Enigma

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—Eres soltero. ¿No has pensado nunca en casarte?

—Bueno, algún día...

La cabeza de Sherix se inclinó hacia la izquierda, posándose en el hombro del joven.

—Mirrel me defraudó horriblemente —confesó—. Después de mi coronación, yo tendré libertad para tomar algunas decisiones. ¿Sabes?, en Mitzur no se miran ciertas cosas, por ejemplo, lo que es la persona.

—¿Adonde quieres ir a parar, Sherix?

—Te he observado durante semanas. Eres bueno, fiel, recto y valeroso. Tienes una magnífica salud... y eso es todo lo que necesita un futuro príncipe consorte en Mitzur.

—Parece ser que me propones matrimonio —sonrió él.

—Por lo menos, te daré en qué pensar —rió Sherix—, Pero, me parece, no te desagrado...

—Nunca me ha desagradado una mujer hermosa.

De pronto, ella se detuvo y, volviéndose, le besó con fuerza.

—Creo que me he enamorado de ti —jadeó, con los ojos llenos de brillo.

Roberts asintió.

—Hablaremos con más tranquilidad cuando todos los problemas estén resueltos —contestó.

—Sí, cariño, lo que tú digas.

Continuaron andando. A poco, divisaron el brillo de los cascos metálicos de las naves, silenciosas en la extensa llanura.

Había una lucerna iluminada. Roberts respiró.

—Neil vigila —dijo, satisfecho.

Y, en el mismo instante, vieron una luz que descendía raudamente de las alturas.

—Destry, mira, viene alguien —exclamó la muchacha.

Roberts elevó la vista. El resplandor no era muy intenso, pero, en pocos momentos, iluminó un círculo de unos treinta metros de diámetro junto a la primera de las astronaves.

Momentos más tarde, el aparato tomaba tierra. Era una nave pequeña, probablemente algún bote salvavidas enviado desde otra nave nodriza, situada a gran distancia de la superficie de Zatzur.

Llegaban extraños, pensó el joven de inmediato. Agarró el brazo de Sherix y tiró de ella hasta el abrigo de unos arbustos cercanos.

—Ven, esperemos a ver qué sucede —dijo a media voz.

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO XI

 

El aparato había tomado tierra y la luz se habla apagado. No obstante, podían ver con gran facilidad todo lo que sucedía, debido al resplandor de las dos lunas de Zatzur. Una escotilla se abrió en el fuselaje de la nave y la escala se desplegó inmediatamente.

—Vamos, fuera todos —exclamó alguien—. Ya sabéis lo que hay que hacer. No perdamos tiempo... ¡Rápido, rápido!

Cuatro hombres surgieron en el acto del aparato, cada uno de ellos portador de un objeto semejante a una maleta. Dos se dirigieron a la segunda astronave, mientras la otra pareja corría hacia la vigilada por Higgins.

El jefe quedó junto a su aparato, como supervisando la operación. Roberts adivinó bien pronto sus intenciones.

—Van a destruir las naves —murmuró.

—Oh, no... —gimió la muchacha.

—Pero no se van a salir con la suya —rezongó Roberts, a la vez que echaba a correr agachado hacia la nave recién llegada.

Dio un pequeño rodeo y acometió por el flanco. El individuo le divisó demasiado tarde. Quiso echar mano a una pistola que pendía de su cinturón, pero el puño de Roberts alcanzó de lleno su mandíbula y se desplomó sin sentido instantáneamente.

En el mismo momento, oyó ruidos procedentes de la nave de Sherix. Un cuerpo humano voló por los aires a través de la escotilla, cayó sobre la hierba y se quedó inmóvil.

Dentro del aparato sonó un atroz gruñido. El segundo intruso salió también volando, pero en una postura tal que no resultaba difícil adivinar lo sucedido. Higgins le había agarrado por el cuello y los fondillos de los pantalones, catapultándolo a continuación con todas sus fuerzas.

Higgins asomó de inmediato por la abertura.

—Aguarda un poco, pequeño bastardo —dijo—. Ahora sabrás lo que es buen...

—Soy yo, Neil —dijo el joven.

—¡Destry! —exclamó Higgins—. Pero, ¿qué diablos...?

—Luego hablaremos; hay dos más en la otra nave.

