Enigma

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I. Susurros » Capítulo 3

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—¡El primer ministro acaba de telefonear para felicitarnos!

La voz de Logie sonaba muy lejana. Jericho se inclinó para oír mejor lo que había dicho Churchill y en ese momento el piso de cemento se derritió bajo sus pies y Jericho cayó de bruces en las tinieblas.

—Lo es —dijo Jericho.

—¿Cómo, muchacho?

—Hace un momento has dicho que Tiburón era un monstruo y luego has dicho que aún lo es. —Apuntó con el tenedor a Logie—. Ya sé por qué estás aquí. Lo habéis perdido, ¿no es eso?

Logie gruñó y contempló el fuego, y Jericho sintió que le colgaban una piedra del corazón. Se apoyó en el respaldo, sacudió la cabeza y soltó una risotada.

—Gracias, Tom —dijo Logie en voz baja—. Me alegro de que lo encuentres divertido.

—Y yo pensando que habías venido a darme calabazas. Eso sí que tiene gracia, ¿no te parece, amigo?

—¿Qué día es hoy? —preguntó Logie.

—Viernes.

—Bien. Bien. —Apagó su pipa con el pulgar y se la guardó en un bolsillo. Suspiró y añadió—: Veamos. Eso quiere decir que ocurrió el lunes pasado. No, el martes. No hemos dormido mucho últimamente.

Se pasó la mano por el pelo, que empezaba a escasear y, según Jericho advirtió por primera vez, se le había vuelto casi gris. «Entonces no soy sólo

yo —pensó—. Somos todos; nos estamos cayendo a pedazos. Falta de aire libre, falta de sueño, escasez de alimentos frescos, semanas de seis días y jornadas de doce horas…».

—Cuando tú te fuiste todavía llevábamos un poco de ventaja —prosiguió Logie—. Ya conoces los pasos. Cómo no. Tú fuiste el que dio con la solución. Esperábamos a que Cabaña 10 descifrase el código meteorológico naval, y con un poco de suerte teníamos cribas suficientes como para abordar los partes abreviados del día. Eso nos daba tres de los cuatro ajustes de rotor, y después ya podíamos hincarle el diente a Tiburón. El lapso de tiempo variaba. Unas veces lo descifrábamos en un solo día, otras en tres o cuatro. En fin, que teníamos entre manos verdadero polvo de oro y éramos los niños mimados de Whitehall.

—Hasta el martes.

—Exacto. —Logie echó un vistazo a la puerta y bajó la voz—. Es una verdadera tragedia, Tom. Habíamos reducido las pérdidas en el Atlántico Norte en un setenta y cinco por ciento. Eso equivale más o menos a trescientas mil toneladas al mes. La información era sorprendente. Sabíamos dónde estaban los submarinos casi con la misma precisión que los alemanes. Visto retrospectivamente, está claro que eso no podía durar. Los nazis no son idiotas. Yo siempre he dicho que el éxito engendra el fracaso, y cuanto mayor es el éxito, tanto mayor puede ser el fracaso. Me lo habrás oído decir más de una vez. El contrarío empieza a recelar…

—¿Qué pasó el martes, Guy?

—De acuerdo. Perdona. El martes. Serían las ocho de la tarde. Recibimos una llamada de una de las estaciones interceptadoras, creo que Flowerdown, pero Scarborough lo oyó también. Yo estaba en la cantina. Puck vino a buscarme. Habían empezado a pescar algo a primera hora de la tarde. Una palabra aislada que radiaban cada hora, hora tras hora. Procedía de Sainte-Assise en las dos redes principales de emisoras de los submarinos.

—La palabra estaba en clave Tiburón, supongo.

—No, espera. Por eso se encontraban todos tan nerviosos. No estaba en clave. Ni siquiera en Morse. Era una voz humana. De hombre. Y repetía una sola palabra:

Akelei.

—Akelei —murmuró Jericho—.

Akelei… Es una flor, ¿no?

—Bravo. —Logie batió palmas—. Eres extraordinario, Tom. ¿Ves por qué te echo de menos? Tuvimos que preguntarle a uno de nuestros empollones de alemán.

Akelei: planta ranunculácea con flores de cinco pétalos, del latín

Aquilegia. Para las personas corrientes, aguileña.

Akelei —repitió Jericho—. Debe de ser alguna clase de señal predeterminada, ¿no?

—Lo es.

—¿Y significa?

—Problemas, eso es lo que significa, querido. No lo descubrimos hasta ayer a medianoche. —Logie parecía haber perdido el buen humor. Tenía la cara ceñuda—.

Akelei quiere decir: «Cambiar la tabla de clave meteorológica». Se han pasado a otra, y no tenemos ni idea de qué se puede hacer. Nos han cerrado la puerta a Tiburón, amigo. Estamos a dos velas otra vez.

