Enigma

Enigma


Joaquim

Página 100 de 101

J

o

a

q

u

i

m

Me despertó una violenta tormenta. Todavía era de noche. Zoe estaba en mis brazos, pero la sentí inerte, y al tocarle la frente la noté fría. Inmediatamente después, sentí la sangre que empapaba la cama. Encendí la luz y descubrí con horror el cuchillo ensangrentado en el suelo, y rastros de sangre en dirección de la escalera. Naoki había desaparecido después de matar a Zoe. Lancé un inmenso grito de desesperación. Se cumplían mis visiones.

Me enfundé un pantalón y una camisa y salí bajo el cielo desgarrado por los relámpagos. Sabía que Naoki se hallaba en el tejado de la casa de Rebecca Horn. Eché a correr descalzo por el pavimento. Trombas de agua casi tibias descendían calle abajo. El dolor me dejaba la mente en blanco. No era más que un cuerpo gesticulante que rogaba al cielo que no llevara a cabo su infamia hasta el final.

Tan pronto salí a la playa, vi a Naoki de pie en el tejado de la casa desencajada de Rebecca Horn, gritando, desnuda, los brazos dirigidos hacia el cielo. Los rayos golpeaban el mar en múltiples lugares y el cielo no cesaba de iluminarse como para sumarse a la locura de los hombres. De pronto, un relámpago llegado del fondo más oscuro del cielo trazó su incierto camino y descendió recto sobre Naoki, cuyo cuerpo se inflamó y desapareció.

Todo se había cumplido. Volví a la plaza y me senté en un banco, dejando que la lluvia lavara mi alma. Me faltaba valor para entrar en la librería. Veía el escaparate iluminado. Los libros con su tranquila quietud, indiferentes a desenlace alguno, como petrificados en su perfección. De repente odié los libros y pensé en lo fugaz que era su belleza.

Antes de que amaneciera, se despejó el cielo de golpe. Yo estaba empapado. Un hombre se acercó, pasó delante del escaparate, miró la puerta, que había permanecido abierta. A continuación se volvió y me vio sentado en mi banco. Vino hacia mí.

—Usted es el librero Joaquim Sanz, ¿no?

—Sí.

—Me alegro de encontrarle tan temprano. Habitualmente las librerías abren más tarde.

—¿Qué desea?

—Me gustaría que me cediese un ejemplar de cada libro retocado. Le pagaré lo que me pida. ¿Le queda alguno?

—Claro.

—¿Dónde están?

—En los anaqueles, mezclados con los otros.

—Verá, es que soy bibliófilo, y seguro que de aquí a unos años se venderán carísimos.

—Se los regalo. Vaya a buscarlos. Yo me quedo aquí.

—Pero si está empapado, se podría enfriar.

—Es lo último que me preocupa.

—Quería felicitarle, ha publicado usted excelentes poetas.

—Sí, fue un momento feliz de mi vida.

—Pues mire, muchas personas ni siquiera viven ese momento. Mueren llenos de penas y amargura.

—No será mi caso.

—Bien, eso facilita mi trabajo.

—¿Quién es usted?

—El que vela por el orden de las cosas.

—De modo que eso existe...

—Sí. A la muchacha de los ojos de oro la mató la mujer que era su amante y Justine murió en efecto fulminada por un rayo, mal que a usted le pese.

—Entonces, todo es inmutable, al menos en la literatura.

—Totalmente.

—Qué quimera, qué locura querer cambiar las cosas...

—Debo aclararle, en honor a la verdad, que no actúo por propia iniciativa sino únicamente como comisionado de la honorable Asociación de Escritores Catalanes.

—¿Cómo ha dado conmigo?

—El papel.

—Tenía que haberlo pensado. Era el punto flaco.

—La gente siempre olvida algo. Es lo que posibilita nuestro trabajo. Gracias por los libros. Sinceramente.

El hombre sacó una automática del bolsillo y disparó.

Nota del editor: la última página de esta novela desapareció misteriosamente, sin duda por obra de Los filósofos del tocador.

Este archivo fue creado

con BookDesigner

bookdesigner@the-ebook.org

12 de agosto de 2010

Ir a la siguiente página

Report Page