Enigma

Enigma


VII. Texto claro » Capítulo 1

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El viento hacía llorar capullos de los manzanos. Volaban por el camposanto, amontonándose como copos de nieve sobre las tumbas de mármol y pizarra.

Hester Wallace apoyó su bicicleta en el murete de ladrillo y contempló la escena. «Bueno —se dijo—, así es la vida, y no hay que buscarle vueltas». La naturaleza seguía adelante a pesar de todo. Del interior de la iglesia llegaban las resonantes notas del órgano. «Oh, Señor, nuestro auxilio en tiempos para dos…». Hester tarareó el himno mientras se ponía los guantes, remetía bajo el sombrero unos cabellos rebeldes, enderezaba los hombros y echaba a andar con paso decidido por el sendero de lajas en dirección al porche.

Lo cierto era que de no haber sido por ella no habría habido servicio religioso. Fue ella quien convenció al vicario de que abriese las puertas de Saint Mary’s, Bletchley, aun cuando hubo de admitir que «la difunta», como dijo el vicario con tono remilgado, no era creyente. Fue ella quien contrató al organista y le dijo qué tenía que tocar

(Preludio y fuga en mi mayor de Bach para la entrada, y el «Sanctus» del

Réquiem de Fauré para la salida). Fue ella quien escogió los himnos y las lecturas e hizo imprimir las tarjetas, quien decoró la nave con flores de primavera, quien redactó las necrológicas y las hizo llegar por correo a todo el Park («una breve ceremonia de recuerdo a celebrar el viernes 16 de abril a las diez de la mañana…»), quien había pasado la noche en vela preocupada por la posibilidad de que nadie se molestara en acudir.

El teniente Kramer llegó con su uniforme azul de la marina, y también el viejo doctor Weitzman de la sala de vigilancia, Cabaña 3, y Miss Monk y las chicas de la sala del Libro Alemán, y los jefes de las salas de índice aéreo e índice del ejército, y varios jóvenes con cierto aspecto de borregos y corbata negra, y muchos más a quienes Hester no conocía de nada pero cuyas vidas se habían visto de algún modo afectadas por la breve presencia en Bletchley Park de Claire Alexandra Romilly, nacida el 21.XII.22 y muerta (según las apreciaciones de la policía) el 14.111.43. Descanse en paz.

Hester se sentó en el primer banco con su Biblia señalada en el pasaje que tenía intención de leer (Corintios 1, 15, 51-55: «Mirad, voy a enseñaros un misterio…») y cada vez que entraba alguien volvía la cabeza para ver si era

él, sólo para sentirse defraudada.

—Lo siento, pero habrá que empezar —le dijo el vicario, señalándole el reloj—. Tengo un bautizo a las diez y media.

—Sólo un minuto, vicario, por favor. La paciencia es una virtud cristiana.

La fragancia de los lirios de Pascua flotaba en la nave: lirios de un blanco virginal de verdes y carnosos tallos; tulipanes blancos, anémonas azules…

Hacía mucho tiempo que no veía a Tom Jericho. Que ella supiera, podía estar muerto. Sólo tenía la palabra de Wigram de que seguía

con vida, y Wigram ni siquiera se dignó decirle en qué hospital estaba, y mucho menos a permitir que fuese a verlo. Sí había accedido, en cambio, a transmitirle su invitación al servicio religioso, y al día siguiente había dicho que sí, que Jericho estaría encantado de ir. «Pero el pobre está bastante mal todavía, de modo que no confíe en ello». Jericho, añadió Wigram, se iría pronto para tomarse un merecido descanso. A Hester no le había gustado el modo en que lo había dicho, como si Jericho hubiese pasado a ser propiedad del estado.

A las diez y cinco el organista se había quedado sin música que tocar y se produjo un incómodo lapso de toses y arrastrar de pies. Una de las chicas de la sala del Libro Alemán empezó a reír hasta que Miss Monk le dijo en voz alta que se callara.

—Himno 477 —dijo el vicario, lanzando a Hester una mirada asesina—. «El día que tú nos diste, Señor, ha terminado».

Los fieles se pusieron de pie. El organista tocó un tembloroso re. Empezaron a cantar. Desde la parte de atrás le llegó la bonita voz de tenor de Weitzman. No fue hasta que llegaron a la quinta estrofa («Así sea, Señor; tu trono nunca pasará como los ufanos imperios de la Tierra») cuando Hester oyó que la puerta se abría con ruido detrás de ellos. Se volvió, como hicieron muchos, y allí, bajo el arco de piedra gris, estaba Jericho, delgado, frágil y sostenido por el brazo de Wigram, pero vivo, gracias a Dios, indiscutiblemente vivo.

