Enigma

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Ricardo

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Cada vez nos alejábamos más de la playa. Yo perdía los límites de mi cuerpo con cierta ebriedad. Zoe nadaba a unos metros de mí, desnuda, con un ritmo a un tiempo suave e implacable. Me daba la impresión de que podría nadar hasta Marruecos. Quizá pretendía desafiarme, hacerme perder la noción de mis límites. De pronto comencé a tener miedo. Los latidos de mi corazón se aceleraron, y decidí dar media vuelta. Zoe continuaba nadando sin prestarme atención, concentrada en la regularidad de su ritmo, como enardecida por el riesgo, que confería a su mirada esa sombría intensidad. Una vena de locura. Me costó tiempo regresar a la playa, una corriente parecía querer alejarme de la orilla, y hube de desplegar una enorme energía para llegar a la arena, agotado, sin fuerzas para incorporarme. Permanecí, con el cuerpo medio sumergido en el agua, recobrando el aliento y la lucidez. Comprendí que algunos eligiesen no volver, seguir hasta la extenuación y el enajenamiento.

Acabé recobrando el aliento y la lucidez y vi que Zoe se acercaba a la playa. Seguía nadando al mismo ritmo. Por fin surgió de las aguas.

—¿Te ha dado miedo?

—Sí, ha empezado a latirme a toda prisa el corazón.

—A veces pasa cuando nadas muy lejos, se acaban la estructura, los limites, sólo queda la profundidad del mar y la del cielo. Tienes miedo de ti mismo. Conozco esa sensación y es lo que me gusta de este juego arriesgado, porque no tienes la seguridad de ganar. Sientes toda clase de agarrotamientos, de angustias, de tensiones. El agua es como un espejo. Vemos a nuestros monstruos nadar en los grandes fondos, y a veces me he imaginado a un tiburón perdido en el Mediterráneo que de repente me arrastra, me despedaza, mi sangre forma una hermosa mancha en el añil.

—No sé lo que me asusta...

—¿Lo ilimitado?

—Puede. Me gusta controlar las situaciones.

—Ahí es imposible, te ves obligado a abandonarte, si no, te mueres.

—No puedo abandonarme.

—¿Ni cuando haces el amor?

—Salvo quizá con Naoki, por eso me gustaría que me concediese dos o tres noches, su cuerpo es infinito, su blancura tan tersa y tan sutil...

—¿Cómo diste con su dirección?

—La seguí, la noche en que estabais las dos en el Pimiento.

—¿O sea, que también me seguiste a mí?

—Sí, y me quedé en la plaza. Os vi, me di cuenta de que hacíais el amor, oí vuestros gritos y el de Joaquim.

—¿Sueles seguir a la gente?

—No, era la primera vez.

Zoe volvió la cabeza hacia mí, hundió sus ojos en los míos, sus ojos locos que dudaban.

—¿Crees que Naoki volverá a hacer el amor conmigo?

—No.

—¿Por qué?

—Porque no le gustan los hombres.

—¿Le decepcionó nuestra noche?

—No, más bien la sorprendió. No había hecho nunca el amor con un hombre.

—Me enloquece.

—Porque se te resiste.

—Es tan misteriosa.

—Vasta.

—Pero ha hecho el amor contigo y con Joaquim. Entonces, ¿por qué no nosotros tres?

—Si la deseas a ella, no esperes utilizarme a mí.

—No quería decir eso.

—¿Qué operación te salió mal? ¡Y no me digas que era un poema!

—Era un juego.

—No, ahí hay otra cosa...

—Algún día lo descubrirás.

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