Higgins se tiró al suelo desde seis metros de altura. Aterrizó sobre los pies, dobló las rodillas, dio una voltereta completa sobre sí mismo y se incorporó de un salto felino.

—¡A ellos! —exclamó.

Echó a correr, adelantando incluso al joven. Roberts iba a diez pasos de distancia. El aparato de Mirrel estaba a unos doscientos cincuenta metros.

Súbitamente, vieron que se encendían todas las lucernas con un terrible fogonazo. Aún no se había extinguido, cuando se produjo otro resplandor idéntico.

Las explosiones sonaron sucesivas, separadas por fracciones de segundo. Un huracanado chorro de fuego y humo brotó por la escotilla abierta.

Higgins se detuvo en seco.

—Dios, ¿qué ha pasado ahí?

—Venían a volar las naves, pero, a lo que parece, esas bombas les han explotado en las narices —adivinó Roberts.

El humo y las llamas continuaban saliendo a través de la escotilla, aunque con menor intensidad. Sin embargo, era fácil imaginarse que se había producido a bordo un tremendo incendio, que no se extinguiría hasta que ya no quedase nada por arder.

—Neil, ¿no habrá peligro de...?

—No, los generadores están muy bien aislados contra toda clase de fuegos o de explosiones de gran intensidad. Esos tipos lo único que pretendían era destruir los controles.

—Y lo han conseguido —dijo el joven desanimadamente.

—Empiezo a sospechar lo ocurrido. Destry —murmuró Higgins.

—¿Sí?

—Supongo que traerían cargas, con mecanismo de tiempo, para escapar antes de la explosión. Pero el que preparó las cargas hizo «trampa» en los relojes.

—Entiendo. Les explotaron apenas los pusieron en movimiento.

—Justamente. Y de este modo, cerraban dos bocas comprometedoras.

—Bueno —sonrió Roberts—, por fortuna, quedan tres que si podrán despegar los labios.

Higgins puso gesto feroz.

—Déjalo de mi cuenta, Destry.

Repentinamente, se oyó un agudo chillido.

—¡Destry! ¡Socorro!

Los dos hombres se volvieron instantáneamente. Sherix forcejeaba. con el oficial, quien ya había recobrado el conocimiento, y trataba de no ser arrastrada al interior de la nave. Roberts se lanzó hacia adelante a toda velocidad.

Era ligero de piernas, pero, a pesar de todo, se le adelantó Higgins. quien, no obstante su figura, poseía una agilidad increíble. El oficial vio llegar a los dos hombres, se dio cuenta de que ya no tenía tiempo de escapar y soltó a la muchacha.

Acto seguido dio un par de pasos hacia atrás. Cuando se detuvo, tenía la pistola en la mano.

—¡Cuidado. Neil! —chilló el joven.

Era ya tarde. Higgins divisó el arma y quiso echarse a un lado, pero la distancia resultaba demasiado escasa para que el oficial fallase el tiro. Surgió un rayo de luz roja, semejante a una barra de hierro al rojo vivo, y se clavó en el corpachón de Higgins.

No se oyó ningún grito; Higgins no tuvo tiempo. Su carbonización fue instantánea.

Enloquecido de furia, Roberts cayó sobre el sujeto, arrebatándole el arma de un manotazo antes de que pudiera disparar de nuevo. Luego le asestó terribles golpes en el rostro. Oyó gritos de dolor y crujidos de hueso, pero nada parecía satisfacer su ansia vengativa.

El hombre cayó al suelo y Roberts se puso a horcajadas sobre él, poniéndole las manos en el cuello. La lengua del oficial surgió a través de unos labios amoratados.

De pronto, notó un gran dolor en la Cabeza. Aturdido, aflojó la presión de sus manos y rodó a un lado.

—Sherix, ¿por qué me golpeas? —se quejó.

Ella se arrodilló a su lado y le abrazó estrechamente.

—Destry, no quiero que manches tus manos de sangre... —sollozó.

Roberts cerró los ojos unos momentos. Luego dijo:

—Ha sido un golpe muy oportuno. Gracias, Sherix.

Hizo un esfuerzo y se puso en pie. Pero no quiso dirigir la vista hacia la masa ennegrecida que había sido Neil Higgins unos momentos antes.

