Enigma

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Capítulo IV

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Capítulo IV

—¿Sigue negándose a comer?

La pregunta llegó como flotando en ondas de aire. Alguien la había formulado, en idioma inglés, pero con un acento extranjero muy peculiar, que ella recordaba vagamente…

De pronto, vio a los dos chinos.

Estaban de pie ante ella. Uno sostenía una bandeja con comida, y el otro empuñaba una pistola automática, que apuntaba a su pecho. Brigitte hizo un movimiento, que quedó detenido enseguida por las cuerdas que la amarraban a algo. Volvió la cabeza, y vio las argollas de hierro clavadas en el suelo, en el que ella estaba sentada, en postura bastante incómoda. Consiguió moverse para acomodarse, y, mientras tanto, estaba viendo sus piernas, de color negro…

No, no es que fuesen negras. Es que llevaba una indumentaria especial, una malla negra que cubría todo su cuerpo, moldeándolo de tal modo que sus formas destacaban como si estuviese desnuda. Miró alrededor. Estaba en una pequeña habitación, que sólo tenía una ventana, pero que estaba oculta por un par de sacos vacíos clavados alrededor del marco.

Volvió a mirar a los dos chinos, que la contemplaban con curiosidad y desconfianza a la vez.

—¿Dónde estoy? —murmuró.

—¿Quiere comer o no? —preguntó de nuevo el mismo chino de antes.

—No… No tengo apetito.

—Como quiera —gruñó el chino—. Pero le aseguro que no va a conseguir sus propósitos.

—¿Qué propósitos?

—Morir de hambre antes de que encontremos el medio de sacarla de Estados Unidos. Aunque usted se niegue a comer, nosotros la iremos alimentando por vía intravenosa, de modo que tiene por delante una larga vida… Al menos, la suficiente para nosotros. Y quítese de la cabeza que sus amigos la encuentren.

—¿Qué amigos?

El otro chino habló de pronto, al parecer irritado:

—Escuche, señorita Connors, a nosotros no nos gusta perder el tiempo en tonterías. Aunque usted ha negado ser la agente Baby de la CIA incluso cuando le hemos inyectado el pentotal, nosotros sabemos que usted es Baby, y que se llama o dice llamarse Lili Connors. ¿De acuerdo?

—Estoy muy confusa… No sé qué me pasa…

—Bueno, usted se metió con Ling Lao, y eso la ha colocado en esta situación. ¿Recuerda eso?

—¿Quién es Ling Lao?

Los dos chinos se quedaron mirándolo hoscamente. Luego, dieron la vuelta, salieron de la pequeña habitación, y cerraron la puerta. Brigitte oyó la cerradura al ser girada. Estuvo inmóvil unos segundos. ¿Lili Connors? Bien, éste era uno de los muchos nombres que utilizaba, desde luego, pero… si estaba utilizando este nombre debía llevar una peluca rubia, o haber utilizado uno de los tintes rápidos especiales de Mc Gee para teñirse el cabello. Movió la cabeza, y vio oscilar ante sus ojos unos mechones de cabellos rubios. Ah, estaba teñida de rubio… Acto seguido, tan sólo moviendo los párpados, supo que llevaba lentillas de contacto.

Bien… La cosa, en principio, iba tomando sentido, forma. Ella, Brigitte Montfort, alias Baby, había adoptado la personalidad de Lili Connors, tantas veces utilizada, para hacer algo relacionado con un chino llamado Ling Lao. Ling Lao… Forzó la memoria, pero no recordó el nombre. No sabía quién era el tal Ling Lao. Lo que sí podía deducir era que si ella había ido en busca de Ling Lao era porque éste estaba tramando algo malo. Algo malo, pero… ¿qué?

La puerta del cuarto se abrió de nuevo, apareció el hombre de la pistola, enseguida el otro, empuñando también una pistola ahora, en lugar de portar comida, y, a continuación, entró otro chino. Brigitte comprendió en el acto que aquel chino era Ling Lao, pero, al mismo tiempo, quedó estupefacta al verlo.