Con su abrigo de siempre, recién zurcidos los agujeros de bala, Jericho deseó varias cosas a la vez cuando entró en la iglesia. Para empezar, deseaba que Wigram le quitase de encima sus malditas manos, porque le ponía la carne de gallina. Deseaba que no estuvieran tocando aquel himno, porque siempre le recordaba el último día de clase en el colegio. Y deseaba no haber tenido que asistir a la ceremonia. Pero era evidente que no habría podido evitarlo.

Se separó cortésmente del brazo de Wigram y caminó, sin ayuda, hasta el banco más próximo. Saludó con la cabeza a Weitzman y a Kramer. El himno tocaba a su fin. Le dolía el hombro tras el viaje. «Tu reino crecerá eternamente —cantaron los fieles—, hasta que todas tus criaturas reconozcan tu dominio». Jericho cerró los ojos e inhaló el fuerte aroma de las flores.

La primera bala, la que lo había golpeado como un coche por detrás, le había entrado por el cuadrante inferior izquierdo de la espalda, y después de atravesar cuatro capas de músculo y rozar la undécima costilla, había salido por el costado. La segunda bala, la que lo había hecho girar, se había hundido en su hombro derecho, destrozando parte del músculo deltoides; fue la bala que hubo que extirpar quirúrgicamente. Perdió mucha sangre. Hubo infección.

Estuvo en una especie de hospital militar cerca de Northampton, aislado y bajo vigilancia. Lo primero, probablemente, por si en su delirio empezaba a hablar de Enigma; lo segundo, por si intentaba escapar, lo cual era una idea absurda, pues ni siquiera sabía dónde se encontraba.

Soñaba —le pareció que el sueño duraba días enteros, pero quizá eso formase parte del sueño mismo, no sabía decirlo—, con que estaba en el fondo del mar sobre una capa de arena blanca, en medio de una corriente cálida que lo mecía. De vez en cuando salía a la superficie y había luz, en un cuarto de techo alto, con árboles que asomaban tras unos ventanales con barrotes. Otras veces estaba oscuro, con una luna redonda y amarilla, y alguien se inclinaba sobre él.

La primera mañana que despertó pidió ver a un médico. Quería saber qué había sucedido.

Llegó el médico y le dijo que había estado envuelto en un tiroteo. Al parecer, se había acercado más de la cuenta a un campo de tiro del ejército («serás idiota») y suerte había tenido de que no lo mataran.

No, no, protestó Jericho. La cosa no había sido así. Intentó incorporarse, pero el dolor en la espalda le hizo gritar.

Le administraron una inyección y volvió al fondo del mar.

A medida que se recuperaba, el equilibrio de su dolor empezó a cambiar poco a poco. Al principio era un noventa por ciento físico y un diez por ciento mental; luego ochenta contra veinte; después setenta contra treinta, y así sucesivamente hasta que la proporción original quedó invertida, y casi esperaba con ilusión la tortura diaria del cambio de vendaje, como una ocasión de consumir el recuerdo de lo ocurrido ese día.

Tenía una parte de la película, pero no toda la película. Sin embargo, ante cualquier intento de hacer preguntas, ante cualquier petición de ver a alguien con autoridad —toda conducta, en suma, susceptible de ser calificada de «difícil»— enseguida llegaba la aguja con su pequeña carga de olvido.

Aprendió a disimular.

Pasaba el tiempo leyendo novelas de misterio, sobre todo de Agatha Christie, que le subían de la biblioteca del hospital. Eran pequeños volúmenes encuadernados en rojo, ajados por el uso y con misteriosas manchas que él prefería no examinar detenidamente.

El misterio de las siete esferas, Asesinato en la vicaría, Par ker Pyne investiga, La muerte de Lord Edgeware. Leía dos y hasta tres libros en un día. También había algo de Sherlock Holmes, y una tarde pasó dos estupendas horas intentando resolver la clave de Abe Slaney en

La aventura de los bailarines (un sistema simplificado de cuadrículas, concluyó Jericho, utilizando imágenes invertidas y especulares) pero no pudo verificar sus hallazgos pues no le permitían tener lápiz y papel.

Al término de la primera semana, había recuperado fuerzas suficientes para dar unos pasos por el pasillo y visitar el excusado sin ayuda de nadie.

