Enigma

Enigma


Capítulo II

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Capítulo II

Abrió los ojos, y se quedó mirando el techo de troncos… Durante unos segundos estuvo así, hasta que reparó conscientemente en el detalle: un techo construido con troncos. Parpadeó. Comprendió que estaba tendida sobre la espalda. Se incorporó. La piel de un animal que no supo identificar, se deslizó por su cuerpo, dejando al descubierto los senos.

Estaba desnuda.

A un lado de la habitación, ardía un fuego. No, no era propiamente una habitación. Era toda una casa. Una cabaña pequeña, en la que, en una sola pieza, se reunía todo: cocina, dormitorio, sala, recibidor… Se quedó mirando, atónita, la única ventana que estaba sin cerrar con las contraventanas: a través de los cristales vio, destacando en la oscuridad de la noche, la nieve. Estaba nevando.

Estaba nevando.

Acabó de sentarse bien en el catre arreglado con pieles. Sí, estaba completamente desnuda. Y aunque afuera nevaba, no sentía frío, seguramente debido al agradable fuego que ardía en la tosca chimenea.

Brigitte se pasó las manos por la cara.

¿Estaba nevando? ¡Pero si era verano!

Separó las manos de la cara, y miró hacia el fuego. Bueno, claro, era verano donde ella había estado, pero allí podía ser invierno. Ahora bien, ¿dónde estaba? Intentó situarse, recordar algo, pero todo lo que consiguió recordar fue el ramo de rosas rojas, su oferta de una de ellas al Simón del helicóptero. Luego, se había vuelto hacia los otros dos, y…

Volvió a parpadear.

La puerta de la cabaña se abrió, entró una ráfaga de aire frío, unos copos de nieve…, y un indio. Brigitte no pudo contener una exclamación.

Sí, estaba viendo un indio. Un indio de lo más clásico, vestido con pieles, portando en la cabeza su penacho de plumas de águila. Su rostro era cobrizo, sus ojos pequeños y oscuros, su nariz aguileña, muy marcada. En la mano izquierda, el indio, vestido con pieles de ante (¡cielos, de ante!), llevaba dos conejos muertos. En la derecha sostenía lo que parecía ser un Winchester 73… ¡Cielos, un Winchester 73!

El indio se acercó, y la miró fijamente, con cierta expresión de orgullo, y dijo algo en un idioma que Brigitte no entendió… Estaba atónita y aterrada. Sabía varios idiomas, pero era incapaz de entender aquél, que sin duda era un idioma indio… Consiguió salir de su estupefacción, y movió negativamente la cabeza.

—No entiendo —murmuró.

—¿Tú bien? —preguntó el indio, en algo parecido al inglés—. ¿Mujer estar bien?

—Sí —parpadeó Brigitte—… Creo que sí. Pe-pero, ¿qué… qué es esto? ¿Dónde estoy?

—Montañas.

—En las montañas… ¿En qué montañas? El indio la miró con desconfianza.

—Grandes montañas —dijo, muy serio—. ¿Hambre?

—¿Eh…? No sé. No sé si tengo hambre… ¿Quién es usted?

El indio se irguió, un ramalazo de orgullo pasó por sus oscuros ojos.

—Yo, Tasuntka Whitko.

Brigitte lanzó una exclamación, y sus ojos se desorbitaron, ¿Tasuntka Whitko? Pero ¿qué le estaba ocurriendo? ¿Estaba soñando, se había vuelto loca, había retrocedido en el Tiempo…? ¡Por Dios, qué tonterías estaba pensando! Y sin embargo, allá estaba un indio que aseguraba ser Tasuntka Whitko, esto es, Caballo Loco, el indio que casi un siglo atrás, en la batalla de Little Big Horn, había matado al general George Armstrong Custer…

—¿Seguro que tú bien? —preguntaba Caballo Loco.

