Enigma

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Ricardo

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Amargo despertar. ¿Cómo podían cruzarse cuatro destinos tan despiadadamente? ¿Qué teníamos en común? ¿Qué locura nos ataba con ese poder devastador? ¿Quién era el espejo de quién? ¿En qué medida la violencia de Naoki era la mía? ¿En qué medida la libertad de Zoe me mostraba un rostro soñado? Pero el enigma era sin duda alguna Joaquim. Sólo él poseía la experiencia del sufrimiento. Nosotros éramos seres intermitentes, fugitivos, falenas atraídas por la llama pero que evitaban arder por completo. Joaquim se había apartado de esa dinámica, gracias a nosotros quizá, o solo, movido por una fuerza que se nos escapaba.

Me vestí con ropa clara para ocultar mejor la negrura de mi alma. Me llevé unos manuscritos que no había leído. No había trabajado nada los tres últimos días, pretextando un enfriamiento. El término, por lo demás, no podía ser más exacto. Me aquejaba un enfriamiento del alma, pero ese mal no lo reconocía la medicina laboral.

Mientras subía la gran escalera, me alegré de ver a Lucía. El olor del café me entonó un poco. Confié en que no hubiera demasiados oídos indiscretos y, tras abrir la puerta de la sala, lancé un profundo suspiro de alivio al verla allí, tras la barra, sonriente, abierta, de buen humor, como siempre. Me vino a la mente la extraña idea de que los caracteres como el suyo deberían reconocerse y honrarse como elementos aglutinantes de la sociedad. Una vez al año deberían dedicarles una procesión, instalarlos en carros llenos de flores, hacer una profunda reverencia a su paso en vez de seguir fustigándose pensando en Dios y en los santos.

—¡Hola, Ricardo! ¡Parece que acabes de matar a tu padre y a tu madre!

—Algo similar. He reñido con mis personas más queridas.

—¿Con todas, así de golpe?

—Bueno, casi. Hay poca gente esta mañana.

—Se han vuelto locos todos. Se pasan el tiempo deambulando por las librerías. ¿No has leído el artículo de Vila-Matas, este fin de semana, en

El País?

—No.

—¡Es el único que ha disfrutado con el cataclismo! Ha encontrado un ejemplar de

El viaje vertical «sobrenaturalizado», como dice él, y le ha prohibido a su editor que retire los libros retocados. Aparte de eso, la policía, los abogados, los libreros y los editores andan de cabeza, claman que esto es la muerte de la literatura, apelan al derecho inalienable de los autores a matar a sus personajes.

—Y ahí tocamos el punto más interesante. ¡Todos los autores son ni más ni menos que asesinos a sueldo!

—A mí me parece fenomenal, no entiendo que a un tío se le haya ocurrido esa idea.

—También yo me alegro.

—Dicen que, esta mañana, a Enrique le ha agredido un viejo escritor furioso de que aplauda el crimen.

—¿En serio?

—Sí, el tipo le ha abierto la frente con una botella rota. Lo han tenido que llevar a urgencias, ¡diecisiete puntos de sutura!

—¡Pobrecillo!

—Creo que necesitas un cortado doble.

—Perfecto.

—Pero ¿y lo de tus amigos?

—Amigas.

—¿Dos?

—Sí.

—Dos es una solución de tontos, siempre surgen problemas.

—¿Tú qué aconsejas?

—Tres. Siempre tres. Lo comprendí a los diecisiete años.

—¿Me estás diciendo que has tenido siempre tres amantes?

—Sí, por lo menos dos operativos y uno potencial. El optimismo y la alegría necesitan beber de una fuente.

—Quizá tenga posibilidad de seguir tus consejos.

—Descríbeme la situación —dijo empujando hacia mí el bocadillo y el cortado doble.

—Estoy enamorado de una misteriosa japonesa a su vez enamorada de una guapísima catalana que ama a un magnífico librero. Hice una vez el amor con la japonesa pero me rechazó, ahora, he hecho el amor con la guapa catalana, y la japonesa ha estado a punto de matarnos, o, en cualquier caso, de matarme a mí.

—¡Estupendo!

—¿Qué quieres decir?

—No lo sé, siempre he pensado que te iría muy bien que alguien quiera matarte.

—Pero ¿por qué?

—Te quiero mucho, pero creo que necesitabas un buen encontronazo. Por tu poesía, por ti...

—¿No te gustan mis poemas?

—Al leerlos, me daba la impresión de que te tomabas por Dios. Y Dios necesita un poco de violencia. Quizá sea la única razón por la que el planeta se entrega a asesinatos, guerras, hambrunas: por agradar a Dios. ¿Lo has pensado alguna vez?

Intenté conservar la calma, pero tuve que depositar el vaso, porque me temblaba la mano.

Me tomé el bocadillo y el café y me batí en retirada a mi despacho, presa de un profundo malestar. Cuánto orgullo, cuánta arrogancia. Lucía me había calado hasta el fondo del alma, y al pensar en mi conversación con Naoki, allí mismo, comprendí que también ella me había desenmascarado.

Fingí trabajar hasta las seis y me dirigí hacia la librería tras besar a Lucía sin decir una palabra. Tenía que hablar con Joaquim. Esperaba que Zoe, y sobre todo Naoki, no estuvieran allí. Llamé a Joaquim para pedirle que nos viéramos en un café donde no pudieran sorprendernos.

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