Enigma

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—¿Cómo? Ni siquiera me habías desabrochado la blusa por completo —se indignó la joven—, ¿O es que en Mitzur hacen los niños a máquina?

Roberts se echó a reír y pasó un brazo por los hombros de Bea.

—Anda, vamos. Otra vez será, no te preocupes.

—Lo dudo mucho —se lamentó ella—. El lugar, la ocasión, el ambiente... Estaba como hechizada. ¿Y tú?

—Estábamos dentro de una pompa de jabón, alguien la pinchó, hizo «puf» y despertamos, eso es todo.

Minutos más tarde, avistaban la masa vegetal tras la cual se ocultaba la astronave. Fuera, Lulú y Fisher estaban muy ocupados en asar dos animales semejantes a conejos, en un fuego de leña seca. Sherix estaba un poco más allá, sentada en un tronco caído, haciendo cálculos en una computadora de bolsillo.

—Nos vamos —anunció «La Gorda»—. En cuanto despachemos el asado, claro.

El vozarrón de Higgins resonó súbitamente a través del hueco en la masa de hierbas que permitía el paso hasta la escotilla.

—Lulú. puede que tengas que dejar ahí el asado —exclamó Higgins—. ¡Todos a bordo! —gritó estentóreamente—, ¡Se acerca una nave sospechosa!

Al oír aquello. Sherix abandonó sus cálculos y se levantó de un salto.

—¡No podemos zarpar! —exclamó.

—¿Por qué no? —dijo Roberts—, La nave tiene potencia suficiente para arrancar las hierbas...

—No lo creas. Están en el período de máximo desarrollo. Mañana empezarán a secarse, pero aún pasarán dos o tres días antes de que se deshagan en polvo sus tallos. En estos momentos, cada tallo tiene la fortaleza de un cable de acero de su mismo grosor.

Roberts, estupefacto, volvió los ojos hacia las plantas trepadoras que envolvían totalmente a la astronave. Habla centenares de tallos, advirtió al primer vistazo.

—Entonces, tenemos que esperar aquí...

—No hay otro remedio, Destry —confirmó la joven.

 

* * *

 

Ocultos por la vegetación, contemplaron el lento descenso de la otra nave, que se posó al fin en el suelo, a menos de doscientos pasos de distancia.

—¿Es mitzuriana? —preguntó Roberts.

—Sí. Privada —contestó Sherix.

—Puede que sean hombres de Bar-Neigh, en misión «muy especial» —opinó Fisher.

—Lo sabremos en seguida, Max, no te preocupes.

—Lo siento, estoy muy preocupado, Sherix.

—Silencio —dijo Roberts imperativamente—. Alguien baja del aparato.

La escotilla se había abierto. Un hombre descendió por la escala desplegada automáticamente.

Avanzó unos pasos. De pronto, se puso las manos a ambos lados de la boca, para hacer bocina, y gritó:

—¡Sherix, sal sin temor! ¡Soy yo, tu prometido!

—¡Onlo! —exclamó la muchacha. Agarró el brazo de Roberts y le miró con ojos muy brillantes—. Es él, él...

Súbitamente, abandonó el escondite y echó a correr hacia el recién llegado. Roberts frunció el ceño.

—Esto no me gusta —rezongó.

—¿Una trampa? —dijo Lulú.

—No sé, quizá esté equivocado, pero...

Fisher se echó a reír.

—Si intentan una jugarreta, les daré algo en que pensar —dijo, a la vez que palmeaba la culata de un rifle semiautomático—. Es de finales del siglo XX. pero construido en el actual, para caprichosos como yo. Funciona de maravillas, os lo aseguro.

—Parece que eres un tipo precavido —comentó Roberts, mientras veía a Sherix fundirse en un estrecho abrazo con su prometido..

—Lo puse en el equipaje, apenas supe el asunto en que nos metíamos. Nunca está de más tener un poco de precaución, Destry.

Sherix se volvió en aquel momento.

—¡Destry, muchachos, venid! —llamó.

Roberts empezó a andar. Fisher meneó la cabeza.

—No me fío —insistió—. Destry, si ves algo sospechoso, date un tirón en la oreja izquierda. Inmediatamente, os echáis al suelo, ¿entendido?

—De acuerdo. Max.

Roberts y los otros tres caminaron hacia el lugar donde estaba la pareja. Onlo Mirrel tenía un brazo en torno a la cintura de Sherix.

—Estos son mis amigos, Onlo —dijo la muchacha, que parecía muy feliz. Después de presentarlos, añadió—: Gracias a ellos, he podido librarme de muchos riesgos, aparte de que consiguieron curarme de los nefastos efectos de la droga que me propinaron.

—Os doy las gracias por lo que habéis hecho en favor de mi prometida —dijo Onlo, un joven muy gallardo y de excelente presencia—. Nunca lo olvidaremos, os lo aseguro.

Roberts contestó con unas frases rutinarias. Onlo se volvió hacia la muchacha.

—Bien, Sherix, ya no tienes nada que temer —dijo—. Podemos volver a Mitzur sin ningún inconveniente. La conspiración ha sido descubierta y Bar-Neigh ha tenido que dimitir. En cuanto a la impostora, por haber declarado en contra del delegado general, se le ha perdonado la pena que debería haber sufrido, aunque, eso sí, será sometida a una operación de cirugía estética, para que desaparezca todo su parecido contigo.