—¿Eh…? Oh, sí, yo bien…

Caballo Loco asintió, al parecer complacido, y se acercó al fuego. Dejó el rifle en un soporte compuesto por dos simples clavos hundidos en un tronco, colgó en un gancho uno de los conejos, y, ante el asombro de Brigitte, despellejó al animal en cuestión de segundos, bajando hábilmente la piel tras hacer unas incisiones en las patas traseras. Arrancó las vísceras del animal, y las tiró a un lado. El otro conejo quedó despellejado y vaciado igualmente en cuestión de segundos.

Brigitte Montfort estaba pensando. Bueno, algo extraño estaba ocurriendo, naturalmente, Pero, cuidado: sólo extraño, no sobrenatural. De eso, nada.

Miró alrededor, y, no viendo sus ropas por parte alguna, decidió utilizar una de las pieles para cubrirse, Se puso en pie, cogió una de las pieles… Caballo Loco se había vuelto vivamente hacia ella, y la contemplaba con cierta desconfianza.

—¿Ser tú quién? —preguntó.

Brigitte tradujo en el acto, mentalmente, la pregunta: ¿quién eres tú?

—Me llamo Brigitte Montfort, soy periodista, y vivo en Nueva York. Caballo Loco mostró una expresión inescrutable, pero en sus ojos Brigitte vio la enorme confusión del indio. Se echó a reír. Caballo Loco se sorprendió, Luego, de pronto, sonrió. Se acercó a ella, miró sus pechos, y asintió, como aprobando.

—Tú, hermosa mucho, pero tener ojos de agua.

La espía más peligrosa del mundo decidió adaptarse a la situación, hasta comprender un poco mejor qué era lo que estaba ocurriendo realmente.

—No son de agua. Son azules.

—Azules… Parecer de agua.

—Bueno, puede que tengan el color del agua de algunos de los hermosos lagos que tú has visto por las grandes montañas. Hermosas aguas azules, como el cielo.

Caballo Loco volvió a asentir.

—Sí, como cielo… Azul… Bonito.

—¡Muchas gracias! —volvió a reír Brigitte. El indio sonrió.

—Hermosa mucho —dijo—. Comer ahora, luego yo tenerte.

—Ya —asintió plácidamente Brigitte—. Vamos, acostarte conmigo, poseerme. ¿Correcto?

—Yo tenerte bien.

—Claro, claro.

—Bueno, de momento, tú comer.

—Sí.

Caballo Loco atravesó un conejo con un palo, y lo colocó sobre el fuego, en unos soportes, acuclillado ante las llamas. Brigitte veía el hermoso casco de plumas, la ancha espalda del indio… Encima de él, en la pared, el Winchester 73. Volvió a mirar a Caballo Loco.

—¿Cómo he llegado aquí? —preguntó.

Caballo Loco se irguió, volviéndose hacia ella.

—Tú casi de frío muerta en nieve. Yo traer aquí.

—Pues muy agradecida. ¿Y mis ropas?

—Ropas, ropas… Ah, ropas… No, tú no ropas, tú desnuda.

—No me digas.

—¿Qué decir?

—Que sí, hombre, que sí.

—Sí —dijo el indio—. Sí, sí.

—Claro.

—Claro, claro.

Brigitte entornó los párpados. ¿Pretendía burlarse de ella aquel… payaso? Especuló sobre su potencia física. Desde luego, no era en absoluto despreciable, pese a que no era muy alto. Sólo tenía que ver sus manos y sus hombros para saber que aquel hombre tenía una fuerza espantosa. Eso era: espantosa.

—Pero apuesto a que no sabes karate, ni judo —dijo.

—¿Qué?

—Nada. Hablemos en serio: ¿dónde estamos?

—Estamos… Ah, sí. Estar en grandes montañas.

—¿Y cómo hemos llegado aquí? ¿En automóvil, en helicóptero, en avioneta…?

Caballo Loco volvía a mostrar en sus ojos aquellas chispas de confusión, pese a que su rostro permanecía inescrutable.

—¿Qué decir? —preguntó.