En todo ese tiempo, sólo tuvo dos visitas: Logie y Wigram.

Logie debió de ir a verlo a principios de abril. Atardecía, pero aún había bastante luz, con sombras que dividían la pequeña habitación: la cama de tubo metálico pintada de blanco y arañada; la camilla de ruedas con su jarra de agua y su palangana de metal; la silla. Jericho llevaba puesto un pijama azul a rayas, muy descolorido; sobre la colcha, sus muñecas estaban débiles. Cuando la enfermera se hubo ido, Logie se sentó en el borde de la cama y le dijo que todo el mundo le mandaba saludos.

—¿Baxter también?

—También.

—¿Y Skynner?

—Bueno, puede que él no. Pero la verdad es que no he visto mucho a Skynner últimamente. Tiene otras cosas en que pensar.

Logie le habló de lo que estaba haciendo cada uno, y luego empezó a relatarle la batalla naval, que, conforme al pronóstico de Cave, había durado casi toda la semana. Para cuando los convoyes consiguieron apoyo aéreo y los

U-boote fueron dispersados, veintidós mercantes habían sido enviados a pique. Ciento cincuenta mil toneladas destruidas y ciento sesenta mil de cargamento perdidas, incluyendo el suministro de dos semanas de leche en polvo sobre el que Skynner había hecho aquel chiste tan malo. Por lo visto, cuando el barco se hundió, el mar se tiñó de blanco.

«Die grösste Geleitzugschlacht aller Zeiten», lo había llamado la radio alemana. Era la primera vez que los cabrones no mentían. La mayor batalla de convoyes de la historia.

—¿Cuántos muertos?

—Unos cuatrocientos. La mayoría americanos.

Jericho gruñó.

—¿Algún submarino hundido? —preguntó.

—Sólo uno, creemos.

—¿Y Tiburón?

—Vivito y coleando, muchacho. —Dio unas palmadas a la rodilla de Jericho—. ¿Sabes?, al final mereció la pena, gracias a ti.

Las bombas habían tardado cuarenta horas en resolver los ajustes, desde la medianoche del martes hasta el jueves a última hora de la tarde. Pero en el fin de semana la sala de cribas había recuperado parcialmente la tabla de clave meteorológica —al menos lo suficiente para darles un punto de apoyo— y ahora conseguían descifrar Tiburón seis de cada siete días, aunque a veces llegaban demasiado tarde. Pero serviría. Serviría hasta que en junio les llegase la primera de las bombas Cobra.

Pasó un avión a baja altura, un Spitfire, a juzgar por el sonido del motor.

Al rato, Logie dijo tranquilamente:

—Skynner ha tenido que entregar los planos de las bombas de cuatro rotores a los estadounidenses.

—Ah.

—Bien, naturalmente —prosiguió Logie cruzándose de brazos—, la operación ha sido disfrazada de cooperación. Pero nadie traga. Al menos, yo no. De ahora en adelante habrá que mandar una copia por teletipo de todo el tráfico de los submarinos en el Atlántico a Washington tan pronto como lo recibamos, así serán dos equipos trabajando en amistoso asesoramiento. Bla, bla, bla. Qué sé yo. Pero en el fondo es una cuestión de fuerza bruta. Siempre es así. Y cuando tengan diez veces más bombas que nosotros, lo cual, imagino, no puede tardar mucho, seis meses a lo sumo, ¿qué oportunidades nos quedarán? A nosotros nos tocará interceptar y ellos se encargarán de descifrarlo todo.

—Tampoco podemos quejarnos.

—No, no. Ya lo sé. Es sólo que… Bueno, tú y yo hemos vivido los días dorados. —Logie suspiró y estiró las piernas, contemplando sus enormes pies—. Bien, supongo que todo tiene su lado bueno.

—¿Cuál? —Jericho lo miró y entonces comprendió qué quería decir.

—¡Skynner! —exclamaron ambos al unísono, y se echaron a reír.

—Está cabreadísimo —dijo Logie con satisfacción—. Por cierto, siento lo de tu chica.

—Bien, yo… —Jericho hizo un débil gesto con la mano y gimió.

Se produjo un silencio incómodo que afortunadamente interrumpió la enfermera para decirle a Logie que el tiempo había terminado.

El se puso de pie con alivio y estrechó la mano de Jericho.

—Ponte bien enseguida, muchacho, ¿me oyes? Vendré a verte pronto.

—Hazlo, Guy. Gracias.

Pero ésa fue la última vez que lo vio.