—Oh, Onlo querido —exclamó Sherix, arrobada—. Todo esto parece increíble... ¿Verdad que es maravilloso, Destry?

—Sí, si fuese como lo cuenta tu prometido —respondió el joven.

Onlo frunció el ceño.

—¿Qué quieres decir? —exclamó con acento de enojo—. ¿Acaso dudas de mi palabra?

—Por principios personales, tengo la costumbre de dudar de lo que otros afirman en ciertas situaciones. Sherix, tengo entendido que en Mitzur hay también periódicos, como en la Tierra.

—Sí, claro —contestó la muchacha—. Empezaron a publicarse hará unos cuarenta años, después de la llegada de los primeros terrestres a Mitzur.

—Y hay también, supongo, libertad de prensa.

—Supones bien. Destry, pero, ¿adónde quieres ir a parar?

—La conspiración, si se ha hecho abortar, no es un asunto de poca monta, precisamente. Ha tenido que hacerse público y, como suele decirse, saltar a las primeras planas de los diarios. Onlo —siguió Roberts despiadadamente—, ¿traes contigo siquiera un ejemplar de cualquier periódico para que puedan ser comprobadas tus afirmaciones?

Sherix se desconcertó. Al mirar a su prometido, vio que éste se había puesto pálido.

—Vamos, Onlo, contesta —le apremió.

Mirrel vaciló, mordiéndose el labio inferior. Al fin, se enderezó y sacó el pecho.

—No, no he traído ningún periódico —exclamó—. ¿Para qué? ¿No es suficiente mi palabra? Tú me crees, ¿verdad, Sherix?

Ella se mostraba indecisa. De súbito, pillando a todos por sorpresa, Mirrel saltó sobre Roberts y lo derribó de un tremendo derechazo.

Inmediatamente, lanzó un agudo grito, a la vez que agarraba la mano de la joven.

—¡Vamos, Sherix! ¡Huyamos antes de que sea tarde! —gritó.

La acción había resultado lo suficientemente inesperada, para que nadie tuviera tiempo de reaccionar. Casi sin darse cuenta de lo que hacía. Sherix siguió a su prometido.

Roberts estaba en el suelo, aunque no había perdido el conocimiento. Incorporándose sobre un codo, miró hacia los fugitivos.

Más allá estaba la astronave en que había llegado el prometido de Sherix y en su costado aparecieron de repente cuatro extrañas aspilleras.

Presintió el peligro y se tiró de la oreja izquierda, a la vez que emitía un poderoso grito:

—¡Todos al suelo! ¡Rápido!

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO VIII

 

Higgins cargó con el hombro contra Lulú, tirándola a tierra. Bea estaba a la derecha de «La Gorda» y recibió el impacto de aquellos ciento diez kilos de carne y tejido adiposo. En el mismo instante, cuatro rayos de luz partían de otras tantas aspilleras.

Las descargas pasaron a un palmo escaso de los cuerpos tendidos sobre la hierba. Aun así, Roberts notó el intensísimo calor que desprendían aquellas descargas de calor puro. De haberle alcanzado en el pecho, se habría convertido en carbón casi instantáneamente.

Detrás de ellos tableteó el rifle de Fisher, vomitando disparos que parecían chasquidos de algún látigo gigante. Dentro de la nave se produjo una cegadora llamarada.

El rifle chasqueó incesantemente. Hubo dos fogonazos más y los disparos de la nave cesaron. Pero Onlo y Sherix estaban llegando ya a la escotilla.

La siguiente bala de Fisher fue más rápida que Mirrel y le alcanzó en la espalda, a la altura de la paletilla. Mirrel sintió el dolor en el pecho, a la salida del proyectil, y se encontró sin saber cómo lanzado contra la escala. Aulló y gritó, pero había perdido las fuerzas repentinamente y no se podía mover.

—¡Sherix, atrás! —gritó Roberts.

Fisher puso un nuevo cargador en el fusil y apuntó hacia la nave otra vez. Pero ya no hubo más reacción.

Sherix retrocedió, temerosa. Mirrel trató de volverse hacia ella.

—¡No me dejes! —suplicó.

Roberts corría ya hacia el aparato. La muchacha le miró afligidamente.

—¿Qué hago, Destry? —consultó.

—Ahora ya, nada —contestó él, ceñudo. Agarró a Mirrel por los sobacos y lo apartó de la escala—. Aguarda aquí —añadió.

Higgins, Lulú y Bea corrían ya hacia la nave. Roberts alcanzó la escotilla en cuatro saltos. Desde el umbral, se volvió.

—Hay que curar a ese tonto —dijo.

Luego avanzó hacia el interior del aparato. Olía espantosamente a carne quemada.

Cuatro cuerpos yacían en el suelo, en retorcidas posturas, apenas reconocibles como seres humanos que habían sido. Junto a ellos se divisaban los restos de cuatro pistolas, que habían deflagrado en una indescriptible explosión de calor.

Volvió muy pronto. Sherix y los demás le miraron inquisitivamente.

—Hay cuatro cuerpos carbonizados —dijo Roberts, lacónico.

—¿Cómo es posible eso? —preguntó Bea.