 

* * *

 

La última paletada de tierra cayó sobre la tumba. Lulú tenía que ser sostenida por Fisher y Bea. Sherix tenía los ojos húmedos. Los labios de Roberts aparecían contraídos.

Algunos nativos habían asistido a la fúnebre ceremonia. Typhax llegó de pronto con un objeto en las manos.

—Sabemos que es costumbre en vuestro planeta colocar esta señal en la tumba de un familiar o de un amigo. Aceptadlo como homenaje nuestro a su valor —dijo.

Roberts asintió y clavó la cruz de madera en la tierra aún blanda. Anarda se acercó y colocó un ramo de flores sobre la sepultura.

—No nos había visto en su vida, no nos conocía apenas, pero murió por darnos la libertad —dijo.

— Mientras Zatzur exista, el nombre de Neil Higgins será siempre recordado por nuestro pueblo —manifestó Typhax.

Luego se acercó al joven.

—Los miembros del consejo están dispuestos para la partida —informó.

—Nosotros también —contestó Roberts.

—Anarda y yo viajaremos en la nave, si no tienes inconveniente.

—Ninguno... salvo que estaremos un poco estrechos. Pero no son demasiados días de viaje.

Typhax sonrió.

—Vuestras naves tienen exceso de comodidades. Podremos dormir sin problemas en los pasillos o en cualquier parte.

—Está bien. —Roberts se volvió hacia la muchacha—, ¿Sherix, preparada?

—Sí, Destry.

Una comitiva de personas se acercaba lentamente al lugar. Eran diecisiete en total, cinco de las cuales pertenecían al sexo femenino. Todos eran de avanzada edad y vestían unas túnicas de color verde muy claro, con orla roja, salvo una que la llevaba de color amarillo, con orla negra y azul.

Aquél era el consejo de ancianos, el Sanhedrín que regía la vida de Zatzur. Roberts se sintió impresionado por la sencillez y majestuosidad que se desprendía de aquel grupo de personas de ambos sexos.

Pero cuando estaban más cerca, observó un detalle que le causó gran extrañeza.

El hombre de la túnica amarilla se acercó al grupo.

—Soy Hjibor, presidente del consejo de ancianos —se presentó—. Creo que estamos listos para partir.

—Sí, señor —contestó el joven—. Partiremos inmediatamente, pero, antes, desearía tu permiso para hacerte una pregunta.

Hjibor agitó levemente una mano.

—Habla —accedió.

—Todavía no... Aún estáis ciegos...

—El reconocimiento de la impostora debe hacerse según el método antiguo, para que no haya ninguna duda acerca de la mujer que debe ser nuestra emperatriz —contestó Hjibor solemnemente.

Roberts se inclinó.

—Una acertada decisión, señor —aprobó.

Y no tenía la menor duda de que la verdad saldría a relucir incuestionablemente y que la verdadera Sherix ocuparía el lugar que le correspondía por derecho.

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO XII

 

La comitiva se detuvo un instante frente a la colosal, escalinata que permitía el acceso al gigantesco edificio que era el palacio imperial de Mitzur, una robustísima construcción de muros ciclópeos, que se alzaba a más de cien metros de altura sobre la cumbre de la colina en que estaba edificado.

El palacio era de un estilo sobrio, pero elegante al mismo tiempo, carente de adornos y, pese a ello, no exento de cierta gracia. Construido en piedra de color rosado, ofrecía un aspecto verdaderamente impresionante.

A ambos lados de la escalera, una doble hilera de soldados lujosamente uniformados, con largas lanzas, formaban una guardia de honor que infundía respeto. Las lanzas no eran sólo decorativas; por el extremo inferior podían lanzar descargas calóricas que abrasarían al intruso que osara atacar a alguno de los grandes personajes que habitaban corrientemente en el palacio.

Hjibor iba en cabeza y reanudó la marcha, tras aquel segundo de detención, seguido por los miembros de su consejo, que iban en doble fila tras él. Roberts y Sherix marchaban a continuación, seguidos de Anarda, con Fisher; Bea, con Typhax, y la afligida Lulú, que aún no había conseguido olvidar a Higgins, era la cola de la procesión que inició un silencioso ascenso hacia la entrada.

Durante aquellos cortos instantes de parada, Roberts agarró la mano de Sherix y la apretó con fuerza.