Era delgadísimo, de estatura inferior al metro sesenta, completamente afeitada su cabeza, y vestía una túnica de color violeta muy llamativa, que le llegaba hasta los pies. No se le veían los ojos, porque llevaba unos lentes de cristales oscuros… Los lentes más sorprendentes que Brigitte había visto jamás utilizados por un ser del género masculino: la montura era de color rojo, y estaba construida de tal forma que parecía que Ling Lao llevase una gran mariposa posada en el rostro. Era de lo más exótico y extravagante.

—¿Se encuentra bien? —preguntó Ling Lao, con voz amable, educada, en perfecto inglés.

—¿Usted es Ling Lao?

—En efecto. Pero no entiendo por qué pregunta lo que ya sabe, señorita Connors.

—La verdad es que no me encuentro muy bien.

—Ah, eso lo creo perfectamente, considerando que lleva más de tres días negándose a comer. Es una tontería por su parte, algo muy ajeno a su inteligencia, ¿no le parece?

—¿Llevo tres días sin comer?

Ling Lao permaneció en silencio unos segundos, y Brigitte se lo imaginó mirándola con el ceño fruncido. Pero no podía ver sus cejas, ni sus ojos. Sólo la diminuta boca, moviéndose de un modo peculiar, extrañísimo, como si estuviese haciendo las palabras con los labios, en lugar de simplemente pronunciarlas.

—Entiendo que está usted dispuesta a dificultar las cosas —dijo por fin Ling Lao—, y supongo que está intentando dar largas al asunto, esperando que sus compañeros de la CIA, sus Simones, puedan encontrarla. Será mejor para usted que renuncie a esa posibilidad. Bien cierto es que hay más de dos mil agentes de la CIA buscándola por todos los Estados Unidos continentales, en la certeza de que no hemos podido sacarla del país, pero, convénzase: no la encontrarán. Y como ya sabe, los chinos tenemos mucha paciencia. La suficiente para esperar el momento adecuado para sacarla de aquí rumbo a China.

Brigitte, que estaba siguiendo la conversación como una autómata programada, sonrió de pronto.

—Creo haber oído eso antes de ahora.

—¿Qué?

—Usted quiere llevarme a China, los rusos a Rusia, y así sucesivamente con toda una serie de espías de poca importancia. Pero hasta el momento, señor Lao, no he sido llevada a ningún sitio… al que yo no haya querido ir.

—Magnífico —se estiraron en extraña sonrisa los labios de Ling Lao—: observo que está recuperando usted su altivez inicial de cuando la capturamos.

Eso me proporciona la esperanza de que también recupere su inteligencia habitual, y se avenga a razones. Mire, nosotros estamos… admirados de su resistencia a la droga. La hemos inyectado en su cuerpo en cantidades incluso alarmantes, y pese a eso no hemos conseguido que nos diga lo que queremos saber.

—Debo de estar inmunizada.

—O muy bien entrenada. De acuerdo. En vista de nuestro fracaso con las drogas, vamos a pasar a procedimientos menos sofisticados, pero quizá más productivos. ¿La asusta a usted el dolor físico?

—Sí.

—Eso es normal. Y llegados ya a una situación que parece razonable, insistiré en mi pregunta: ¿cómo me encontró usted?

—Lo ignoro.

La diminuta boca de Ling Lao pareció comprimirse.

—Señorita Connors, tenemos mucho tiempo para ir aplicándole a usted torturas chinas que por el momento no constan en ningún… manual conocido. Pero le ruego que no nos obligue a ello. Vamos, sea consecuente: ¿quién le informó de mi existencia y paradero?

—No lo sé. A decir verdad, ni siquiera sé de qué me habla.

—Es usted irritante, de veras.

—Lo siento, pero le estoy diciendo la verdad.