—Toda pistola térmica encierra un generador de temperatura, además del proyector que concentra la descarga calórica. Son unas armas terribles a cincuenta o sesenta pasos, pero tienen la desventaja de su inestabilidad. Un choque de mediana potencia, a veces, incluso, basta que se caigan de la mano al suelo, provoca la súbita expansión del gas térmico contenido a altísimas presiones. Cuanto más, un impacto de bala —Roberts sonrió—. Max tiene una puntería endiablada.

—Pero podían haber disparado más descargas, antes de que Fisher pudiera contestar adecuadamente —objetó Lulú.

—No. Se necesitan algunos segundos para rellenar el dispositivo de disparo. Ese es otro inconveniente de las armas térmicas... de las armas demasiado sofisticadas —concluyó el joven.

Sherix miró a Mirrel, que se retorcía de dolor en el suelo, con la mano derecha en el hombro perforado por el proyectil.

—¿Por qué, Onlo?

—Es inútil que le hagas preguntas —dijo el joven—. Aunque yo ya conozco los motivos de su traición.

—¿Hablas en serio? —preguntó Sherix.

—Claro. Salta a la vista, mujer. Supongo que Bar-Neigh le habría persuadido para que entrase en su juego. A fin de cuentas, la impostora es tu doble exacto. Eres muy hermosa y ella debe de serlo también. ¿Qué más le da casarse con una u otra, si conseguirá llegar a ser príncipe consorte, con todo lo que esto puede significar? ¿Me equivoco, Onlo?

—Me duele mucho... —gimió Mirrel.

—Ahora te curaremos —respondió Roberts—. Ahí viene Max y, si la vista no me engaña, trae en la mano un maletín sanitario.

Fisher llegó y se arrodilló junto al herido. Sus manos se movieron rápida y diestramente. La celulina era, además de cicatrizante y hemostática, anestésica, con lo que los dolores cesaron a los pocos momentos.

Luego, Fisher le dio una palmada en el hombro sano.

—Dentro de cuarenta y ocho horas, estarás como nuevo —dijo—. Tienes suerte, muchacho; ha sido una herida limpia, ya que no tienes ningún hueso interesado.

—Eres muy diestro curando heridas —observó Sherix.

—Es médico —sonrió Bea.

Fisher emitió una risita.

—La medicina es menos divertida que estafar a los incautos —contestó.

—Bueno, los otros están en el infierno. Pero, ¿qué hacemos con este bastardo? —exclamó «La Gorda».

—Sherix es quien debe decidirlo —contestó Roberts—. A fin de cuentas, la conspiración está dirigida contra ella.

—¡Pero Onlo quiso salvarme! —alegó la muchacha.

—¿De nosotros?

Sherix se mordió los labios.

—Sí, tienes razón —admitió—. Está bien, le abandonaremos aquí.

Lulú apuntó al herido con su rollizo dedo índice.

—El jurado te encuentra culpable y el juez te condena a Robinson Crusoe para el resto de tus días —dijo enfáticamente.

 

* * *

 

—Bar-Neigh te está poniendo demasiadas piedras en el camino, niña —dijo Lulú aquella misma noche, mientras preparaba la cena.

—Era de esperar, ¿no crees? —contestó Sherix, muy ocupada en batir media docena de huevos en un cuenco.

—Claro, claro. Si consigue eliminarte, sólo le faltará poner cordones a su marioneta. Bueno, en realidad, ya lo está haciendo. Tu doble está en la capital de Mitzur y todos la estarán viendo y oyéndola, y nadie notará la diferencia. Por lo visto, no le gusta que ocupes tu puesto. ¿Por qué?

—Bueno, resulta que Bar-Neigh no me gusta. No quiero decir como hombre, puesto que tiene casi cuarenta años más que yo. Lo que no me agrada es su afán de poder, espero que sepas entenderme.

—Sí, te entiendo de sobra. Nunca faltan primeros ministros de esa calaña.

—En Mitzur hay un bando, afecto a Bar-Neigh, que planea una expansión colonialista a escala planetaria. Si lo consiguiesen, Bar-Neigh se convertiría en el presidente de la Federación, con un rango superior al de cualquier jefe de estado planetario, incluida yo misma.

—O sea, el amo del cotarro. El Gran Jefazo, ¿eh?

—Exactamente, Lulú. Pero el otro bando, más numeroso.

aunque también más débil en el asunto de la fuerza, opina que los planes de Bar-Neigh, aunque quisiera situarme a mí como presidente de la Federación, son una utopía muy peligrosa, que puede conducir a Mitzur a la peor de las catástrofes. Y en esas estamos, querida.

—Sí, es un problema muy peliagudo. Cuando los menos tienen las armas, se imponen siempre a los más, que están desarmados. Dame los huevos, ¿quieres? —Lulú vertió el contenido del cuenco en la masa de harina que tenía preparada y sonrió—. Espero que me salga bien el pastel —agregó—. Oye. Sherix, si querían eliminarte, ¿por qué no te mataron en lugar de drogarte? Eso es algo que nunca he comprendido...

—Resulta que si tiene una fácil explicación —sonrió la muchacha—. La droga que me aplicaron es el alcaloide de una planta que crece solamente en Mitzur y que se denomina «vyvium». Los nativos de Mitzur, por cierto, comen mucho de esa hierba, que, aunque te parezca mentira, es muy sabrosa.

—Será cosa de probarla —dijo «La Gorda»—. Bien, ¿y qué más?