—Todavía estás a tiempo. El peso de la púrpura es, a veces, insufrible. Abandónalo todo. Ven conmigo; iremos a vivir donde quieras... La Tierra, Zatzur... hay decenas de planetas habitados, donde podremos vivir sin problemas, como una pareja cualquiera...

Los ojos de la muchacha relucieron con un súbito brillo.

—No —contestó—. Sólo quiero lo que es mío y me pertenece, Destry.

El joven suspiró.

—Has tomado una decisión. Quiera Dios que no tengas que arrepentirte, Sherix.

—Tú tampoco te arrepentirás de haberme ayudado —sonrió ella.

Al llegar a la explanada superior, un hombre, lujosamente ataviado, salió al encuentro de la comitiva.

—Soy Armor, primer canciller. ¿Quiénes sois y qué queréis?

—El consejo de ancianos de Zatzur viene a proclamar la identidad de la princesa Sherix, tal como fue estatuido en tiempo inmemorial —respondió Hjibor.

—Pasad —dijo Armor.

Era un prólogo meramente rutinario. Dentro del palacio sonaron unas fuertes campanadas, como si varios gongos fueran golpeados al mismo tiempo. Había pesadas puertas de metal dorado, oscuro, como de bronce, las cuales se abrían por sí solas a medida que avanzaba la comitiva.

Aún ascendieron otra escalinata, de unos veinte peldaños, y la última puerta de metal se abrió, dejando a la vista el salón en donde se iba a efectuar la ceremonia.

Armor se adelantó unos pasos y golpeó el suelo con una vara dorada que llevaba en la mano, símbolo de su cargo.

—Zatzur viene para reconocer a su princesa —clamó con poderosa voz.

La comitiva siguió su marcha. Había centenares de personas de ambos sexos, todas ellas lujosamente ataviadas. Roberts supuso que eran las que componían la corte de Sherix, incluidos los altos cargos de su gobierno.

La pequeña muchedumbre abrió paso a los recién llegados. Al fondo, bajo un enorme dosel de color azul, con motivos de oro, estaba Sherix.

Roberts parpadeó. Si no la hubiera tenido a su lado, habría jurado que ella le había abandonado para llegar antes y ocupar el trono. Pero la que se sentaba bajo el dosel llevaba unos ropajes adecuados a su rango, con una enorme corona de oro y piedras preciosas, que debía abrumarla con su peso, calculó. Claro que no todos los días se celebraban ceremonias de gran gala, pensó.

Junto a Sherix se hallaba un sujeto alto, delgado, de rostro aquilino y mirada penetrante.

—Es Bar-Neigh —susurró la muchacha—. Y también está Tshan, el embajador.

—Ha corrido mucho —dijo Roberts, sarcástico.

—¿Quién se querría perder la fiesta? —rió ella, no menos irónica.

La comitiva se detuvo a unos diez pasos de la escalinata del trono. Bar-Neigh se adelantó ligeramente, dos peldaños más abajo de la joven que estaba sentada en el sillón del trono.

—Se va a celebrar la ceremonia de reconocimiento de la princesa de Mitzur —declaró con voz ligeramente gangosa—. Es el ritual a que debe someterse todo aspirante al trono, por muy bien probados que estén sus derechos. Pero, en este caso, la ceremonia tiene un doble interés. Como todos sabéis, existe una impostora que aspira a ese puesto. Alguien, de diabólica imaginación, tramó la impostura, para su propio provecho. No sé quién es, ni he podido averiguarlo, pese a mis esfuerzos. Pero aquí están las personas que, de un modo absolutamente infalible, nos van a señalar a la impostora. Y, naturalmente, señalarán asimismo a la auténtica princesa, la que será muy pronto coronada como Sherix II, emperatriz de Mitzur.

Bar-Neigh hizo una corta pausa, destinada más bien a impresionar a la audiencia, y añadió;

—Hjibor, como presidente de consejo de ancianos de Zatzur, eres su portavoz. ¿Puedes decir a qué veredicto habéis llegado? ¿Cuál es la auténtica Sherix? ¿Quién es la falsaria?

Un profundísimo silencio gravitó sobre el salón. Cientos de miradas estaban concentradas en el anciano de la túnica amarilla.