—Veamos… Como usted bien sabe, mi misión en Estados Unidos consiste…, mejor dicho, consistía, ya que usted la ha estropeado con su intervención, en organizar el asesinato simultáneo a ser posible de todos los consejeros habituales de la Casa Blanca, con vistas a dejar al señor Nixon sin apoyo para atender…

—¿El señor Nixon? ¿Qué señor Nixon?

—El señor Richard Nixon, presidente de Estados Unidos, naturalmente. Brigitte cerró los ojos.

¿Nixon? Por un instante, su cabeza dio vueltas… ¿Nixon? ¿Cuánto hacía que Richard Nixon había dejado de ser presidente de los Estados Unidos de América…? Bueno, al dimitir él, había ocupado su puesto Gerald Ford, durante un año y poco más. Luego, había ocupado la presidencia James Carter, en la que llevaba algo más de tres años, o sea…

Abrió los ojos.

—¿Pretende burlarse de mí? —murmuró.

—¿Burlarme de usted? —preguntó Ling Lao—. ¿Qué quiere decir?

—El presidente de Estados Unidos en el señor Carter.

—El señor Carter… ¿Quién es el señor Carter?

Brigitte se pasó la lengua por los labios.

—¿En qué año estamos? —preguntó.

—Curiosa pregunta. Pero si pretende hacerme creer que ha perdido la memoria, y que…

—¿En qué año estamos? —insistió Brigitte.

—En mil novecientos setenta y tres, naturalmente.

—No… No. Estamos en mil novecientos setenta y nueve…

—Realmente, está usted… deteriorando mi paciencia, señorita Connors. Mire, nosotros tenemos dificultades para salir de Estados Unidos porque queremos llevarla con nosotros a China. Pero si la descuartizamos ahora y aquí le aseguro que nuestras dificultades habrán terminado. ¿Es eso lo que está tratando de provocar? ¿Que la matemos?

—No deseo morir de ninguna manera. Pero estamos…

—¡Ya basta! ¡Estamos en mil novecientos setenta y tres, el presidente de Estados Unidos es Richard Milhous Nixon, y usted es nuestra prisionera! ¿Cómo ha llegado hasta nosotros? ¡Eso es lo que queremos saber! Nosotros estábamos preparando el asesinato simultáneo de todos los consejeros del señor Nixon, a fin de dejarlo inerme para cuando sostenga una entrevista privada con uno de nuestros políticos que tiene como misión básica engañarlo de tal modo que China obtenga determinados privilegios políticos en su acercamiento a Estados Unidos. Ése era nuestro plan, nuestro objetivo, y usted lo ha estropeado… De acuerdo, para eso trabaja con la CIA. La felicito. Pero ahora, señorita Connors, yo quiero saber cómo me encontró, cómo supo de mi existencia. ¿Está lo bastante claramente explicado para usted?

—Sí… Sí.

—Muy bien. ¿Cuál es su respuesta?

—No tengo respuesta, lo siento.

Ling Lao soltó un suspiro profundo, tan fuerte que pareció un resoplido.

—Vamos a ver si la ayudo a concentrarse. Nosotros tenemos en Washington una célula compuesta por un total de catorce miembros del Lien Lo Pou que han estado trabajando en la preparación de esos asesinatos simultáneos. Es evidente que si la CIA y consecuentemente usted han llegado a conocer el plan, es porque alguien se lo ha dicho. Obviamente, ese alguien sólo ha podido ser uno de los miembros de la célula preparatoria de la acción. Es decir, que tenemos en la célula de Washington un traidor que no sólo ha delatado el plan que me trajo a mí aquí, sino que, lógicamente, habrá delatado también a los demás miembros de la célula, que si no han sido detenidos ya es precisamente porque la CIA está a la expectativa de lo que ocurre con usted. Incluso es posible que estén esperando que el traidor que ya antes les ha servido consiga enterarse de dónde está usted, a fin de venir a rescatarla. ¿Lo entiende?

—Desde luego, pero…

—¡Queremos saber el nombre de ese traidor! —gritó de pronto Ling Lao—. ¡Queremos saberlo, para avisar a los demás de que todavía pueden intentar escapar, y para matarlo a él como a un maldito cerdo! ¡Y no me diga que no entiende esto!