—Muy sencillo. En contraposición con otras drogas, la «vyvium» resulta neutralizada con el alcohol. La noche en que me habían secuestrado, yo llevaba un par de copas en el cuerpo. Era un vino delicioso, pero muy fuerte. Sentí mucho calor, salí a pasear para despejarme... y entonces fue cuando me atacaron. Como la droga me fue inyectada de inmediato, el alcohol neutralizó sus efectos lo suficiente para evitar mi muerte. Pero luego tuve que soportar las secuelas de la amnesia y la ceguera, aunque ésta también por fortuna sólo temporal.

—En resumen, es una hierba maldita.

—Oh, no, es muy sabrosa. Las patatas fritas también lo son, pero si ingirieses un solo gramo de la solanina, que es su alcaloide, no lo pasarías muy bien que digamos.

Lulú metió el pastel en el horno.

—Bueno, ahora a esperar el éxito o el fracaso —sonrió, en el momento en que Roberts entraba en la cocina—. Jefe, ¿cuáles son tus planes? —inquirió.

Los ojos de Roberts fueron hacia el rostro de Sherix.

—Puesto que estamos en Zatzur, deberíamos llevar a cabo la ceremonia de reconocimiento por parte de sus habitantes —contestó..

—Estoy dispuesta —aseguró ella—, Pero, ¿qué haremos de Onlo?

—Se tomó ya una decisión —respondió el joven heladamente—, Aunque, claro, dado tu rango, tienes el poder suficiente para disponer en sentido contrario.

Sherix hizo un gesto negativo.

—No, que se quede aquí para siempre. —Suspiró profundamente—, Ni por un momento llegué a sospechar de él... Pero tú, sí, Destry. ¿Por qué?

—¿Cómo pudieron localizarnos tan rápida y fácilmente? Que yo sepa, tú no has enviado ningún mensaje a tus simpatizantes. Ninguno sabe tu paradero. ¿O sí te comunicaste con Mirrel?

—No, desde luego, Destry.

—Luego, si llegó hasta nosotros, alguien tuvo que informarle de nuestra posición. Quién pudo ser, no tengo la menor idea, pero lo cierto es que Mirrel vino a tiro hecho.

—Sí, todo lo que dices es cierto —se lamentó Sherix.

—Anímate, muchacha —exclamó Lulú—. A fin de cuentas, el mundo no se ha acabado y hay más hombres que granos de arena en una playa. Con tu cara, tu tipo y tu rango, puedes elegir a tu gusto sin dificultad.

Ella se sonrojó.

—No es tan fácil como crees, Lulú —repuso.

—Yo sí que estoy en dificultades para conseguir un hombre. A menos que no me partan por la mitad, para hacer dos mujeres de cincuenta y cinco kilos cada una, no encontraré jamás un tipo que me mire con ojos de carnero degollado.

Sherix pareció sentirse más relajada y casi se echó a reír. Luego se volvió hacia el joven.

— Destry, ¿qué piensas hacer con la nave de Onlo? —consultó.

—La llevaremos a remolque, por control remoto, claro. Un aparato de reserva nunca está de más.

—Las hierbas que sujetan nuestra astronave empezarán a secarse mañana. Dos días más tarde, se desharán por sí solas. Entonces, volaremos al país de Kol-Um-Mnom. que en nuestro idioma quiere decir «los-hombres-que-ven-sin-ojos».

—Y así se efectuará la ceremonia de reconocimiento.

—Sí, penetrarán en mi mente y sabrán que soy Sherix Ur-Kor’ph, hija de emperador y nieta de emperadores —contestó la muchacha orgullosamente.

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO IX

 

El pueblo estaba situado en las suaves laderas de una serie de colinas, que formaban una especie de anfiteatro natural, de casi veinte kilómetros de diámetro. La nave aterrizó lejos de la zona habitada. Desde las lucernas de la proa. Roberts contempló el espectáculo en silencio.

Las casas estaban dispuestas con cierta regularidad, que, sin embargo, no alcanzaba límites absolutos, lo que habría conferido una inevitable monotonía al conjunto. Todas, según le explicó Sherix, eran de una sola planta y muy sencillas.

—Aquí la vida es fácil —dijo la muchacha—. Casi no hace falta más que alargar la mano para encontrar comida.

—Más la hierba «vyvium», claro.

Sherix señaló un extensísimo campo en el que se veían algunas personas inclinándose a intervalos.

—Ahí tienes hierba suficiente para comerla el resto de tu vida.

—La probaré, por no decir que no conozco su sabor, pero no me gusta ser un vegetariano absoluto.

La hierba tenía un color verde pálido, delicado, muy agradable a la vista. Fisher entró en aquel momento.

—El coche está ya en el suelo —informó.

—Muy bien, vamos allá —dijo el joven.

Agarró el brazo de Sherix y la empujó hacia la salida. Momentos después, estaban a bordo de un coche todo terreno, con ruedas balón, que formaba parte del equipo de la nave. En caso necesario, el vehículo podía salvar también corrientes de agua con demasiada profundidad. El motor era eléctrico, alimentado por generador foto voltaico, potente y silencioso. Momentos después, los seis viajeros se ponían en marcha hacia la ciudad de «los-hombres-que-ven-sin-ojos».

No había caminos apenas, sólo senderos abiertos por el paso de las personas. Algunos nativos volvieron la cabeza hacia ellos, aunque sin demostrar demasiada curiosidad.