Brigitte suspiró, y volvió a sentarse en el montón de pieles que hacían de lecho. A lo mejor, hasta eran pieles de bisonte auténtico. Aunque había una de oso. ¿Qué había ocurrido? Ella había llegado a la Central de la CIA, atendiendo la petición de su jefe directo en el Sector New York de la CIA, Charles Alan Pitzer, esto es, el querido tío Charlie. Muy bien, tío Charlie la había dicho que Mr. Cavanagh la necesitaba, y ella había viajado a la Central. Y había llegado. Luego, las rosas. Luego…

Nada más.

Luego, el indio Caballo Loco. Lo miró.

Miró luego de nuevo el rifle.

Lo cierto era que no quería lastimar al indio. Sabía que podía hacerlo, de un modo u otro. Si era un auténtico indio de un siglo atrás (¡qué tontería!) no sería en absoluto enemigo para la agente Baby. Si, como parecía mucho más lógico, no era un indio de un siglo atrás, todo aquello era una comedia en la que, evidentemente no se pensaba lastimar a Brigitte Montfort. Así pues, tenía todas las de ganar.

Pero, de pronto, llegó otro pensamiento a la mente de Brigitte: ¿qué estaba ocurriendo realmente?

Caballo Loco volvió de pronto la cabeza, y preguntó:

—¿Tú no frío?

—No —murmuró Brigitte—, no tengo frío.

—Si tú frío, tú venir fuego.

—Estoy bien aquí, gracias.

—¿Gracias?

Brigitte asintió, frunciendo el ceño. Sí, ésta era la pregunta clave, como había dicho Frankie y ella misma hacía…, ¿cuánto hacía de esto? ¿Cuánto hacía que ella estaba en el despacho de Miky, charlando apaciblemente con éste y con Frankie? ¿A qué distancia estaba de Nueva York? ¿Realmente se hallaba en las grandes montañas…? ¿En las Rocosas, había querido decir el indio? La pregunta clave: ¿qué estaba ocurriendo realmente?

Caballo Loco se había sentado en el suelo frente al fuego, y estaba encendiendo una pipa. Se dedicó a fumar, como si fuese lo más importante de la vida; o quizá, lo único que valiese la pena en la vida. Su apacibilidad, su serenidad, eran tales, que Brigitte sintió una incontenible admiración, casi envidia. Hasta tal punto que no pudo evitar el deseo de gastarle una broma cruel a Caballo Loco.

—El 7.º de Caballería debe de estar cerca —dijo. Los negros ojos la miraron.

—¿Hú?

—El general Custer debe de estar por aquí.

Un gesto despectivo apareció en el rostro del indio, que movió negativamente la cabeza.

—No —dijo—… Cabellos Largos no aquí. Él lejos… Él no subir grandes montañas. No valor.

—Ah. ¿Y qué haces tú aquí? ¿Estás solo?

—Caballo Loco, solo. Caballo Loco pensar.

—¡No me digas!

—¿Hú?

—¿En qué piensas?

—Caballo Loco pensar en rostros pálidos «chaquetas azules». Caballo Loco, ¡fffsss!

Cuando dijo ¡fffsss!, se pasó el borde de la mano derecha, enérgicamente, por la garganta, en el gesto de una degollación. Luego, continuó fumando tan apaciblemente que Brigitte sintió deseos de fumar.

—¿Tienes cigarrillos? —pidió.

—¿Hú?

—Tengo deseos de fumar.

Caballo Loco tendió la pipa hacia ella.

—Tú fumar, si querer.

Brigitte fue a sentarse frente al indio, tomó la pipa, y dio una cauta chupada. Enseguida, comenzó a toser. Caballo Loco la miraba con irónica amabilidad, inmóvil.

—¡Vaya porquería de tabaco! —jadeó Brigitte, entre toses.

—Buen tabaco. Bueno mucho —aseguró Caballo Loco.

Le quitó la pipa, y continuó fumando, con evidente agrado y placer. Brigitte se recuperó, pidió por señas la pipa, y volvió a chupar de ella, sabiendo ahora de qué iba. Esta vez no tosió. Caballo Loco la miró con aprobación.

