de quererla que sus últimas palabras fueron, literalmente, una mentira («Yo la maté, Thomas, lo siento muchísimo»), una mentira deliberada, un gesto al borde de la tumba, para darle a ella la posibilidad de escapar.

»Y eso, claro está, fue lo que le dio a Wigram la pista, porque desde su punto de vista esa confesión hacía que todo encajara. Puck estaba muerto. Raposo no tardaría en estarlo. ¿Por qué no dejar a Claire en el fondo de ese profundo lago? Lo único que tenía que hacer para redondear la historia era fingir que había dado con el traidor gracias a mí.

»Por lo tanto, decir que ella aún vive no es un acto de fe, sino pura lógica. Está viva, ¿no es así?

Se produjo una larga pausa.

En algún punto de la sala una mosca se peleaba contra una ventana.

Sí, dijo Romilly, sin esperanza. Sí, él entendía que así era.

¿Cómo era aquello que había escrito Hardy? Una comprobación matemática, como todo problema de ajedrez, para ser estéticamente satisfactoria debe poseer tres cualidades: inevitabilidad, imprevisibilidad y economía; debe «parecerse a una simple y bien definida constelación, no a un grupo desperdigado de estrellas como en la Vía Láctea».

«Bueno, Claire —pensó Jericho—, aquí tienes mi comprobación.

»Aquí tienes mi bien definida constelación».

El pobre Romilly no quería que Jericho se marchase. Al volver de su despacho había comprado comida, dijo. Podían cenar los dos juntos. Jericho podía quedarse a dormir; no sería por falta de habitaciones…

Pero Jericho contempló los muebles disfrazados de fantasmas, los platos sucios, la botella vacía, las fotografías, y sintió de pronto muchas ganas de irse.

—Gracias, pero se me hace tarde —dijo mientras conseguía ponerse de pie—. Hace horas que debería estar en Cambridge.

La frustración se posó en el rostro de Romilly como una sombra.

—Si está seguro de que no voy a convencerlo… —Sus palabras sonaron ligeramente difuminadas. Estaba borracho. En el rellano tropezó con una mesa y encendió una lámpara con pantalla de borlas, luego acompañó a Jericho hasta el vestíbulo—. ¿Intentará dar con ella?

—No lo sé —respondió—. Tal vez.

El certificado de defunción seguía sobre la bandeja de la correspondencia.

—Entonces necesitará esto —dijo Romilly, cogiendo el documento—. Enséñeselo a Wigram. Si lo desea, puede decirle que ha venido a verme. Por si él trata de negarlo todo. Estoy seguro de que entonces le dejará verla. Si usted insiste.

—¿No le causaré problemas a usted?

—¿A mí? —Romilly soltó una carcajada y señaló con un gesto su casa-mausoleo—. ¿Cree usted que me preocupan los problemas? Vamos, Mr. Jericho. Llévese esto.

Jericho dudó, y en aquel instante tuvo una visión de sí mismo, con unos cuantos años más, convertido en otro Romilly, pugnando en vano por insuflar vida a un espectro.

—No —dijo finalmente—. Es usted muy amable. Pero creo que es mejor que esto se quede aquí.

Dejó atrás con alivio la calle callada y caminó hacia el sonido del tráfico.

En Cromwell Place paró un taxi.

La tarde primaveral había hecho salir a la gente. Las amplias aceras de Knightsbridge y Hyde Park eran casi una fiesta: profusión de uniformes, americanos y británicos, de la Commonwealth y del exilio —azul marino, caqui, gris— y por todas partes pinceladas de color de los vestidos de verano.

Ella debía de estar por allí, pensó, en algún punto de la ciudad. O quizá lo habían considerado demasiado peligroso y la habían enviado al extranjero, al menos por un tiempo, para esconderse hasta que todo hubiera quedado relegado al olvido. Se le ocurrió que gran parte de lo que ella le había dicho tal vez fuera verdad, que bien podría ser la hija de un diplomático.

Al llegar a Regent Street vio salir del café Royal a una mujer rubia del brazo de un comandante estadounidense.

Hizo un esfuerzo consciente por mirar hacia el otro lado.

VICTORIA ALIADA EN EL ATLÁNTICO NORTE, rezaba Un cartel de prensa en el lado opuesto de la calle, SUBMARINOS NAZIS HUNDIDOS.

Bajó la ventanilla y sintió el cálido aire nocturno en la cara.

Y entonces ocurrió algo extraño. Mientras contemplaba las calles atestadas empezó a experimentar una clara sensación de… bien, no podía llamarlo felicidad, exactamente. Liberación, era tal vez una palabra más adecuada.

Recordó la última noche que había pasado con ella. Cuando ella se puso a llorar a su lado. ¿Cuál había sido la causa? ¿Remordimiento, quizá? En cuyo caso era posible que ella realmente hubiera sentido algo por él.

«—Nunca hablaba de usted —había dicho Hester.

»—Eso me halaga.

»—Del modo que solía hablar de los otros, hace bien en sentirse halagado…».

Y luego lo de aquella postal: «Queridísimo Tom… siempre te consideraré un amigo… tal vez en un futuro… he sentido mucho saber… las prisas… Besos…».

En cierto modo, era una solución. O, al menos, la mejor solución que él podía encontrar.

En la estación de King’s Cross compró una postal y unos sellos y mandó un mensaje a Hester pidiéndole que fuese a verlo a Cambridge en cuanto le fuera posible.

En el tren encontró un compartimiento vacío y contempló su reflejo en el cristal, una imagen que fue aclarándose paulatinamente a medida que anochecía y la suave campiña iba desapareciendo. Hasta que se durmió.

La entrada principal del college estaba cerrada. Sólo permanecía abierto el pequeño portal, y debían de ser las diez cuando Kite, que dormitaba junto a la estufa de carbón, despertó al oír que la puerta se abría y cerraba. Al levantar el borde de la cortina, vio a Jericho entrar en el patio grande.

Kite salió sin hacer ruido de la conserjería para ver mejor.

La noche era inesperadamente clara —había muchas estrellas— y por un momento pensó que Jericho debía de haberle oído salir, pues el joven se había detenido junto al césped y parecía atento a los ruidos. Pero entonces advirtió que en realidad estaba mirando el cielo. Por el modo en que Kite lo explicó después, Jericho debió estar en aquella posición al menos cinco minutos, volviendo la cabeza primero hacia la iglesia, luego hacia el prado, y finalmente hacia el paraninfo, hasta que por último echó a andar resueltamente en dirección a su escalera para perderse de vista.

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