Enigma

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VI. Desmontar » Capítulo 6

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En el pasillo había un gran alboroto. Al volverse vio que Puck había abierto la puerta exterior y lo apuntaba con la pistola. Se apretaba la muñeca de la mano con que sostenía el arma y gemía como si se la hubiera torcido. Jericho esperó el impacto de la bala con los ojos cerrados, y Puck dijo —y de eso sí estaba seguro Jericho, pues pronunció las palabras con absoluta deliberación, en su inglés perfecto—: Yo la maté, Thomas. Lo siento muchísimo.

Luego se desplomó.

Eran poco más de las siete y cuarto —7.17, según el informe oficial— y el día prometía ser bueno. Jericho permaneció en el umbral del vagón y le llegó el canto de unos mirlos desde el bosquecillo cercano y el de una alondra que sobrevolaba el campo. Por todo el tren se oían puertas que se abrían al sol y gente que descendía. La locomotora chorreaba vapor, y un poco más allá un grupo de soldados por el terraplén encabezado —como Jericho vio con gran sorpresa— por Wigram en persona. A la derecha más soldados comenzaron a descender del tren. Puck estaba a menos de veinte metros. Jericho saltó a las piedras grises de la vía y fue tras él.

Alguien gritó, casi a su espalda:

—¡Idiota de mierda, sal de en medio, joder!

Jericho pasó por alto aquel sabio consejo.

Pero eso no podía terminar así, se dijo, quedaban demasiadas cosas por saber.

Le pesaban las piernas. Claro que Puck tampoco hacía muchos progresos. Avanzaba a trompicones por un prado, arrastrando el tobillo izquierdo, que como la autopsia revelaría más tarde tenía una pequeña fisura (nadie llegaría a saber si a causa de la caída en el vagón o del salto que había dado desde el tren, pero cada paso debió de ser para él una tortura). Un pequeño rebaño de vacas lo observaba como espectadores en una pista de atletismo.

La hierba era fragante, los setos estaban en flor y Jericho estaba a punto de dar alcance a Puck cuando éste se volvió e hizo fuego. No pudo haber apuntado a Jericho, la bala se perdió quién sabe dónde. Sólo fue un gesto de despedida. Los ojos ya estaban muertos. Sin visión. Vacíos. El tren respondió con un traqueteo. Unas abejas pasaron zumbando en la mañana primaveral.

Cinco balas hirieron a Puck y dos a Jericho. Una vez más, el orden no está claro. Jericho sintió como si un coche lo hubiera embestido con fuerza por detrás. El golpe lo hizo girar y lo lanzó hacia adelante. Dio una voltereta lateral y vio hasta tres copetes salir de la espalda de Puck y luego la cabeza de éste que explotaba convertida en un amasijo escarlata, cuando un segundo golpe —esta vez irresistible— embistió a Jericho por el hombro derecho y le hizo describir un gracioso arco. El cielo estaba húmedo y lo último que Jericho pensó fue que era una pena, una verdadera pena, que era una verdadera pena que la lluvia estropease una mañana tan hermosa.

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