Durante unos minutos, estuvieron pasándose la pipa, en silencio, hasta que la carga de tabaco se consumió.

—¿Más? —preguntó el indio.

—No, gracias.

—¿Gracias?

—Oye, hablemos en serio, ¿eh? Somos amigos, ¿no es así?

—Amigos —asintió Caballo Loco—. Amigos buenos.

—Estupendo. ¿Cómo te llamas realmente?

—¿Hú?

—¡Tu nombre!

El indio frunció el ceño, y se tocó la frente.

—Mujer hermosa memoria pequeña: yo, Caballo Loco, ya decir antes.

—Y estamos en las grandes montañas, ¿eh?

—Sí, en grandes montañas.

Brigitte comenzó a sentirse irritada. Lo que en definitiva, no podía significar nada bueno para Caballo Loco, desde luego. De todos modos, la espía seguía resistiéndose a hacer daño al indio, de un modo u otro. Ni pensar en dispararle con el rifle, pues podía matarlo. Y una lucha cuerpo a cuerpo con aquel hombre no parecía fácil, a menos que lo sorprendiese.

Bueno, estaba decidido: se las iba a arreglar para colocarse tras él, le iba a aplicar un atemi de judo en el cuello, y una vez el indio estuviese sin sentido, ella revisaría la cabaña, para ver qué encontraba que la ayudase a situarse, a comprender aquella sorprendente, extraña situación que parecía propia de cien años atrás.

La espía se puso en pie, y primero volvió al camastro de pieles, Se quedó mirando la ventana… Eso haría: simularía que iba a mirar caer la nieve desde la ventana, luego se acercaría por detrás a Caballo Loco, le golpearía…

La puerta de la cabaña se abrió de pronto, bruscamente, y entró un remolino de nieve y frío.

En la puerta apareció un hombre alto, de largos cabellos rubios, vestido con un uniforme azul lleno de entorchados, sosteniendo una carabina militar en las manos. Llevaba botas altas, un gran sombrero de alas anchas, perilla… Para Brigitte Montfort fue como si, de pronto, acabasen de proyectar ante sus ojos la más genuina y tópica imagen del general de Caballería George Armstrong Custer, tantas veces visto en su niñez en cómics, luego en ilustraciones de libros de texto, en películas…

Caballo Loco se había puesto en pie de un salto, perdida velozmente su impasibilidad, y, tras mirar al recién aparecido, saltó hacia donde estaba el rifle. Lo agarró con ambas manos, se volvió emitiendo un espeluznante grito de guerra, y comenzó a apuntar al general Custer.

Éste disparó con la carabina. Caballo Loco volvió a gritar, ahora de dolor, y se tambaleó. El general Custer volvió a disparar, y otro manchurrón de sangre pareció explotar en el pecho de Caballo Loco, que esta vez saltó hacia la chimenea, rebotó en el borde, y cayó de bruces, perdiendo el rifle. Ya en el suelo, todavía el indio se arrastró hacia donde había caído el rifle… Custer volvió a disparar, y la espalda del indio estalló en sangre. Todo el cuerpo vibró un instante antes de que Caballo Loco, abatiendo la cabeza, quedase inmóvil.

Custer entró en la cabaña, mirando con tensa sonrisa a Brigitte.

—¿Estás bien, querida? —preguntó.

—Muy bien —dijo Brigitte—. Gracias por venir a salvarme. Pero esto no tiene sentido —señaló a Caballo Loco—: es él quien tiene que matarte a ti en Little Big Horn. Eso es Historia, George.

—Entonces, me he adelantado a la Historia —sonrió el general Custer—. Salgamos de aquí.

—Me parece muy bien —asintió Brigitte. Se puso en pie.

