Enigma

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I. Susurros » Capítulo 2

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Jericho no abrió sus cartas de inmediato, sino que sacó pecho y se inclinó hacia el viento. Tras una semana encerrado en sus habitaciones, la abundancia de oxígeno que le golpeaba el rostro hacía que se sintiese mareado. Torció a la derecha y enfiló el sendero de losas que cruzaba el

college y el pequeño puente hasta el prado que se extendía más allá. A su izquierda tenía el paraninfo, y a su derecha, al final de una gran extensión de césped, la imponente fachada de la capilla. Una escueta columna de niños de coro iba saltando a su abrigo, con las togas ondeando al viento.

Jericho se detuvo. Una ráfaga de viento le hizo columpiarse sobre los talones, forzándolo a dar medio paso atrás. Un pasadizo de piedra partía del sendero bajo un exuberante arco de hiedra sin cuidar. Miró, por mera costumbre, las ventanas del segundo piso. Tenían las contraventanas cerradas. También ahí la hiedra había podido crecer sin control, y varios de los pequeños cristales en forma de rombo habían desaparecido bajo el espeso follaje.

Dudó por un instante, y luego dejó el sendero para adentrarse, bajo la dovela, en las sombras.

La escalera estaba como él la recordaba, sólo que ahora aquella ala del

college permanecía cerrada y el viento había llenado de hojas secas la caja de la escalera. Un diario atrasado se le enroscó en las piernas igual que un gato hambriento. Probó el interruptor de la luz. Un chasquido inútil. No había bombilla. Pero consiguió distinguir el nombre entre los tres pintados sobre un tablón en elegantes mayúsculas blancas, ahora agrietadas y sucias.

TURING, A.M.

Qué nervioso había subido por aquellos escalones por primera vez —¿cuándo?, ¿en el verano de 1938?; hacía una eternidad— para encontrarse a un joven sólo cinco años mayor que él, tímido como un alumno de primer año, con su mechón de pelo negro colgándole sobre los ojos: el gran Alan Turing, autor de

Sobre los números racionales y padre de la Máquina Computadora Universal.

Turing le había preguntado qué tema se proponía escoger para su tesis de primer año.

—La teoría de los números primos de Riemann.

—Pero si es lo que yo estoy investigando.

—Lo sé —le había espetado Jericho—, por eso lo he escogido.

Turing se había reído ante tan escandalosa demostración de culto al héroe y había accedido a supervisar el trabajo de Jericho, pese a que él detestaba enseñar.

Jericho subió hasta el rellano e intentó abrir la puerta. Estaba cerrada, por supuesto. El polvo le ensució la mano. Trató de recordar el aspecto de la habitación. La impresión dominante había sido de sordidez. Libros, notas, cartas, ropa sucia, botellas y latas de comida vacías, todo esparcido por el suelo. Un oso de peluche llamado

Porgy sobre la repisa de la chimenea de gas, y en un rincón un astroso violín que Turing había adquirido en una tienda de trastos viejos.

La timidez de Turing había hecho imposible llegar a conocerlo bien. Por otra parte, desde la Navidad de 1938 apenas si se le había visto el pelo. Cancelaba las supervisiones en el último minuto alegando que tenía que ir a Londres. Otras veces Jericho subía por aquellos escalones, llamaba a la puerta y nadie acudía a abrir, pese a que él tenía la certeza de que había alguien detrás de la puerta. Cuando, hacia la Pascua de 1939, no mucho después de que los nazis entraran en Praga, los dos hombres por fin coincidieron, Jericho se atrevió a decir:

—Mire, señor, si no quiere supervisarme…

—No es eso.

—O si está haciendo avances sobre la hipótesis de Reimann y prefiere no compartirlos…

—Tom —lo interrumpió Turing con una sonrisa—, le aseguro que no estoy haciendo el menor avance sobre Reimann.

—¿Entonces…?

—No se trata de Reimann. —Hizo una pausa, y luego añadió en voz baja—: Verá usted, en la actualidad están sucediendo otras cosas en el mundo, aparte de las matemáticas…

Dos días después Jericho había encontrado en su casilla una nota que rezaba: «Le ruego que venga esta tarde a mis habitaciones a tomar una copa. F.J. Atwood».