Lentamente, Hjibor avanzó unos pasos y señaló a la joven que estaba bajo el dosel.

—Ella es la auténtica Sherix —declaró. Luego giró en redondo y su índice apuntó implacablemente a la muchacha situada junto a Roberts—, Y ella es la impostora.

Un fuerte clamoreo acogió las palabras de Hjibor. Roberts volvió los ojos un instante hacia la joven y la vio pálida, desencajada, a punto de derrumbarse totalmente.

Bea se sentía pasmada, lo mismo que los otros. La única que no parecía muy impresionada era Lulú, a quien se oyó comentar entre dientes:

—Esa golfa no me pareció nunca trigo limpio.

Pero Roberts volvió su atención inmediatamente hacia el primer ministro. Bar-Neigh estaba lívido, evidentemente sorprendido por un desenlace que no había esperado jamás.

De repente, Bar-Neigh dio un paso atrás, saltó hacia la pared que tenía a sus espaldas y apretó allí con la mano. Casi en el acto, un pesado telón de metal descendió del techo y cortó el salón en dos mitades. El suelo retembló al impacto de aquellas docenas de toneladas de hierro, que, apreció Roberts en el acto, les aislaban por completo del resto de los asistentes.

Bar-Neigh apuntó con la mano a Hjibor.

—¿Por qué? ¿Por qué has mentido? —aulló—. Ella es la impostora... —señaló a la que estaba sentada en el trono—. La otra es la verdadera...

Roberts pasó a primera fila.

—Hjibor no te ha mentido —declaró—. Lo que sucede es que ya no tiene miedo de que la bomba que tus esbirros pusieron sobre la vertical del pueblo de Hjibor pueda caer sobre sus cabezas. Que es lo que hubiera sucedido si nosotros no la hubiéramos desarmado.

 

* * *

 

Bar-Neigh meneó la cabeza estúpidamente.

—No... no es posible... Todo estaba planeado milimétricamente... Nada podía fallar...

—Excepto el reconocimiento de la impostora en Zatzur y antes de que se celebrase le ceremonia —dijo el joven—. Si, fue un plan maravillosamente ideado. En apariencia, la que estaba en la Tierra era la auténtica princesa y parecía lógico que quisiera volver a Mitzur, para recobrar su puesto. Algunas de las cosas que le sucedieron fueron realmente auténticas, como el abandono en el callejón, desnuda y sin signos de identificación. La recogieron mis amigos, pero si hubieran sido otros, la impostora disponía de fondos suficientes para contratar hombres audaces que la acompañasen en su viaje. Y debo añadir que, en un principio, yo también creí que ella era la auténtica Sherix.

—Cómo lo averiguaste, sin poder penetrar en su mente? —preguntó Bea.

Roberts sonrió maliciosamente.

—Eso es algo que reservo para mí solo —contestó. Se volvió hacia la muchacha—. Cuando íbamos a entrar, te dije que aún estabas a tiempo. Nos hubiéramos ido, créeme... pero estabas ciega por la ambición, obsesionada por ocupar ese trono, ávida de placeres y de gloria y de poder... Bar-Neigh había puesto ante tus ojos un maravilloso panorama, al que no supiste resistir. Lo siento, Sherix... o como te llames.

—Yarlun —dijo la impostora a media voz—. Soy Yarlun F'Tradx.

Roberts se volvió nuevamente hacia Bar-Neigh, quien no se había recuperado aún de la sorpresa recibida.

—Todo fue ideado hasta en los menores detalles, incluso la comedia que Tshan desempeñó en el astropuerto, los ataques de las naves tripuladas por robots y los de los hombres que pretendían volar las nuestras, supuestamente enviados por la auténtica Sherix. Había que poner obstáculos en la carrera de la «destituida» para evitar su llegada a Mitzur, pero, al mismo tiempo, convenía que llegase. Cuantos más obstáculos fuesen vencidos, mayor seria la autenticidad que se daría a su presencia.

Bar-Neigh reaccionó. Sus ojos despidieron llamaradas de odio dirigidas a Roberts.

—Sé que estoy acabado —dijo—. Pero tú no disfrutarás del triunfo...

Metió la mano bajo su túnica y sacó algo más brillante, pero Lulú fue más rápida, porque ya estaba prevenida con una pistola térmica, asimismo oculta bajo sus flotantes ropajes.