Miss Monk se aproximó al púlpito para hacer la primera lectura: «No digas que la lucha nada vale», por Arthur Hugh Clough, un poema que ella declamó con gran determinación, lanzando de vez en cuando miradas a los fieles como desafiándolos a contradecirla. La elección estuvo bien, pensó Jericho, era de un optimismo retador. A Claire le habría gustado.

Y no sólo por las ventanas del este,

Cuando amanece, entra la luz,

Delante sube el sol, cuan lentamente,

Pero por el oeste, mira, la tierra se ilumina.

—Oremos —dijo el vicario.

Jericho se arrodilló con cuidado. Se tapó los ojos y movió los labios como los demás, pero no tenía ninguna fe en todo aquello. Fe en la matemática sí; fe en la lógica, por supuesto; fe en la trayectoria de las estrellas, sí, tal vez. Pero ¿fe en Dios, cristiano o lo que fuere?

A su lado, Wigram pronunció un sonoro «amén».

Las visitas de Wigram habían sido tan frecuentes como solícitas. Solía estrechar la mano de Jericho de aquella manera suya tan suave y peculiar. Le ahuecaba las almohadas, le servía agua, repasaba una y otra vez sus papeles. «¿Lo tratan bien? ¿Necesita alguna cosa?». Y Jericho decía que sí, gracias, que lo cuidaban bien, y Wigram siempre sonreía y decía: «Magnífico». Todo le parecía magnífico; su aspecto era magnífico, qué magnífica ayuda les había prestado, incluso una vez, qué magnífica era la vista desde el cuarto del enfermo, como si de algún modo Jericho fuera responsable de ella. Sí, cómo no, Wigram era encantador. Wigram dispensaba encanto como quien reparte sopa a los pobres.

Al principio era Jericho quien más hablaba, respondiendo a las preguntas de su visitante. ¿Por qué no había informado a las autoridades de los criptogramas que había encontrado en la habitación de Claire? ¿Por qué había ido a Beaumanor? ¿Qué se había llevado? ¿De qué manera? ¿Cómo había descifrado los mensajes? ¿Qué le había dicho Puck al saltar del tren?

Después Wigram se iba y, al día siguiente, o al otro, volvía y le preguntaba más cosas. Jericho intentaba intercalar sus propias preguntas, pero Wigram siempre las desechaba. «Luego —solía decir—. Luego. Cada cosa a su tiempo».

Y una tarde se presentó más radiante que de costumbre para anunciar que había terminado sus pesquisas. Una pequeña telaraña de arrugas apareció en los rabillos de sus ojos azules mientras sonreía. Tenía unas espesas pestañas de color rojizo, como las vacas.

—Bueno, amigo mío,

si no está demasiado fatigado, creo que debería contarle toda la historia.

Érase una vez, dijo Wigram aposentándose a los pies de la cama, un hombre llamado Adam Pukowski, de madre inglesa y padre polaco, que vivió en Londres hasta los diez años y que, cuando sus padres se divorciaron, se fue a vivir a Cracovia con su padre. Éste era profesor de matemáticas, el hijo mostró aptitudes similares, y con el tiempo entró a trabajar en el Departamento de Cifra polaco, en Pyry, al sur de Varsovia. Llegó la guerra. El padre fue llamado a filas con el rango de comandante del ejército polaco. Llegó la derrota. La mitad del país estaba ocupada por los alemanes y la otra mitad por los soviéticos. El padre desapareció. El hijo huyó a Francia donde se convirtió en uno de los quince criptoanalistas polacos de la central de cifra francesa en Gretz-Armainvillers. Nueva derrota. El hijo escapó de la Francia de Vichy al Portugal neutral, donde trabó amistad con un tal Rogerio Raposo, miembro del servicio diplomático portugués y personaje problemático.

—El hombre del tren —musitó Jericho.

—En efecto. —Wigram pareció irritarse por la interrupción; a fin de cuentas, aquél era su momento de gloria—. El hombre del tren.

Pukowski consiguió llegar a Inglaterra desde Portugal.

Mil novecientos cuarenta transcurrió sin noticias del padre de Pukowski ni de ninguno de los restantes diez mil oficiales polacos desaparecidos. En 1941, después de que Alemania invadiese Rusia, Stalin se convirtió inesperadamente en aliado de Gran Bretaña. Se hicieron las quejas correspondientes acerca de los polacos desaparecidos. Se dieron las garantías correspondientes: no había prisioneros polacos en manos soviéticas; los que hubiera podido haber ya habían sido liberados hacía tiempo.