—Lo entiendo perfectamente, pero le aseguro que no tengo en mi memoria ningún registro con esos datos. De veras.

—¿Registro de datos en su memoria…?

—Quizá las drogas que ustedes me han inyectado han dañado mi mente, de un modo u otro.

Ling Lao volvió a suspirar, ahora lentamente y en silencio.

—Está bien. Ya que así lo quiere, será sometida a tortura. Y vamos a empezar por la parte que usted menos se imagina… Oh, no, no tema, no vamos a violarla, no vamos a utilizar la violencia del sexo con usted. Es decir, la idea es… imposibilitarla para siempre en lo que al uso del sexo se refiere; le vamos a amputar la parte más… sensible de su órgano genital. ¿Me he explicado?

Brigitte había palidecido. Su mente se forzó con desespero en busca de una solución. Debía de estar soñando, desde luego, pero aun así, la extirpación que Ling Lao había anunciado le iba a resultar dolorosa, terrible, traumática. Claro que cuando despertase todo estaría bien, pero era un sueño demasiado horrible…

—Quiero despertar —jadeó—… ¡Quiero despertar!

Los tres chinos, que se habían acercado a ella, se quedaron inmóviles, atónitos.

—¿Qué dice? —preguntó Ling Lao.

—¡Quiero despertar, quiero que ustedes desaparezcan, no quiero seguir con esto, NO QUIERO, NO QUIEROOO…!

Hubo un cambio de miradas entre los chinos, parecía que de desconcierto. Pero duró poco el desconcierto. Ling Lao hizo un gesto, y los otros dos se acercaron más a Brigitte…

En la puerta del cuarto se oyó un grito. Los tres chinos se volvieron vivamente, respingando.

Plop, plop, plop, plop, plop, plop…

En la puerta, dos hombres armados de pistolas provistas de silenciador dejaron de disparar cuando los tres chinos quedaron en el suelo, amontonados, con manchurrones de sangre en sus cuerpos. Ling Lao había rebotado sobre Brigitte, y ahora, tendido de lado, alzaba la cabeza y la miraba. Sus lentes habían saltado, y la espía pudo ver sus ojos, de color blanco… ¡Dios mío, unos ojos de color blanco, blanco, blanco…!

Plop.

Ling Lao emitió un gemido, su cabeza se abatió. Por un lado de la boca le salió un chorrito de sangre, que goteó hacia el suelo…

Brigitte desvió la mirada hacia la puerta. Los dos hombres estaban todavía mirando a los chinos, para disparar de nuevo si observaban la menor señal de vida. Mientras tanto, Brigitte identificó a los dos hombres: eran los Simones que la habían recibido cuando ella llegó a la Central en el helicóptero, los que le habían regalado un ramo de rosas rojas… Los dos Simones se acercaron, y se acuclillaron delante de ella.

—¿Se encuentra bien? —jadeó uno de ellos.

De nuevo miró Brigitte hacia la puerta, donde aparecía más gente. Parpadeó al distinguir al piloto del helicóptero que la había llevado a la Central. Simón-Helicóptero entró precipitadamente, y detrás de él lo hicieron Cavanagh y Pitzer. Brigitte lanzó una exclamación de sorpresa y alegría. El piloto del helicóptero colocó ante ella un ramo de rosas rojas.

—Sabía que podríamos salvarla, así que le traje esto… con todo mi amor.

¡Qué bien olían las rosas…!

Y de pronto, la agente Baby volvió a perder la noción de todo, absolutamente de todo.

No supo nada de nada.

No vio nada. No oyó nada.

Fue como si dejase de existir.

—Le hemos traído unas flores…

Era la voz de Cavanagh de nuevo, pero él no tenía flores en las manos. Las flores flotaban junto a él. Pero de pronto, al acercarse más el ramo a su rostro, Brigitte vio, tras las rosas rojas, el de Charles Alan Pitzer, y oyó su voz, un tanto temblorosa.