—Por favor... —suplicó—. Lo diré todo...

Lulú apretó los labios, mientras contemplaba el ennegrecido cadáver del traidor. Luego besó la pistola.

—Por ti, Neil —murmuró.

Sherix se puso en pie.

—Yarlun, mi decisión es ésta: serás conducida a la clínica donde transformaron tu rostro y recobrarás el tuyo original. Luego te asignaré un lugar para vivir, en libertad, pero sin poder moverte más que en un corto radio, durante el resto de tus días. No quiero iniciar esta nueva etapa de mi gobierno derramando más sangre.

Yarlun bajó la cabeza. Luego dobló una rodilla.

—Acepto tu decisión, señora.

Sherix se volvió hacia Tshan.

—Y tú, traidor y compañero de un traidor, quedas despojado de todos tus honores y recompensas, y relegado a la condición de simple ciudadano, sin que jamás puedas volver a pisar la capital de Mitzur. Sal inmediatamente de mi palacio y piensa que, si vuelves a conspirar contra mí, no seré tan benévola.

—Deberías rebanarle el pescuezo —dijo Lulú.

—El perdón es siempre más grato que el castigo —sonrió Roberts.

Los ojos de Sherix se fijaron en el joven. Roberts captó su mirada, nada amistosa y, de repente, se sintió muy incómodo.

Pero, muy pronto, Sherix se acercó a la pared y presionó el contacto del telón, que subió de nuevo a las alturas. El salón recobró sus dimensiones normales.

Hjibor ascendió al estrado y puso una mano sobre la corona:

—Esta es nuestra princesa y será coronada como Sherix II —declaró solemnemente.

Sonaron vítores de alegría. Cientos de voces aclamaron a la joven. Anarda se sentía muy conmovida.

—Todo este lujo, este colorido... No es lo mismo imaginarlo con los ojos de la mente que contemplarlo en la realidad...

Fisher agarró su mano.

—Bah, pompas y vanidades inútiles —dijo—. Un poco, gusta, pero, a la larga, cansa. En cambio, creo que no me cansaré de vivir a tu lado, en Zatzur. ¿Qué me contestas?

Bea dio una respuesta análoga a Typhax. Y añadió;

—En el fondo, aquella vida no acababa de gustarme del todo. Era divertida, excitante... —«Pero a veces venia la Policía y te las ponía difíciles», pensó, porque no quería que Typhax conociese aún su pasado.

Lulú se acercó a Hjibor.

—¿De veras podré adelgazar en los lodos medicinales?

El anciano sonrió.

—Tenlo por seguro. Y cuando acabes el tratamiento, no te faltará una pareja, si deseas quedarte en Zatzur —aseguró el anciano.

—Sí, puede que sea una buena idea —convino «La Gorda»—. Escucha, Hjibor, dejaréis de comer esa maldita «vyvium»... Anarda lo hizo así y ya ve casi normalmente, lo mismo que Typhax...

—No volveremos a probarla jamás —contestó.

Entonces, el gran canciller, llegó con una espada lujosamente guarnecida y la puso en las manos de Sherix.

—Arrodíllate, Destry Roberts —ordenó.

El joven obedeció. Ella le tocó ambos hombros con la espada. Luego dijo:

—Faltaba el obstáculo más importante, el del reconocimiento por parte de los zatzurianos. No podían ser sobornados, por su despego de los bienes materiales y. además, aunque se hubiera podido hacer un soborno a dos millones de habitantes, siempre acaba por descubrirse. Su decisión resultaría infalible; por tanto, la única solución era la amenaza de exterminio total. Y cedieron.

—¿Te lo dijeron a ti, Destry? —preguntó Sherix.

Bea parpadeó.

—¿Cómo diablos sabe quién eres? —preguntó.

—Sí, me lo dijeron —repuso el joven, sin hacer caso de Bea—. Por mediación de Anarda, nos enteramos de lo que sucedía. Entonces, Higgins y yo fuimos a la bomba y desconectamos la antena que debería recibir la señal de fuego, caso de que las cosas no salieran como quería Bar-Neigh.

—Y tú sabías que Yarlun no era... yo.

Roberts sonrió.

—Lo supe, aunque ya en Zatzur. Hasta entonces, lo admito, había creído en su sinceridad.