Inmediatamente, el mundo pareció girar un millón de veces en una millonésima de segundo. Todo se tornó negro, todo giró, y, de nuevo, la última sensación de la mejor espía del mundo fue que se hundía en un negrísimo pozo sin fin…

En la oscuridad, pero como muy lejos, oyó una voz conocida. Muy conocida.

—Pero… ¿qué es lo que tiene? —decía la voz.

La voz que contestó no era conocida.

—Todavía no lo sabemos. En principio, parecen lipotimias sin importancia. Desvanecimientos. Sin embargo, sus delirios son constantes, lo que nos hace temer que la cosa sea mucho más grave de lo que parece.

—¿Grave? ¿Hasta qué punto?

—Lo ignoramos, Pero es francamente preocupante, Cavanagh.

Ah, sí. Era la voz de Mr. Cavanagh la que había identificado enseguida. Bueno, si Cavanagh estaba por allí, las cosas no podían ir demasiado mal.

Sumida en la oscuridad más absoluta, Brigitte sonrió al recordar cómo había conocido a Cavanagh, años atrás, cuando él era un agente de acción de primerísima categoría, y ella era poco más que una novata en el espionaje mundial. Sin embargo, ella le había salvado la vida a él, que estaba acorralado en un callejón, con una bala en una cadera. Sí, ella lo había sacado de allí, le había salvado la vida…, y él nunca lo había olvidado. Y no sólo era agradecido, sino que, como Pitzer, y como muchos otros espías, la amaba, a su manera.

—¿Y qué pueden hacer? —preguntaba en aquel momento la voz de Pitzer.

¡Ah, el buen tío Charlie también estaba allí! Sí, todo iba bien, no tenía por qué preocuparse.

—Todo lo que podemos hacer, por ahora, es tenerla en observación, mientras trabajamos en los análisis y electroencefalogramas. Desde luego, su estado físico general es bueno. Mejor dicho, es óptimo: su corazón funciona como una máquina, es perfecto; nos tiene sorprendidos. La tensión sanguínea es normal: doce/siete. Pulmones, bronquios, hígado, estómago…, todo parece funcionar a la perfección. De modo que sea lo que sea lo que le ocurre, nos tememos que sea en la cabeza.

—¿Qué quiere decir? —Casi gimió Pitzer.

—Bueno… Entre nosotros no vamos a engañarnos, ¿verdad? Yo sé que la señorita Montfort es la agente Baby, así que podemos hablar claro.

—Pues hágalo —gruñó Cavanagh—, porque nosotros no estamos entendiendo nada.

—En efecto —gruñó también Pitzer.

—Muy bien —oyó la voz desconocida—… ¿Hasta qué punto tienen ustedes en activo a la señorita Montfort? O mejor dicho: ¿con qué frecuencia realiza ella trabajos para la CIA?

—Pues… la verdad es que… con mucha frecuencia.

—¿Cuánta frecuencia?

—Bien… Digamos que aún no ha terminado un trabajo cuando ya prácticamente se le está encargando otro. Precisamente, cuando se desvaneció en el prado de la Central había acudido a una llamada mía para…

—Escuche, Cavanagh, esto es demasiado. Están abusando de la fortaleza física y mental de un simple ser humano, ¿lo entiende? Cierto, la señorita Montfort está sanísima físicamente, y juraría que su corazón puede soportarlo todo… Pero el cerebro es un mecanismo mucho más delicado. En mi opinión, ella está… recibiendo demasiados choques mentales.

—Entiendo. ¿Cuáles pueden ser las consecuencias?

—¿Las consecuencias? Se lo diré dentro de un día o dos… Es demasiado pronto para hablar de eso. Mi opinión personal es que la cosa, considerando las facultades de la señorita Montfort, no será demasiado grave, pero ya veremos. Lo que sí aconsejo desde ahora mismo es que cuando ella salga de este aprieto, la olviden durante una temporada. ¿Está claro? ¡Demonios, que la CIA se arregle sin ella!

—Pero ¿se pondrá bien? —insistió Pitzer.