—¿Cómo está, Brigitte?

La mirada de la espía se desvió, se alzó hacia el blanco techo. Cerró los ojos.

Seguramente, estaba soñando dé nuevo. Creía haber visto el rostro de Mr. Cavanagh, y el de tío Charlie. Y tío Charlie le ofrecía un ramo de rosas rojas… Igual que había hecho Simón-Helicóptero en el sueño, después de que los otros dos Simones matasen a Ling Lao y a los otros dos chinos. Ah, sí, los chinos… Los chinos que habían entrado en Estados Unidos para asesinar a los consejeros del presidente Nixon, ahora recordaba. Y lo recordaba perfectamente, con aquella sorprendente nitidez.

Muchas veces, como todo el mundo, Brigitte Montfort había soñado, pero siempre los sueños eran imprecisos en general, y sólo quedaba el recuerdo del detalle importante. O a veces, ni siquiera un detalle importante, sino el motivo central del sueño. Y a veces había soñado cosas extraordinarias, fantásticas, unas veces agradables, otras desagradables… Pero sólo quedaba, finalmente, eso: el recuerdo, ya fuese agradable o desagradable. O mejor aún, no el recuerdo, sino la impresión, la sensación de algo agradable o desagradable.

En cambio, recordaba perfectamente a Ling Lao, a los otros dos chinos, a los Simones… ¡Y había visto también a Cavanagh y Pitzer!

Abrió de nuevo los ojos, parpadeó repetidamente… ¡Oh, sí, ahora veía, no estaba sumida en aquella negrura que parecía eterna y totalitaria! Ahora, si cerraba los párpados no veía, pero si los abría sí veía. Esto era lo normal, no antes…

—¿Se siente bien, querida?

Desvió la mirada del blanco techo, y vio el rostro angustiado de Pitzer muy cerca del suyo. Un poco a la izquierda y sólo un poquito más alejado, vio el de Cavanagh.

—Tío Charlie… ¿Dónde estoy?

—En nuestra clínica… Todo va bien, Brigitte, todo va bien.

—Estará completamente restablecida muy pronto —dijo Mr. Cavanagh. Brigitte suspiró hondo, y asintió; veía en la ventana con sobrias y elegantes cortinillas el resplandor solar de un hermoso día.

—¿En qué año estamos? —preguntó de pronto Brigitte.

—Vamos, querida, vamos… Descanse. Nosotros nos vamos enseguida. Sólo hemos querido verla unos segundos…

—¿En qué año estamos?

—Bueno, en mil novecientos setenta y nueve, claro está.

—Sí… Ése es el año. ¿El señor Carter es nuestro presidente?

—Naturalmente.

—Sí, así es —suspiró ella—… ¿Qué sabemos del señor Nixon?

Ni Pitzer ni Cavanagh contestaron. Brigitte dejó de mirar hacia la ventana para mirar de nuevo a los dos hombres que, además de impartirle órdenes, o mejor dicho, instrucciones sobre las misiones a cumplir, eran sus buenos y queridos amigos personales.

—¿Está bien el señor Nixon? —insistió.

—Suponemos que sí.

—Me alegro… ¿El señor Carter también? ¿Y sus consejeros? ¿Todos?

—Sí, sí, en efecto… Todo va bien, Brigitte.

—Me alegro mucho, sí. Incluso por el señor Nixon. Creo que no debemos ser rencorosos en exceso. Claro está, yo nunca volvería a confiar en el señor Nixon para asuntos de importancia, pero tampoco me parece que debamos machacarlo, porque…

—Será mejor que descanse. —Pitzer le dio unas palmaditas en una mano—… Le pondré las flores en un jarrón, y ya volveremos en otro momento.

—Capturaron toda la célula de Washington, supongo. La del Lien Lo Pou que servía los planes de Ling Lao, quiero decir.

—Descanse —casi gimió Cavanagh—… Descanse.

—No estoy cansada…

—De todos modos, no es momento de conversar.