Jericho se retiró de la puerta. Estaba mareado. Se agarró al deslucido pasamanos y fue bajando por la escalera con cuidado, como un viejo.

Atwood. Nadie rehusaba una invitación de Atwood, catedrático de historia antigua, decano del

college antes ya de que Jericho naciera y hombre poseedor de múltiples conexiones con Whitehall. Era como ser llamado por el mismo Dios.

—¿Habla algún idioma? —Había sido la primera pregunta de Atwood mientras servía el jerez. Tenía más de cincuenta años y su único amor conocido era el

college. Sus libros ocupaban un lugar destacado en el estante que había detrás de él:

El arte de la guerra en Grecia y Macedonia; César como hombre de letras; Tucídides y su historia.

—Sólo alemán —respondió Jericho, que lo había aprendido de muchacho para leer a Gauss, Kummer, Hilbert, los grandes matemáticos del siglo XIX.

Atwood asintió al tiempo que le ofrecía una copa de cristal con una minúscula cantidad de un jerez muy seco.

—¿Conoce a Heródoto, por casualidad? ¿Sabe la historia de Histiaeus?

Pregunta retórica; casi todas las de Atwood lo eran.

—Histiaeus quería enviar un mensaje desde la corte persa a su cuñado Aristágoras, el tirano de Mileto, instándolo a levantarse en armas. Temía, sin embargo, que su mensaje fuese interceptado. Su solución fue hacer afeitar la cabeza de su esclavo de mayor confianza, tatuarle el texto en el cuero cabelludo, esperar a que el pelo le creciese de nuevo, y luego enviarlo a la presencia de Aristágoras con el recado de que lo raparan al cero. Poco fiable, pero, en su caso, eficaz. Salud.

Jericho se enteró después de que Atwood contaba la misma historia a todos sus candidatos. Histiaeus y su esclavo calvo daban paso a Polibio y su método de antorchas, a la carta de César a Cicerón utilizando un alfabeto en que la A estaba cifrada como D, la B como E, la C como F, y así sucesivamente. Por último, acercándose más al asunto sin dejar de dar rodeos, le tocaba el turno a la clase de etimología.

Crypta, palabra latina, del griego

κρύπτη que significa oculto, escondido. De ahí, «cripta», lugar subterráneo donde se enterraba a los muertos, y «cripto», secreto. Criptocomunista, criptofascista… A propósito, no será usted alguna de esas cosas, ¿verdad?

—No, no soy un lugar donde se enterraba a los muertos.

—Criptograma… —Atwood levantó su copa a la luz y miró fijamente el líquido cristalino—. Criptoanálisis… Me ha dicho Turing que usted podría hacerlo bastante bien…

Jericho tenía fiebre cuando llegó a sus habitaciones. Cerró la puerta con llave y se desplomó boca abajo en la cama sin hacer, vestido aún con el abrigo y la bufanda. En ese momento oyó pasos y alguien llamó a la puerta.

—El desayuno, señor.

—Gracias. Déjelo fuera.

—¿Se encuentra bien, señor?

—Sí.

Oyó el ruido de la bandeja al ser depositada en el suelo, y los pasos que se alejaban. El cuarto parecía estar adquiriendo proporciones desmesuradas, una esquina del techo pareció repentinamente enorme y lo bastante cercana para tocarla. Cerró los ojos y las visiones le llegaron a través de la oscuridad.

Turing, con su media sonrisa: «Tom, le aseguro que no estoy haciendo ningún avance en lo de Riemann…».

Logie, sacudiéndole la mano y gritando sobre el ruido de las máquinas: «El primer ministro acaba de telefonear para felicitarnos…».

Claire, rozándole la mejilla y susurrando: «Pobrecito, realmente estás colado por mí, ¿verdad? Pobrecito…».

«Atrás —una voz de hombre, la de Logie—. Atrás, dadle aire…».

Y luego, nada.