Jericho sacudió la cabeza.

—Bueno —suspiró Wigram—, no creo que eso importe mucho. Gran parte de la historia ha quedado inevitablemente en sombras. No sabemos cómo se conocieron ni cuándo ni por qué ella accedió a ayudarlo. Ni siquiera sabemos qué le enseñó ella exactamente. Pero creo que sí podemos aventurar lo que debió de ocurrir. Ella hizo una copia de unas señales procedentes de Smolensko, y se las llevó metidas en las bragas o donde fuera. Las escondió en su casa debajo de una tabla. Su amante iría a recogerlas. A todo esto habría pasado una semana, quizá dos. Hasta el día en que Pukowski vio que uno de los oficiales muertos era su propio padre. Y al día siguiente Claire no pudo darle más que los mensajes interceptados, sin descifrar, porque alguien… —Wigram sacudió la cabeza en señal de extrañeza—. Alguien realmente muy importante, como he sabido hace poco, había decidido que ellos no querían saber nada.

De pronto, alcanzó una de las novelas de misterio que Jericho había leído ya, la hojeó, sonrió y la dejó en su sitio.

—¿Sabe una cosa, Tom? —dijo con aire pensativo—. En la historia del mundo no ha existido nada como Bletchley Park. Nunca había ocurrido que un bando supiera tantas cosas de su enemigo. De hecho, creo yo, a veces se sabe más de la cuenta. ¿Recuerda cuando bombardearon Coventry? Nuestro amado primer ministro descubrió por Enigma lo que iba a pasar con casi cuatro horas de anticipación. ¿Y sabe qué hizo?

Jericho volvió a sacudir la cabeza.

—Decir a su estado mayor que Londres estaba a punto de ser atacado y que bajaran cuanto antes a los refugios, que él se iba arriba a mirar. Luego salió al tejado del Ministerio del Aire y se pasó una hora entera esperando, a pesar del frío que hacía, un bombardeo que sabía iba a tener lugar en otra parte. Puso su granito de arena para proteger el secreto de Enigma, ¿comprende? Otro ejemplo: los petroleros que abastecen a los

U-boote. Gracias a Tiburón sabemos dónde y cuándo van a estar, y si los hundiésemos salvaríamos centenares de vidas aliadas… a corto plazo. Pero pondríamos en peligro a Enigma, porque de hacerlo, Dönitz sabría que estamos al corriente de sus códigos. ¿Ve adonde quiero ir a parar? ¿Que Stalin ha asesinado a diez mil polacos? Pero por favor, ese hombre es un héroe nacional. Gracias a él vamos a ganar la jodida guerra. Es el tercer hombre más popular de este país, después de Churchill y el rey. ¿Cómo dice aquel refrán hebreo? ¿«El enemigo de mi enemigo es mi mejor amigo»? Bien, pues como Stalin es el mayor enemigo de Hitler, hoy por hoy, y en lo que a nosotros respecta, ese maldito georgiano es un amigo excelente. ¿La masacre de Katyn? ¿La jodida masacre de Katyn? Muchísimas gracias, pero mantened la boca cerrada.

—Imagino que Puck no lo habría visto de la misma manera.

—Claro que no, amigo, yo tampoco. ¿Quiere que le diga una cosa? Creo que él nos detestaba. Después de todo, si no hubiera sido por los polacos tal vez ni siquiera habríamos descifrado Enigma. Pero a los que sí odiaba era a los rusos. Y estaba dispuesto a todo para vengarse. Aun cuando ello significara ayudar a los alemanes.

—El enemigo de mi enemigo es mi mejor amigo —murmuró Jericho, pero Wigram no estaba escuchando.

—¿Y cómo podía ayudar a los alemanes? Advirtiéndoles de que Enigma no era seguro. ¿Cómo conseguir eso? —Wigram sonrió y extendió las manos—. Pues con la ayuda de su viejo amigo de 1940, Rogerio Raposo, recién transferido de Lisboa y en ese momento correo diplomático de la legación portuguesa en Londres. ¿Le apetece un poco de té?

Para los seres queridos que nos dejaron Entonábamos nuestros himnos litúrgicos; Por el tierno amor que protege siempre A tus hijos en todo lugar

El

senhor Raposo, había dicho Wigram sorbiendo su té cuando la enfermera se hubo ido, el

senhor Raposo, que en ese momento residía en la prisión de Wandsworth, lo había confesado todo.