—¿Han avisado a Uno? ¿Le han dicho lo que me ocurre?

—Todo está bien, no se preocupé.

—¿Qué es lo que me ocurre, tío Charlie?

—No piense en nada, Brigitte. Sólo descanse.

—No estoy cansada.

—Lo estará si continúa hablando. No hemos debido venir. Vamos, sea buena chica y no nos haga sentir remordimientos por haberla turbado en su descanso. Relájese. Todo va bien.

—Mi padre… está convertido en un ser… físicamente horrible. ¡Dios mío, pobre papá, todos estos años escondido por lo que le hicieron en el rostro! No es justo…

Cavanagh y Pitzer cambiaron una mirada de angustia, de alarma. Acto seguido, Pitzer salió precipitadamente de la habitación confortable y silenciosa.

Cuando regresó, lo hizo acompañado del médico que, en cuanto habló, fue identificado por Brigitte.

El médico dijo:

—No hay que preocuparse. Está recordando todos los sueños, eso es todo.

—Le conozco a usted —le miró sonriente Brigitte—. Es decir, conozco su voz, doctor.

—Celebro que así sea. —El médico le tomó el pulso—. Está muy bien. Veamos, señorita Montfort, ¿prefiere quedarse sola para dormirse por su natural, o que le inyectemos un calmante?

—No quiero calmantes, no.

—Muy bien. Entonces, va a cerrar usted los ojos, la dejaremos sola, y se dormirá dulce y profundamente. ¿De acuerdo?

—¿Vendrá Número Uno? —Miró Brigitte a Pitzer.

—Le avisaremos —murmuró con voz apenas audible Pitzer.

—Gracias, tío Charlie…

Cerró los ojos, y quedó inmóvil. Los tres hombres se quedaron mirándola. Estaba bellísima, con su negra cabellera esparcida sobre la almohada, la camisa de dormir, azul, fina, elegante. La ropa de la cama, sólo una sábana y una ligerísima colcha, había quedado por debajo de los senos, y se veían éstos moviéndose rítmicamente al compás de la profunda respiración…

—Se ha dormido —dijo el médico—. Asombroso.

—Nada de asombroso —gruñó Pitzer—: ella se duerme cuando le da la gana.

—No se ponga desagradable conmigo —dijo amablemente el médico—: recuerde que yo no tengo la culpa de nada, Pitzer.

—Lo siento —farfulló éste.

De nuevo el silencio. El médico dejó cuidadosamente la mano de Brigitte sobre la cama.

—Está perfectamente, su pulso es normal…, quiero decir el normal en ella. La señorita Montfort es fuerte como un bloque de granito, no se preocupen más. Y creo que debemos dejarla dormir en paz, ¿no están de acuerdo?

Salieron los tres de la habitación. El médico se alejó. Pitzer sacó su pipa, y pareció querer clavarla en su boca. Cavanagh sacó un paquete de cigarrillos, y encendió uno. Los dos estaban silenciosos, como absortos, sombríos.

De pronto, Pitzer apuntó con la pipa a Cavanagh.

—No voy a consentir esto mucho más allá, se lo advierto.

—Cálmese. Todo va bien, ella está perfectamente.

—Cavanagh: los dos somos amigos de Brigitte, usted y yo somos buenos amigos además de que usted es mi jefe… Muy bien. Pero se lo advierto: no consentiré esto mucho tiempo más. ¿Está claro?

Mr. Cavanagh frunció el ceño, y su gesto se tornó mucho más sombrío. No parecía tener intención de contestar, así que Pitzer añadió:

—Y otra cosa: voy a avisarlo a él. Y usted sabe que si Número Uno viene a Estados Unidos, no quedará piedra sobre piedra. Lo sabemos muy bien los dos, ¿no es cierto?

Cavanagh asintió.

Sí, habría que hacer algo, y pronto, costase lo que costase, porque, a fin de cuentas, tampoco él estaba dispuesto a que el riesgo continuara pesando sobre la persona de Brigitte Baby Montfort.

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