Enigma

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Joaquim

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Cuando me desperté, Fulvia seguía a horcajadas sobre mí, como sobre una montura o como una tigresa sujetando a su presa. Me tenía ceñido con su cuerpo y yo no había hecho nada por liberarme de esa fuerza. Hacía al menos dos años que no dormía con una mujer. Había mantenido algunas relaciones efímeras, pero siempre me escabullía durante la noche, incapaz de soportar las conversaciones, las estrategias que surgían al despertar. Particularmente el desayuno, al que ponía término alegando una clase matinal. Abreviaba mi tortura cuando estaba sexualmente satisfecho. Pero ahí, con Fulvia, prisionero de ese cuerpo, no tenía el menor deseo de liberarme. Por el contrario, me puse a imaginar que ella no abandonaría nunca mi vientre, que desempeñaría mis ocupaciones de librero con la mágica «excrecencia». Con Fulvia así pegada a mí, me daba la impresión de experimentar lo que una mujer puede sentir cuando alumbra un niño y, todavía caliente, sangrante y viscoso, se lo ponen en el vientre. Vivía esa unión antigua, esa carne de mi carne que no tardaría en despertar y en separarse de mí, sometida al destino trágico de todas las historias de amor. Quería acabar con eso, permanecer con esa unidad para siempre, como un muchacho de dieciséis años que hace el amor por primera vez y ya no es capaz de pensar en otra cosa, no es capaz de esperar o de ansiar otra cosa, deja de ser pretencioso, no quiere más que lo que no existe.

Evité moverme para no despertarla. Era domingo, probablemente no vendrían los operarios, disponíamos de todo el día para nosotros, como habíamos dispuesto de toda la noche. Tras divagar sobre esa belleza, cobré conciencia de que había cometido el acto delirante de destruir aquello a lo que tenía más apego: mi obra. Me vino a la mente el rostro del Ángel, su belleza estelar, su desnudez, sentí la serenidad de su mirada, donde no se vislumbraba la menor vacilación, el menor miedo, porque sin duda le era accesible el misterio.

¿Cómo sabía lo que me torturaba? ¿Fulvia le había facilitado secretamente información acerca de mí? De ser así, ¿a qué obedecía esa violencia suya, ese sentimiento de pérdida irreparable? Yo había quemado mi obra, como Frenhofer había destruido la suya. Esas palabras esfumadas en humo habían drenado mi corazón. En cierto modo, había depositado esos tres manuscritos en mi cuerpo, y éstos habían creado una presa de contención, habían retenido las aguas impetuosas de la vida. Estaban matándome a fuego lento. El Ángel lo había comprendido. Me había liberado de ellos. Yo me había convertido en una vieja maquina de café abandonada en la calle. Era preciso que una mente ingeniosa me llevase a su casa, me desmontase y me reparase. Mientras pensaba en esa absurda máquina de café, sentí que mi sexo se endurecía y fui consciente de que estaba apoyado en la vulva palpitante de Fulvia, que la apretaba con sus labios. Ese contacto la despertó. Comenzó a moverse primero imperceptiblemente, acariciándome con todo su cuerpo, deslizando su sexo húmedo contra el mío. Abrió los ojos y, con mano ágil, me hizo entrar en ella. Me encantaba tenerla encima de mí, me encantaba que imprimiera su ritmo sin abandonar mi cuerpo, que cobraba poco a poco conciencia de cada una de sus parcelas, cada uno de sus nervios transmitía una electricidad cargada de olores desconocidos a lo largo de mi columna vertebral. Estaba profundamente hundido en ella. Me cabalgó hasta el orgasmo, apoyada en los pies situados a ambas partes de mis caderas, hasta que se incorporó lanzando un grito y arqueando la cintura, magnífica y salvaje, digna de su nombre.

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