El 6 de marzo Pukowski había ido a ver a Raposo a Londres, donde le entregó un delgado sobre lacrado, diciéndole que podía sacar mucho dinero si lo entregaba a las personas adecuadas.

Al día siguiente, Raposo viajó a Lisboa en vuelo regular de la British Imperial Airways llevando el citado sobre, que entregó a un contacto que tenía entre el personal del agregado naval alemán.

Dos días después, los

U-boote cambiaron su tabla de clave meteorológica, iniciándose así una revisión general de la seguridad de los códigos: Luftwaffe, Afrika Korps… Los alemanes mostraron mucho interés, claro que sí. Pero no iban a abandonar lo que sus expertos insistían en considerar el sistema de codificación más seguro jamás ideado por el hombre. Sospechaban que había gato encerrado. Querían pruebas. Querían a ese informador misterioso, en persona.

—Al menos, eso suponemos.

El 14 de marzo, dos días antes del inicio de la gran batalla de los convoyes, Raposo hizo su viaje semanal a Lisboa y regresó de allí con instrucciones concretas para Pukowski. Un submarino alemán estaría esperándolo para recogerlo en la costa noroccidental de Irlanda la noche del 18.

—Y eso era de lo que hablaban en el tren —dijo Jericho.

—Y eso era de lo que hablaban en el tren. Muy bien. Nuestro Puck estaba, por así decirlo, sacando su billete. ¿Y quiere que le diga lo más aterrador? —Wigram sorbió más té, con el dedo meñique exquisitamente curvado, y miró a Jericho por encima de la taza—. Si no llega a ser por usted, Puck se habría salido con la suya.

—Pero Claire jamás habría estado de acuerdo —protestó Jericho—. Pasar unos cuantos mensajes interceptados, de acuerdo. Para divertirse. Por amor, incluso. Pero no era una traidora.

—No, por Dios. —Wigram parecía confuso—. No, estoy seguro de que Pukowski no le contó lo que tenía planeado. Pensémoslo desde su punto de vista. Ella era el eslabón débil. Podía dejarlo en la estacada en cualquier momento. De modo que imagine lo que debió de sentir él cuando vio que usted entraba por la puerta aquel viernes por la noche, recién llegado de Cambridge.

Jericho recordó la expresión de pánico de Puck, su desesperado intento por forzar una sonrisa. Ya imaginaba lo que podía haber pasado: Puck había dejado una nota en la casa diciendo que tenía que hablar con ella, Claire había vuelto a toda prisa al Park a las cuatro de la madrugada,

clic, clic, clic, sus tacones altos resonando en la oscuridad.

—Yo fui su sentencia de muerte —dijo Jericho, casi para sí.

—Supongo que así es. Puck debía de saber que usted trataría de ponerse en contacto con ella. Y al día siguiente por la noche, cuando llegó a la casa para deshacerse de las pruebas, de los criptogramas, y lo vio a usted allí… Bien…

Jericho se recostó y contempló el techo mientras Wigram relataba el resto de la historia. Poco antes de la medianoche, cuando la batalla naval daba comienzo, había recibido una llamada de la policía avisándole del hallazgo de un saco con ropa de mujer. Había tratado de localizar a Jericho, pero al encontrarse éste en paradero desconocido había echado mano de Hester Wallace y la había llevado al lago. Desde el primer momento ella comprendió que Claire Romilly había sido golpeada y estrangulada, y su cuerpo llevado al lago en un bote y arrojado por la borda.

—¿Le molesta si fumo? —Wigram encendió un cigarrillo sin esperar respuesta, utilizando el platillo como cenicero. Observó ascender el humo y preguntó—: ¿Dónde estaba?

—La noche de la batalla naval —respondió Jericho.

Ah, sí. Hester se había negado a hablar, pero no hay como un choque emocional para que alguien suelte la lengua, y al final lo había contado todo, a consecuencia de lo cual Wigram había comprendido que Jericho no era un traidor; de hecho, cayó en la cuenta de que si Jericho había descifrado los criptogramas, probablemente estaba más cerca que él de descubrir al traidor.

Entonces había desplegado a sus hombres. Ojo avizor.

Eso debió de ser hacia las cinco de la mañana.

Primero vieron a Jericho por Church Green Road en dirección a la ciudad. Luego fue visto entrando en la casa de Alma Terrace. Luego fue identificado subiendo al tren.

Wigram tenía hombres en el tren.

—A partir de ahí, y para ser sincero, ustedes tres fueron como moscas en un tarro de mermelada.

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