Cuando llegaban a las primeras casas, alguien salió a su encuentro y alzó una mano para indicarles que se detuvieran. Roberts frenó de inmediato.

Era una hermosa muchacha alta, de piel tostada, vestida apenas con un ceñidor para el pecho y un trozo de tela en las caderas. El pelo era negro, brillante, muy largo. No había pupilas en sus ojos; sólo una película gris muy claro, casi blanca, que causaba una profunda impresión al verla en un rostro tan bello.

—Soy Anarda —se presentó la joven—. Delegada de Recepción del Consejo de Gobierno de Zatzur. ¿Quiénes sois vosotros?

—Me llamo Destry —contestó el joven, sin añadir el apellido—, y vengo con unos amigos, como séquito de la princesa Sherix, de Mitzur. Sherix viene a pedir el reconocimiento de su alto rango, para poder ser coronada como emperatriz, tal como dispone la ley.

Anarda hizo un leve movimiento de cabeza.

—El Consejo está advertido de que esa petición podía formularse de un momento a otro —contestó—. Seguidme, por favor... a pie.

Los viajeros se apearon del vehículo. Anarda dio media vuelta y empezó a caminar delante de ellos, con paso largo, pero mesurado. Roberts no pudo por menos de admirar la gracia de sus movimientos y la innata distinción que la envolvía como un aura invisible.

Fisher dio un par de zancadas y se emparejó con ella.

—Tengo entendido que no puedes ver. Anarda.

—Así es, Max.

—¿Has nacido ya con ese defecto?

—No. Sin embargo, me quedé ciega antes de cumplir dos años. Por tanto, no recuerdo las imágenes que pude contemplar a tan corta edad.

—Sin embargo, te desenvuelves muy bien...

—No nos hace falta la vista para poder movernos sin la menor dificultad, aunque, claro, en determinadas circunstancias, siempre resulta una desventaja. Pero no nos quejamos; la vida aquí es fácil, amable, no tenemos ambiciones y la paz y la calma reinan constantemente.

—No es mal género de vida —comentó Fisher—, Un poco monótono tal vez... ¿Estás casada?

—Aún no.

—¿Tienes prometido?

Anarda sonrió.

—Mucho te interesan mis asuntos privados —respondió.

—Perdona, no quise molestarte. Era curiosidad, solamente.

—No tengo prometido.

—Sin embargo, un día encontrarás a un hombre de tu agrado...

—Es lógico, ¿no?

Roberts sonrió, al ver lo interesado que Fisher se mostraba hacia la joven nativa.

—Parece que congenian —observó.

—Es lógico. El extranjero y la indígena bella y atractiva —respondió Sherix—, Suele suceder.

Roberts creyó captar cierto tono de despecho en la voz de la joven.

—¿Te molesta?

—No me gustaría que Max acabase un día haciendo algo que pudiese causar daño a Anarda. Mi deber es proteger a los zatzurianos.

—Hablaré con él más tarde —prometió Roberts.

Minutos más tarde, llegaban a una casa espaciosa, con varias habitaciones y una gran sala, sencillamente decorada. Anarda les enseñó una especie de baño, con todos los servicios, incluida una bañera circular de casi diez metros de diámetro.

—Luego os servirán de comer —manifestó—. Si lo deseáis, podéis moveros libremente por todas partes, aunque sin alejaros de la ciudad. También podéis hablar con los nativos; no os impondremos ninguna clase de restricciones.

—Gracias, Anarda —dijo Roberts—. Pero, por favor, una pregunta.

—Sí, desde luego.

—¿Cuándo se efectuará la ceremonia de reconocimiento?

—Ya se os avisará oportunamente. Mientras tanto, disfrutad de nuestra hospitalidad —Anarda se volvió hacia Sherix y ejecutó una profunda reverencia—. Alteza...

Los comentarios estallaron entre los viajeros apenas se hubieron quedado solos. Fisher se mostró indignado de que una joven tan hermosa como Anarda estuviese privada del sentido de la vista.

—Si dispusiese de instrumental adecuado, podría hacerle un examen a fondo... Ella veía al nacer, pero se quedó ciega a los pocos meses...

—Con Sherix, cuando la encontramos en el callejón, no pudiste hacer nada —alegó Lulú.

—No era mi especialidad y yo confiaba en el matasanos que la trató —se defendió Fisher—, Pero esto es distinto... —Se mordió los labios—. Nació con visión normal y luego se quedó ciega... ¿Por qué?

Un nativo apareció de pronto en la puerta, con una enorme bandeja en las manos, llena de provisiones de todas clases y hasta un par de botellas que contenían un líquido rojo.

—La comida —anunció el sujeto, sonriendo agradablemente—. Mi nombre es Typhax —se presentó.

Roberts le cogió la bandeja.

—Sois muy amables —contestó—. Os damos las gracias, Typhax.

Bea se acercó al nativo y le contempló unos instantes, mientras se atusaba el cabello con gesto malicioso. Typhax era un hombre que medía más de un metro noventa, musculoso, perfectamente proporcionado y de cabellos oscuros, aunque no negros del todo. Como los demás zatzurianos, tenía la piel tostada, debido a la escasez de prendas que constituían su indumentaria, sólo una especie de pantalones cortos y unas ligeras sandalias, lo cual permitía el excelente clima del planeta.

