Enigma

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VII. Texto claro » Capítulo 1

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Se interrogó a todos los pasajeros que se apearon en Northampton, y con eso quedó arreglado lo del portugués. Para entonces, Wigram había dispuesto que el tren fuese desviado hacia una línea secundaria donde él podría registrarlo a placer.

Sus hombres tenían órdenes de no disparar a menos que fuese en defensa propia. Pero no iban a correr ningún riesgo. Especialmente habiendo tanto en juego.

Pukowski había hecho fuego con su pistola. Y ellos habían respondido a los disparos.

—Usted se puso en medio. Créame que lo siento.

Con todo, y estaba seguro de que Jericho estaría de acuerdo, el objetivo prioritario seguía siendo preservar el secreto de Enigma. Y eso se había logrado. El

U-boote que debía recoger a Puck había sido interceptado y hundido junto a la costa de Donegal, lo cual era matar dos pájaros de un tiro, pues ahora los alemanes pensaban que todo el asunto había sido desde el principio un mero montaje para capturar uno de sus submarinos. Por lo menos, no habían abandonado Enigma.

—¿Y Claire? —Jericho seguía mirando el techo—. ¿La han encontrado ya?

—Denos tiempo, hombre. Está a unos veinte metros de profundidad, en mitad de un lago que mide cuatrocientos metros de diámetro. Puede que tardemos un poco.

—¿Y Raposo?

—El ministro de Exteriores habló aquella mañana con el embajador portugués. Habida cuenta de las circunstancias, accedió a retirarle la inmunidad diplomática. A mediodía ya habíamos destrozado el piso de Raposo, un lugar inmundo al final de Gloucester Road. Pobre diablo. El tipo sólo estaba en esto por dinero. Encontramos dos mil dólares que le habían dado los alemanes, metidos en una caja de zapatos encima de su armario. ¡Dos de los grandes! Patético, ¿no?

—¿Qué va a ser de él?

—Lo colgarán —dijo Wigram, satisfecho—. Pero no se preocupe por él. Ya es historia. La cuestión es qué vamos a hacer con

usted.

Cuando Wigram se hubo marchado, Jericho permaneció un buen rato despierto intentando descifrar qué partes del relato se ajustaban a la verdad y cuáles no.

—«Mirad —leyó Hester—, voy a enseñaros un misterio.

»No todos moriremos, pero todos seremos transformados.

»En un instante, en un abrir y cerrar de ojos, al sonido de la última trompeta; porque ésta sonará y los muertos resucitarán incorruptibles y todos nosotros seremos transformados.

»Pues esto corruptible tiene que ser vestido de incorruptibilidad; y esto mortal vestido de inmortalidad.

»Cuando esto corruptible sea vestido de incorruptibilidad, y esto mortal de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra escrita: La victoria se tragó a la muerte.

»¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepultura, tu victoria?».

Hester cerró la Biblia y contempló a los fieles con mirada ecuánime. En el último banco divisó a Jericho, blanco como la cera, mirando al frente.

—Demos gracias a Dios.

Lo encontró esperándola a la salida del templo; una lluvia de capullos caía como confeti sobre su cabeza. Los demás se habían ido ya. Jericho tenía la cara vuelta hacia el sol y ella dedujo por la forma en que parecía querer empaparse de ese calor que hacía mucho que no disfrutaba del aire libre. Al oírla acercarse, él se volvió y sonrió, y ella esperó que su propia sonrisa disimulara la impresión del momento. Jericho tenía las mejillas hundidas, la piel cerúlea como un cirio de la iglesia; la camisa le iba demasiado grande.

—Hola, Hester.

—Hola, Tom. —Ella dudó y luego le tendió la mano enguantada.

—Magnífico servicio —terció Wigram—. Absolutamente magnífico. Todo el mundo lo ha dicho, ¿no es cierto, Tom?

—Sí. Todo el mundo. —Jericho cerró los ojos por un instante y ella comprendió que lo que en realidad quería decir era que lamentaba la presencia de Wigram pero no podía hacer nada al respecto. Soltó la mano de Hester y añadió—: No quería marcharme sin ver qué tal estaba usted.

—Oh, bien —dijo ella, con fingida jovialidad—. Tirando, ya sabe.

—¿Ha vuelto al trabajo?

—Oh, sí. Mis pañuelos me necesitan.

—¿Sigue viviendo en la casa?

—Por ahora. Pero creo que me mudaré tan pronto como encuentre otro alojamiento.

—Demasiados fantasmas, ¿no?

—Algo así.

De repente a Hester le dio rabia aquella conversación tan banal, pero no se le ocurría nada mejor que decir.

—Leveret nos espera —dijo Wigram—. Con el coche. Para llevarnos a la estación.

A través de la verja Hester vio el largo capó negro. El chófer estaba apoyado en él, mirándolos y fumando un cigarrillo.

—¿Se le escapa el tren, Mr. Wigram? —preguntó Hester.

—A mí no —dijo él, como si semejante idea fuera un ultraje—. A Tom. ¿No es cierto, Tom?

—Regreso a Cambridge —explicó Jericho—. A descansar por unos meses.

—La verdad es que deberíamos darnos prisa —continuó Wigram, consultando el reloj—. Quién sabe… siempre es posible que el tren llegue sin retraso.

—¿Nos disculpa un momento, Mr. Wigram? —dijo Jericho, enfadado. Sin respuesta, apartó a Hester de Wigram camino de la iglesia—. Este sujeto no me deja en paz ni un momento —susurró—. Oiga, si puede usted soportarlo, ¿me daría un beso?

—¿Qué…? —Ella no estaba segura de haberle oído correctamente.

—Un beso. Rápido. Por favor.

—Muy bien. Tampoco me cuesta tanto.

Hester se quitó el sombrero y rozó con sus labios la magra mejilla.

Jericho la tomó por los hombros y le dijo en voz baja al oído:

—¿Invitó usted al padre de Claire?

—Sí. —«Se ha vuelto loco», pensó ella. «La conmoción le ha afectado al cerebro»—. Naturalmente que sí.

—¿Y qué ha pasado?

—No me contestó.

—Lo sabía —susurró él. Ella notó que le apretaba con mayor fuerza.

—¿El qué?

—Ella no ha muerto…

—Muy conmovedor —dijo Wigram en voz alta, acercándose a la pareja—, y créanme que detesto interrumpir, pero va a perder usted el tren, Mr. Jericho.

Él la soltó y dio un paso atrás.

—Cuídese —dijo.

Por un instante ella quedó sin habla:

—Lo mismo digo —articuló por fin.

—Escribiré.

—Oh, sí. Hágalo, por favor.

Wigram le tiraba del brazo. Jericho dedicó a Hester una última sonrisa y un encogimiento de hombros, y luego dejó que el otro se lo llevara de allí.

Hester lo vio alejarse penosamente por la cuesta y cruzar la verja. Leveret abrió la puerta del coche y, en ese instante, Jericho se volvió para saludar con el brazo. Ella levantó la mano a su vez, lo vio acomodarse a duras penas en el asiento de atrás, y luego la puerta se cerró. Hester bajó la mano.

Después de que el coche partiera, Hester permaneció unos minutos allí y luego se ajustó el sombrero y entró otra vez en la iglesia.

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