Al despertar, lo primero que hizo fue mirar el reloj. Había estado inconsciente cerca de una hora. Se incorporó y se palpó los bolsillos del abrigo. En alguna parte tenía una libreta donde registraba la duración de cada ataque, así como los síntomas. La lista era inquietantemente larga. Lo que encontró en su lugar fueron los tres sobres.

Los puso encima de la cama para examinarlos. Finalmente, abrió dos. En uno había una postal de su madre, en el otro una de su tía, ambas deseándole un feliz cumpleaños. Ninguna de las dos tenía idea de qué estaba haciendo él, y ambas, lo sabía bien, se sentían frustradas y culpables de que no llevase uniforme ni hubiera sido herido, como los hijos de casi todas sus amigas.

—¿Qué le digo yo a la gente? —había preguntado su madre, desesperada, durante una de sus breves visitas, tras haberse negado una vez más a contarle lo que hacía.

—Pues di que trabajo para el gobierno en comunicaciones —contestó él, empleando la fórmula que le habían sugerido para tales casos.

—Es que quizá quieran saber más.

—Entonces deberías llamar a la policía; su actitud es sospechosa.

Su madre pensó en la catástrofe social que significaría el que el inspector interrumpiera su partida de bridge y guardó silencio.

¿Y la tercera carta? Como Kite antes que él, Jericho le dio la vuelta y la olfateó. ¿Eran imaginaciones suyas o había trazas de perfume? Cenizas de Rosa, de Bourjois; hacía sólo un mes un frasco minúsculo de eso lo había dejado prácticamente en la bancarrota. Empleó su regla de cálculo a modo de abrecartas y cortó el sobre por arriba. Dentro había una postal barata, escogida al azar (se veía una fuente de fruta, ni más ni menos), con un mensaje típico para las circunstancias, o eso imaginó, ya que nunca había pasado antes por una situación igual. «Queridísimo T… siempre te consideraré un amigo… tal vez en el futuro… he sentido mucho saber que… las prisas… besos…». Cerró los ojos.

Más tarde, una vez completado el crucigrama, una vez que Mrs. Sax hubo terminado de limpiar, una vez que Bickerdyke hubo dejado otra bandeja de comida para al cabo de un rato llevársela intacta, Jericho se puso a gatas, sacó su maleta de debajo de la cama y la abrió. Doblados dentro de las obras completas de Sherlock Holmes, primera edición, 1930, había seis folios llenos de su diminuta letra. Los llevó al desvencijado escritorio que había al lado de la ventana y los alisó con la mano.

«La máquina de descifrar convierte el input (lenguaje ininteligible, I) en el lenguaje cifrado (C) por medio de una función f. Por lo tanto C=f (I, K), siendo K la tecla…».

Sacó punta al lápiz, apartó de un soplo las virutas y se inclinó sobre las hojas.

«Supongamos que K tiene un número N de posibles valores. Para cada uno de estos supuestos debemos comprobar si f-1 (C, K) produce lenguaje ininteligible, siendo f-1 la función descifradora que produce I si K es correcto…».

El viento rizaba la superficie del Cam. Una flotilla de ánades cabalgaba sobre las olas, sin moverse, como buques anclados. Dejó el lápiz y leyó otra vez la postal, tratando de medir el sentimiento oculto en aquellas insípidas frases. ¿Sería posible, se preguntó, construir una fórmula similar para cartas, para cartas de amor o cartas que señalasen el fin del amor?

«El input (sentimiento, S) es convertido en texto (T) por la mujer, mediante la función m. Así, T=m (S, V), siendo V el vocabulario. Supongamos que V tiene N posibles valores…».

Los símbolos matemáticos se difuminaron ante sus ojos. Llevó la postal al dormitorio, se arrodilló ante la chimenea y encendió una cerilla. El papel ardió brevemente y se retorció en su mano hasta convertirse rápidamente en ceniza.

Sus días fueron poco a poco tomando forma.