—Hola, Typhax —sonrió la joven—. Me llamo Bea.

—Es un placer conocerte. Bea —contestó el nativo.

Lulú se sentó a la mesa.

—Estoy muerta de hambre —confesó—. Eh, ¿qué es esto? —exclamó, intrigada, señalando un gran cuenco, que rebosaba de unas largas tiras de color verde pálido.

—«Vyvium» —dijo Typhax—. Comedla sin temor; es absolutamente inofensiva, muy sabrosa y bastante nutritiva.

Lulú hizo un gesto despectivo con la mano.

—Hierba, bah... —En una gran fuente había algo que parecía un pavo gigante, ya troceado. Agarró un muslo y le hincó el diente—. Esto sí es sabrosoooohhhh... —dijo, con la boca llena.

Roberts se echó a reír. Destapó una botella, llenó un vaso y probó el líquido rojo. Después chasqueó la lengua.

—Un buen vino —elogió.

 

* * *

 

Roberts despertó al día siguiente muy temprano, en la habitación que había sido asignada a los hombres del grupo. En el lado opuesto, Higgins dormía apaciblemente. Faltaba Fisher.

—¿Dónde se habrá metido este hombre? —masculló.

De pronto, se dio cuenta de que había una espesa niebla en el interior de la estancia. Todos los objetos aparecían difuminados, con los contornos borrosos, pero, extrañamente, no se percibía el menor olor a humo de ninguna clase ni se captaba la clásica sensación de humedad que se habría percibido de haber sido una niebla procedente de alguna zona con abundancia de agua. Al cabo de unos momentos, sin embargo, la niebla se aclaró un poco.

Apenas si había salido el sol. Roberts se dijo que Fisher había madrugado demasiado. «No se le habrá ocurrido ir a buscar a Anarda», pensó, mientras golpeaba el costado de Higgins con el pie.

Higgins refunfuñó.

—Déjame dormir...

—Vamos, Neil, arriba; tenemos prisa —exclamó Roberts.

—¿Qué pasa? —preguntó Higgins, sentado en el suelo, con los puños metidos en los ojos.

—Vamos, sígueme; no tenemos un minuto que perder.

Todavía con los ojos cargados de sueño, Higgins caminó detrás del joven, sin tener la menor noticia de las intenciones de Roberts.

—No sé qué me pasa... —se lamentó—. O estoy mal de la vista o hay mucha niebla...

—Todavía no ha salido el sol. Es la niebla matutina, Neil.

—Sí, eso debe de ser.

Media hora más tarde, avistaban las dos naves, una al lado de la otra. La de Onlo Mirrel había sido conducida a remolque, por control remoto, y Roberts la había hecho aterrizar también, en lugar de dejarla en el espacio, en una órbita estable.

Roberts abrió la escotilla de la segunda astronave.

—Vamos, entra, Neil —ordenó.

Higgins le miró con recelo.

—¿Adónde vamos? —preguntó.

El índice derecho del joven se puso vertical.

—Arriba —contestó escuetamente.

 

* * *

 

Al despertarse, Bea notó algo que la hizo lanzar un agudo chillido. Lulú dormía a su lado y despertó, terriblemente sobresaltada.

—¡Bea! ¿Qué te ocurre?

—Apenas puedo ver... —contestó la joven—. No sé qué me pasa...

Sherix estaba en la bañera y salió corriendo, mientras trataba de envolverse con una sábana.

—¿Qué le pasa, Lulú?

—Está chiflada. Dice que no puede ver —refunfuñó «La Gorda».

—Yo veo normalmente —manifestó Sherix.

—Y yo —dijo Lulú—. Pero esta tonta se dio anoche a la bebida...

—No tomé más que un par de copas —protestó Bea—. Tengo una niebla delante de los ojos... muy espesa...

Resoplando fuertemente, Lulú trató de ponerse en pie. Sherix tuvo que ayudarla, tirando de uno de sus brazos con ambas manos.

—Esta grasa me matará algún día —gimoteó—. Sherix, ¿es cierto que en Mitzur podré adelgazar?

—Desde luego —sonrió la muchacha.

—Te perdonaría los dos millones, si me quitases la mitad de peso —suspiró «La Gorda»—. Bueno, voy a llamar a Max, para que vea qué puede hacer con esta tonta.

—Volved pronto —pidió Bea ansiosamente.

Lulú se alejó, mientras Sherix volvía al estanque. A los pocos minutos, regresó Lulú. con la expresión de desconcierto absoluto pintada en su redondo rostro.

—¡No está! —exclamó—. ¡No están ninguno de los tres!

 

* * *

 

La nave orbitó lentamente en torno a aquel objeto que flotaba inmóvil en el espacio. Roberts conectó el piloto automático y luego manejó los controles de las pantallas de visión próxima. Frente al puesto del piloto, se iluminó un rectángulo de un metro de largo por ochenta centímetros de altura.

—¿Qué te parece, Neil? —preguntó.

Higgins contempló aquel objeto, que tenía forma de peonza, con el clavo hacia arriba y bastante alargado. De pronto, tocó una tecla de la consola de mandos y la imagen varió ligeramente. En torno al extraño artefacto, aparecieron una serie de rayas cruzadas, como equis trazadas unas a continuación de otras y de color verdoso muy intenso.