—¡Pero esos dos se conocían de antes! —exclamó la pelirroja, que no salía de su asombro.

—Calla, estúpida —gruñó Lulú.

—Por eso Sherix está viva. Si ella hubiera sido la que quedó abandonada en el callejón... Bueno —dijo Roberts—, no habría hecho falta recurrir a ese truco. Simplemente, la habrían llevado a una astronave y allí, también desnuda, por supuesto, la hubieran lanzado por el expulsor de desperdicios. No hay forma mejor de hacer desaparecer a una persona: las paletas del expulsor giran a doce mil revoluciones por segundo y el cuerpo de Sherix habría quedado reducido a partículas microscópicas y esparcido por el espacio. Pero eso podía dar origen a sospechas y comentarios de incredulidad. Lo mejor era una ceremonia de reconocimiento público, por parte de quienes se suponía no pueden mentir. Como así ha sido, porque han dicho la verdad —concluyó el joven su parlamento.

—Como recompensa a tu fidelidad y a los heroicos esfuerzos que has hecho para preservar mi trono, te nombro Primer Caballero del Imperio... con el privilegio de convertirte en mi esposo, si así lo deseas.

—¡Atiza! —dijo Bea. estupefacta.

—Se conocieron en la Tierra, hace tres años —explicó el gran canciller—. Pero tuvieron una pequeña pelea y ella se volvió... y el romance acabó entonces. Ahora vuelve a reanudarse.

—Eso no lo sabía Bar Neigh, ¿eh?

—Yo me he enterado poco antes de la ceremonia, señorita.

—Eso aclara muchas cosas, menos una —dijo Bea pensativamente—, ¿Cómo pudo saber Destry que Yarlun no era Sherix?

Le hubiera gustado presenciar la escena que siguió a continuación. en las habitaciones privadas de Sherix. Al quedarse solos, Sherix le asestó una tremenda bofetada.

—Sinvergüenza, sátiro, especie de canalla...

—Pero, Sherix —dijo él atónito.

De pronto, se echó a reír.

—Sí. eres la auténtica. Cuando la otra me vio con Bea, se limitó a mostrarse fría y distante. Tú te habrías arrojado a ella, para arañarla, arrancarle el pelo, sacarle los ojos...

—Exacto —confirmó Sherix—, Pudieron duplicar mi cara, en un cuerpo muy parecido, pero no mi mente.

—No, ni tu mal genio. Creo que fue la causa de que se acabase el romance, si mal no recuerdo.

—Recuerdas perfectamente. Y yo recuerdo también que, en cuanto podías, te ibas con otras...

—Sólo durante los primeros tiempos, luego, cuando la cosa se... «estabilizó», me dediqué exclusivamente a ti.

—Eso sí es cierto —reconoció ella—. Tengo un genio de todos los diablos, soy una estúpida celosa...

—Si admites tus defectos, sabrás cómo vencerlos —aseguró Roberts.

—Con tu ayuda, desde luego.

—Sí, claro; y cada vez que mire a una chica, tú la emprenderás a bofetadas conmigo...

—Destry —suspiró ella—, te prometo que cambiaré.

—¡Hum! No me fío...

—He declarado en público que tienes derecho a ser mi esposo, si lo deseas. ¿Qué más pruebas quieres?

De pronto, Roberts se echó a reír.

—Sí, tienes razón, has cambiado. La Sherix que yo conocí en la Tierra, se habría saltado lindamente el protocolo y habría empezado a zurrarme en plena audiencia, sin importarle el público. Has podido dominarte hasta que estuviéramos solos y eso, bien mirado, es un indicio de ese cambio.

La atrajo hacia sí y ella volvió a suspirar.

—Tres años... Me parecieron tres siglos... y, para postre, esta conjura...

—Bueno, todo se ha acabado ya —dijo él—. La incógnita ha sido resuelta y creo que ahora deberíamos empezar a pensar en nosotros mismos.

Sherix sonrió. Al fondo se veía un espacio cubierto por grandes cortinas de espeso tejido de color rojo. Alargó su mano y asió la del joven.

—Anda, ven, vamos a iniciar la reconciliación —invitó.

—Estoy deseando empezar —accedió él, dejándose llevar al otro lado de las cortinas.

 

 

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