Se levantaba temprano y trabajaba un par de horas. No en criptoanálisis —lo quemó todo el mismo día en que quemó la postal— sino en matemática pura. Luego echaba un sueñecito. Antes de almorzar hacía el crucigrama del

Times calculando el tiempo que tardaba con el viejo reloj de bolsillo de su padre; nunca necesitaba más de cinco minutos para terminarlo, y en una ocasión lo logró en tres minutos cuarenta segundos. Podía resolver una serie de complicados problemas de ajedrez —«los himnos de las matemáticas», como los llamaba G. H. Hardy— sin emplear fichas ni tablero. Todo ello le sirvió para comprobar que su cerebro no había resultado dañado para siempre.

Después del crucigrama y el ajedrez leía por encima las noticias de la guerra mientras intentaba comer algo sentado a su escritorio. Trataba de evitar la Batalla del Atlántico (VÍCTIMAS DE SUBMARINO ALEMÁN CONGELADAS EN sus BOTES SALVAVIDAS) y de concentrarse en el frente ruso: Pavlogrado, Demiansk, Rzhev… los soviéticos parecían estar reconquistando una nueva ciudad cada pocas horas, y le pareció divertido que el

Times informara sobre el día del Ejército Rojo con el mismo respeto que si hubiese sido el cumpleaños del rey.

Por la tarde dedicaba un rato a caminar, alejándose cada vez un poco más —al principio dentro de los límites del

college o de la ciudad desierta, aventurándose después por la escarchada campiña— para regresar al caer la tarde y sentarse junto a la estufa de gas y leer su Sherlock Holmes. Empezó a ir a cenar al comedor, aunque declinó educadamente el puesto que el rector le ofrecía en la mesa principal. La comida era tan mala como en Bletchley, pero el entorno era mejor, con las velas parpadeando en los retratos de gruesos marcos y rielando sobre las largas mesas de roble bruñido. Aprendió a ignorar las miradas abiertamente curiosas del personal del

college. Cortaba con un gesto de la cabeza cualquier intento de conversación. No le importaba estar solo. La soledad había sido su vida. Hijo único, hijastro, niño «con talento»; siempre había algo que lo separaba de los demás. En el pasado no podía hablar de su trabajo porque casi nadie le entendía. Ahora no podía hablar de ello porque era confidencial. Siempre lo mismo.

Hacia el final de su segunda semana había conseguido dormir por las noches, cosa que no lograba desde hacía más de dos años.

Tiburón, Enigma, bomba, birlar, bombón, criba; lentamente fue consiguiendo borrar de su conciencia todo el extraño léxico de su vida secreta. Sorprendido, advirtió que hasta la imagen de Claire se volvía difusa con el paso de los días. Seguía teniendo recuerdos fugaces pero vividos, especialmente por la noche —el olor a limón del pelo recién lavado, los grandes ojos grises claros como el agua, la suave voz en parte divertida, en parte aburrida— pero las partes ya no lograban formar un todo coherente. El conjunto iba desvaneciéndose.

Escribió a su madre y la persuadió de que no fuera a verlo.

El médico le había dicho que se curaría con un poco de cama y aire libre y, para sorpresa de Jericho, parecía que el hombre estaba en lo cierto. Se pondría bien otra vez. Al fin y al cabo, postración nerviosa, o como lo llamaran, no era lo mismo que locura.

Y entonces, sin previo aviso, el viernes 12 de marzo fueron a buscarlo.

La noche anterior había oído casualmente a un profesor ya entrado en años quejarse de la nueva base aérea que los americanos estaban construyendo al este de Cambridge.

—Yo les dije: «¿Se dan cuenta de que están en un emplazamiento fósil del pleistoceno? ¿Que yo personalmente he extraído de ahí la médula del

Bos primige-nius?». Pues esos tipos se rieron en mi cara…

«Bien por los yanquis», pensó Jericho, y en ese mismo instante decidió que aquél sería un estupendo fin de etapa para su paseo de la tarde. Y puesto que eso significaba caminar como mínimo cuatro kilómetros y medio más, partió antes de lo habitual, justo después del almuerzo.

Pasó a grandes zancadas por los campos a lo largo del río Cam, dejó atrás la biblioteca Wren, las torres de azúcar glas de Saint John’s y el campo de deportes donde dos docenas de muchachos con camiseta morada jugaban a rugby, y luego torció a la izquierda prosiguiendo su larga caminata al lado de Madingley Road. Al cabo de diez minutos estaba en pleno campo.