—Una barrera de protección —dijo—. Los infrarrojos la han detectado.

—Entonces, ¿no podremos pasar?

Higgins señaló el vástago que sobresalía del aparato en su cúspide.

—Es preciso desconectar eso —contestó.

—¿Qué supones puede ser?

—La antena receptora.

—¿No estará también protegida?

—Si lo estuviera, no podría captar la señal que debe recibir en un momento dado.

—Entiendo.

—Pero sólo la desconectaremos, sin quitarla. Podría venir alguien a observar desde lejos.

—Sí, tienes razón. ¿Nos vestimos?

—Andando, Destry.

Minutos después, equipados con los trajes de vacío, flotaban en el espacio, en dirección a aquel raro artefacto que, de cerca, resultó ser mucho mayor de lo que creían. La antena medía veinte metros y, en su base, no tenía menos de cincuenta centímetros de diámetro.

Higgins estudió el aparato durante algunos segundos, dando incluso varias vueltas a su alrededor. De pronto, lanzó una exclamación:

—¡Ya lo tengo!

Pendiente de su cinturón, llevaba una bolsa con herramientas. Sacó dos grandes destornilladores y entregó uno al joven.

—Mételo en esta muesca —indicó—. Hay otra en el lado opuesto. Cuando te diga, haz funcionar tus propulsores a un quinto de potencia.

—Está bien.

Segundos después, los dos hombres giraban lentamente en torno a la base del mástil que, apreció Roberts, giraba también.

—En realidad, lo estamos desatornillando —explicó Higgins—.

Cuidado cuando se suelte: tendrás que sostenerlo tú solo, mientras yo opero en la base.

El mástil se inclinó muy pronto. Roberts ascendió lentamente y se agarró con ambas manos al remate en forma de bola, de la que sobresalían numerosas púas, de suaves con tornos, sin embargo, como pequeños conos que no alcanzaban más de cinco o seis centímetros de altura.

Higgins introdujo las manos en el hueco. Trabajó rápida, activa y diestramente y, antes de cinco minutos, había terminado.

—Listo, Destry.

El mástil descendió nuevamente. Luego realizaron la misma operación, pero en sentido inverso.

—¿Ha quedado todo bien? —preguntó Roberts.

Higgins rió con fuerza.

—No he dejado un cable «sano» —respondió.

—Perfectamente. Volvamos abajo, Neil.

Regresaron a la nave. En el camino, Higgins preguntó:

—Destry, ¿cómo lo supiste?

En el interior de su casco, Roberts sonrió sibilinamente.

—Las explicaciones llegarán en su momento —contestó.

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO X

 

Fisher apareció repentinamente en la puerta y su llegada provocó una crisis de histerismo en las mujeres.

—¿Dónde te has metido todos estos días? —aulló «La Gorda».

—Te creímos muerto o algo parecido... —dijo Sherix.

—¡Max! ¡Me estoy quedando ciega! —El alarido de Bea tenía un tono patético difícilmente superado por otro sentimiento.

Fisher no se inmutó y sonrió. Lulú se puso las manos en las caderas.

—Dos semanas —dijo en tono de reproche—. Dos semanas sin dejarte ver... Claro que. ¿ha resultado sabrosa la «luna de miel» con Anarda?

—No hemos llegado aún a ese extremo —contestó Fisher.

De pronto, vio encima de la mesa un cuenco lleno de «vyvium» y lo tiró de un manotazo al otro lado de la sala.

—No volváis a probar jamás esa maldita hierba —exclamó—, Es lo que causa la ceguera.

—¿Estás seguro? —preguntó Roberts, quien salía del baño en aquel momento.

Fisher asintió. Volviéndose hacia la puerta, agitó la mano.

—Anarda, ven.

La nativa se hizo visible. Tenía la piel descolorida y su rostro aparecía más demacrado. Roberts, sin embargo, notó algo que había cambiado en su fisonomía.

La película que cubría sus globos oculares se había hecho casi transparente. Ahora podía ver las pupilas de la joven.

—Max, ¿qué has descubierto? —preguntó.

—Es bien sencillo —contestó Fisher—. Yo lo noté a medianoche, cuando me levanté al. baño. No era normal y empecé a pensar... Bueno, para abreviar me fui a buscar a Anarda y le propuse hacer una prueba, algunos días sin comer una sola brizna de «vyvium». Pero, a fin de no hacer concebir a nadie falsas esperanzas, acordamos marcharnos lejos de la ciudad. Hemos estado viviendo en el campo, a la intemperie... y Anarda no ha vuelto a probar el «vyvium».

—Entonces, ¿recobraré la vista? —preguntó Bea.

—Por completo —aseguró Fisher.

—A mi no me ha pasado nada —declaró «La Gorda»—. Detesto los vegetales... excepto la uva, después de que ha sido convertida en vino.

—Un experimento muy notable —alabó Roberts—, Los nativos te estarán agradecidos mientras vivas.

—No ha resultado fácil, Destry. La hierba crea hábito. No es dañina, salvo en lo referente a la visión; incluso diría que protege de muchas enfermedades y hasta prolonga algo la existencia; es también alimenticia... pero la ceguera no es el precio de las ventajas del «vyvium». —Se volvió hacia la nativa y pasó un brazo por su cintura, con gesto posesivo—. Anarda se me escapó una vez, porque no podía pasarse sin la hierba. Tuve que atarla durante diez días.