—Esperemos que sí. En realidad, el hecho de que delire me tranquiliza un poco. Es como si tuviera simples pesadillas que le llegan debido al agotamiento nervioso.

—¿Qué clase de pesadillas?

—Se van a reír. Juraría que ella ha estado soñando con el general Custer.

—¿El general Custer? —murmuró Cavanagh—. No recuerdo a ningún general de ese nombre…

—¿No recuerda usted al general George Armstrong Custer?

Hubo un silencio de pasmo. Luego, una exclamación.

—¡¿Con ese general?! ¡Pero si…!

—Conozco la historia de nuestro país —cortó el médico—… Y sé que el general Custer murió hace casi un siglo. Pero ella lo ha estado mencionando. Y también ha mencionado a Caballo Loco.

—Dios mío…

—Creo que debemos salir de aquí, para que descanse lo más profundamente posible.

—¿No podríamos quedarnos uno de nosotros?

—No, Lo siento, pero no. Ella está dormida ahora, y quiero que descanse. Pero si lo desean, pueden quedarse en otras habitaciones. Mientras tanto, nosotros…

La voz se fue alejando. Se esfumó, tras oírse el sonido de una puerta al ser cerrada. Seguramente, la cerraron con mucho cuidado, pero el fino oído de la espía más peligrosa del mundo captó el sonido. Aquel oído le había salvado la vida en más de una ocasión.

Lo aguzó, quiso oír más cosas, pero no lo consiguió. El silencio era absoluto. Desde luego, Brigitte sabía que no estaba dormida, puesto que había escuchado la conversación. Pero si estaba despierta… ¿por qué no veía nada? ¿O quizá tenía los ojos cerrados? Movió los párpados, varias veces. Supo perfectamente cuándo los cerraba y cuándo los abría. La oscuridad era siempre la misma.

Movió las manos, y se tocó la frente. Pero le pesaban los brazos como si fuesen de plomo. Se tocó los senos. Ah, esta vez estaba vestida… Bueno, seguramente era un camisón de la clínica… Claro, estaba en la clínica privada de la CIA, adonde tantas veces había ido, ya fuese por ella misma o por compañeros heridos. De pronto, recordó al Gran Khan[2], al que ella había visitado allí mismo hacía tiempo, tiempo, tiempo. Había sido terrible lo que le había sucedido a Gran Khan, y sólo gracias a ella todavía se habían podido recoger sus despojos para intentar reunirlos en aquella clínica. ¿Le estaba sucediendo a ella lo mismo que a Gran Khan, el hombre que había dirigido una de las Escuelas de la Muerte de la CIA?

Esta posibilidad, la aterró.

Pero no, no podía ser, porque ella estaba coordinando perfectamente. Ahora comprendía lo de Caballo Loco y el general Custer: ¡había sido un sueño, una pesadilla! Pero ¿realmente? Lo recordaba todo con tal nitidez como si hubiera sido una experiencia vital, real, no un sueño. ¿Cómo podía ser un sueño algo que ella recordaba con tal perfección? Los sueños se recuerdan vagamente, sólo detalles más o menos básicos.

En cambio, ella lo recordaba todo, detalle por detalle. Como si lo hubiese vivido.

Pero, evidentemente, no lo había vivido. ¿Lipotimias? ¿Ella tenía desvanecimientos? Jamás había padecido este tipo de cosas, Claro que… todo empieza a suceder alguna vez. Quizá tenía razón el médico al que había oído hablar: era posible, sí, que últimamente estuviese trabajando demasiado. Y con demasiada tensión. Por ejemplo, el último caso, el del Canal URSSA. En este caso había conseguido algo que también parecía un sueño: no había habido un solo muerto. Pero, ciertamente, la vida del querido Frankie había estado en peligro…

¿Quizás era eso? ¿Quizá la tensión inconsciente de saber que Frankie estaba en peligro, aunque fuese relativo, había dado lugar a aquel desvanecimiento? Un ser humano no es una máquina…

De pronto, Brigitte supo que se iba a dormir. Y, en efecto, se durmió.

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