Kite había pronosticado que nevaría, pero aunque aún hacía frío, el sol brillaba y el cielo era espectacular, una cúpula de puro azul sobre el paisaje llano de East Anglia, salpicado durante kilómetros por las manchitas plateadas de los aviones y los arañazos blancos de las estelas. Antes de la guerra había recorrido ese mismo campo en bicicleta casi cada semana sin apenas ver un solo coche. Ahora no dejaban de pasar grandes camiones americanos que lo obligaban a arrimarse a la cuneta; más rápidos, más modernos que los vehículos del ejército británico, y con la trasera cubierta por lonas de camuflaje. Entre las sombras asomaban las caras blancas de los aviadores norteamericanos. De vez en cuando alguno lo saludaba al pasar, y Jericho devolvía el saludo, sintiéndose ridículamente inglés e inseguro.

Al rato alcanzó a ver la nueva base. Se quedó junto a la carretera viendo cómo despegaban a lo lejos tres Fortalezas Volantes, uno detrás del otro. Aquellos enormes aparatos le parecieron demasiado pesados para levantarse del suelo. Avanzaron pesadamente por la pista recién revestida de cemento, rugiendo de frustración, dando zarpazos al aire hasta que de pronto apareció debajo de sus panzas un resquicio de luz, y ya estaban en vuelo.

Jericho permaneció allí casi media hora, sintiendo cómo el aire latía con la vibración de los motores, oliendo el débil perfume de la gasolina de avión que le traía el aire frío. Jamás había presenciado una demostración de fuerza como aquélla. Los fósiles del pleistoceno, se dijo entonces con macabro placer, se habrán convertido en un montón de polvo. ¿Cómo era aquella frase de Cicerón que a Atwood le gustaba tanto citar?

«Nervos belli, pecuniam infinitam». Dicho prosaicamente, la guerra es cuestión de dinero.

Miró su reloj y advirtió que si quería llegar al

college antes de que anocheciese, tenía que ponerse rápidamente en camino.

Llevaba recorrido poco más de un kilómetro cuando oyó a sus espaldas el ruido de un motor. Un jeep lo adelantó, dobló bruscamente y frenó en seco. El conductor, arropado en un grueso chaquetón, se levantó del asiento y le hizo señas.

—¡Eh! ¿Quiere que lo lleve?

—Me haría un favor. Gracias.

—Suba.

El americano no tenía ganas de hablar, cosa que a Jericho le fue muy bien. Se agarró a los cantos de su asiento y miró al frente mientras corrían dando saltos en dirección a la ciudad. El conductor lo dejó en la parte de atrás del

college, se despidió y arrancó de nuevo. Jericho lo vio alejarse, se volvió y cruzó la verja.

Antes de la guerra, ese paseo de trescientos metros, a esa misma hora del día y en esa época del año, había sido el preferido de Jericho: el sendero que corría entre una alfombra de azafranes malvas y amarillos, las desgastadas piedras iluminadas por prolijas lámparas victorianas, las agujas del templo a la izquierda, las luces del

college a la derecha. Pero los azafranes se retrasaban, las farolas no se encendían desde 1939, y una cisterna de agua desfiguraba la célebre perspectiva del templo. Sólo una luz brillaba débilmente en el

college, y a medida que se aproximaba Jericho fue comprendiendo que era la de

su ventana.

Se detuvo, ceñudo. ¿Habría dejado encendida la luz del escritorio? Estaba seguro de que no. Mientras miraba, vio una sombra, un movimiento, una silueta en el cuadrado amarillo claro. Dos segundos después se encendió la luz de su dormitorio.

Aquello no podía ser.

Echó a correr. Cubrió la distancia hasta su escalera en treinta segundos y subió por los peldaños como un atleta. Sus botas repicaron en la desgastada piedra.

—¿Claire? —gritó—. ¿Claire? —La puerta que daba al rellano estaba abierta.

—Calma, amigo —dijo una voz masculina desde dentro—, o te harás daño.

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