—Y ya ha perdido la adicción...

—Estoy completamente curada —declaró Anarda—. Dentro de un par de semanas, podré ver con toda normalidad.

Roberts chasqueó los dedos.

—Claro, se comprende que nacieras con los ojos sanos; pero, en cuanto te destetaron, empezaste a comer hierba...

—Así fue, en efecto —confirmó la nativa.

—Esto creará problemas —intervino Higgins—. Habrá que curar primero a un grupo de nativos, para que se ocupen luego de los restantes... Y quizá cueste muchísimo más cambiar unas costumbres que datan de cinco o seis siglos.

—Aceptaremos ese cambio —dijo Anarda—, En cuanto a mí, jamás volveré a probar la «vyvium».

Un personaje hizo su aparición inesperadamente. Era Typhax.

—Tengo noticias que comunicaros —dijo.

—¡Typhax! —chilló Bea—. Podremos curarnos...

—Te felicito —sonrió c! nativo.

—Y tú también. ¡Mira, Anarda «puede» ver casi normalmente!

Typhax se sorprendió al conocer la noticia.

—Si eso es cierto —declaró cuando estuvo enterado de todos los pormenores del caso—, es el suceso más grande que se ha producido en Zatzur en cientos de años. Pero ahora voy a comunicaros la decisión del consejo de ancianos.

Hizo una corta pausa y añadió:

—El consejo de ancianos ha decidido que la ceremonia de reconocimiento se efectúe en la residencia imperial. Dadas las circunstancias, no puede considerarse una situación normal y si Sherix regresara a Mitzur, declarando haber sido reconocida como princesa legítima, con derecho al título de emperatriz, podrían producirse ciertas... «diferencias de opinión», que no contribuirían en nada a clarificar el ambiente. Por tanto, la ceremonia tendrá lugar exactamente dentro de dos semanas, a contar del día de hoy —concluyó Typhax.

Sherix sonrió.

—No me importa —dijo—. Es más. lo prefiero así. De este modo, si se me reconoce en público, delante de cientos de personas, incluso ante las cámaras de televisión, nadie podrá dudar de que me asisten todos los derechos a ser coronada emperatriz de Mitzur.

Roberts se inclinó profundamente, con una reverencia del mejor estilo cortesano.

—¡Larga vida a la emperatriz Sherix II, de Mitzur! —exclamó solemnemente.

 

* * *

 

—Zarparemos mañana —dijo Roberts aquella misma noche—, Neil, vigila lo todo. No pegues un ojo en toda la noche.

Los dos hombres hablaban a solas.

—¿Temes algo? —preguntó Higgins.

—No podemos descuidarnos un solo segundo. A estas horas, tienen que saber ya que algo le ha pasado a Mirrel, porque no sólo no ha regresado con Sherix, sino que ni siquiera ha enviado un mensaje por superradio. Entonces, se imaginarán que estamos aquí y...

Higgins le guiñó un ojo.

—Deja que me ocupe de vigilar las naves —repuso.

Lulú hablaba en la otra parte de la sala con Anarda.

—Y dices que esos lodos son adelgazantes...

—Nosotros los usamos solamente en casos de extremada inflamación, si alguno se hiere o enferma accidentalmente. Pero también hemos tenido casos patológicos de obesidad por deficiencias hormonales y los hemos curado mediante una serie de sesiones en esos lodos.

—¿Muchas sesiones, Anarda?

—No creas que adelgazarás de la noche a la mañana. Quizá te cueste un año... pero lo agradecerá tu corazón, envuelto en demasiada grasa.

—Bueno... un año...

Sherix la acarició una redonda mejilla.

—Aún no has cumplido los cuarenta. Cuando Neil te vea con cincuenta kilos menos de peso, tendrá que decirte algo muy interesante.

«La Gorda» suspiró.

—Parece un mono... pero es tan fuerte, tan varonil... ¡Neil! ¿Dónde estás? —clamó de pronto.

—Tiene trabajo —respondió Roberts—. Quiero que revise bien todos los mecanismos de control antes de despegar.

—¿Temes algo, Destry? —preguntó Bea.

—No podemos descuidarnos. Conviene ser precavidos, a fin de no vernos en apuros en los últimos minutos. Los enemigos de Sherix son muy peligrosos y no regatearán medios para impedir su reconocimiento.

 

* * *

 

Pasada la medianoche. Roberts se levantó y se vistió. Ahora dormía solo en la habitación. Fisher se alojaba en la casa de Anarda. Higgins estaba vigilando las naves.

Después de vestirse, se dirigió hacia la puerta. Cuando salía, tropezó con una figura humana.

Sonó un grito de susto.

—Sherix —dijo el joven.

—Eres tú. Destry... —Sherix se puso una mano en el pecho—. Me has asustado... ¿Adónde vas? —inquirió.

—Me sentía inquieto. Despegaremos al amanecer y ya no podía dormir, de modo que decidí darme una vuelta por nuestro «astropuerto» privado.

—A mí me sucedía algo parecido. ¿Te importa que te acompañe?

Al contrario, será un placer.

Al salir, ella se apoyó en el brazo de Roberts.

—Destry, hay algo que no te he preguntado hasta ahora —dijo—. ¿Te importa que sea un poco curiosa?

—En absoluto. Habla, no te reprimas.

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