Jericho no tardó en recoger sus cosas. Desde su llegada a Cambridge no había comprado otra cosa que un periódico, de modo que se llevó exactamente lo mismo que había traído tres semanas antes: dos maletas llenas de ropa, unos cuantos libros, una estilográfica, una regla de cálculo, lapiceros, un juego de ajedrez portátil y un par de botas de excursionista. Dejó las maletas encima de la cama y fue recogiendo sus pertenencias mientras Logie le miraba desde el vano de la puerta.

De las profundidades de su subconsciente, surgió de forma espontánea una canción infantil: «Por falta de clavo se perdió el caballo; por falta de caballo se perdió el jinete; por falta de jinete, se perdió la batalla; por falta de batalla se perdió el reino; y todo por falta de un clavo en la herradura…». Dobló una camisa y la puso sobre sus libros.

Por falta de un código podían perder la Batalla del Atlántico. Tantos hombres, tanto material en peligro por una cosa tan pequeña como un cambio en los códigos meteorológicos. Era absurdo.

—Es fácil distinguir a los chicos de internado —dijo Logie—. Van ligeros de equipaje. Supongo que de tantos interminables viajes en tren.

—Yo lo prefiero.

Remetió unos calcetines por un lado de la maleta. Volvía a Bletchley. Lo necesitaban. Y no sabía si eso lo halagaba o lo aterrorizaba.

—En Bletchley tampoco tienes muchas cosas, ¿verdad?

Jericho se volvió y dijo:

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Ah. —Logie se sobresaltó, azorado—. Me temo que tuvimos que vaciar tu habitación y, bueno, dársela a otra persona. Problemas de espacio y eso.

—¿Pensabais que no iba a volver?

—Bien, digamos qué no sabíamos que te necesitaríamos tan pronto. De todos modos, tienes alojamiento nuevo en la ciudad; al menos será más céntrico. No tendrás que dar largos paseos en bici por la noche.

—A mí me gusta dar largos paseos en bici por la noche. Me despeja la mente. —Jericho aseguró los cierres de las dos maletas.

—Oye, querido, ¿te ves con ánimos? Nadie quiere forzarte a nada.

—Por la pinta que traes, creo que estoy en mejores condiciones que tú.

—Es que no querría que te sintieras presionado…

—Cállate ya, Guy.

—De acuerdo. Imagino que no te hemos dejado demasiadas opciones, ¿verdad? ¿Te ayudo con las maletas?

—Si estoy bien para volver a Bletchley, también lo estoy para cargar con un par de maletas.

Las llevó hasta la puerta y apagó la luz. Apagó la estufa de gas de la salita y echó un último vistazo. El viejo sofá excesivamente rellenado. Las sillas llenas de rasguños. La desnuda repisa de la chimenea. Así era su vida, pensó, una sucesión de cuartos mal amueblados cortesía de las instituciones inglesas: escuela, universidad, gobierno. Se preguntó cómo iba a ser la próxima habitación. Logie abrió la puerta y Jericho apagó la luz del escritorio.

La escalera estaba a oscuras. Hacía tiempo que la bombilla se había fundido. Logie encendió una cerilla y empezó a bajar por los peldaños de piedra. Al llegar abajo, distinguieron apenas la silueta de Leveret, recortada contra la negra mole del templo. Leveret, que montaba guardia, se volvió y se llevó la mano al bolsillo.

—Tranquilo, Mr. Leveret —dijo Logie—. Soy yo. Mr. Jericho viene con nosotros.

Leveret tenía una linterna de defensa antiaérea, un artilugio envuelto en papel de seda. Guiándose por el pálido haz de luz y por el tenue resplandor del cielo vespertino, avanzaron los tres por las dependencias del

college. Al pasar por delante del comedor oyeron ruido de cubiertos y las voces de los comensales. Jericho sintió una punzada de arrepentimiento. Pasaron por la conserjería y franquearon el portillo practicado en la enorme puerta de roble. Un resquicio de luz apareció en una de las ventanas al descorrer alguien unos milímetros de cortina. Con Leveret delante y Logie detrás, Jericho tuvo la curiosa sensación de hallarse bajo arresto.

El Rover del rector estaba aparcado en la zona adoquinada. Leveret abrió la puerta con sumo cuidado y les iluminó el asiento de atrás. El interior estaba frío y olía a cuero viejo y ceniza de cigarrillo. Mientras Leveret metía los bultos en el maletero Logie dijo de pronto:

—Por cierto, ¿quién es Claire?

—¿Claire? —Jericho oyó su propia voz en la oscuridad; sonaba culpable y a la defensiva.

—Cuando subías por la escalera he creído oírte gritar «Claire». ¿Claire? —Logie lanzó un silbido—. Oye, ¿no será la rubia platino de Cabaña 3? Me juego algo a que sí. Eres un cabrón con suerte…

Leveret puso el motor en marcha. El Rover petardeó varias veces. Leveret soltó el freno y el enorme coche se bamboleó por los adoquines hacia King’s Parade. La larga calle estaba desierta en ambas direcciones. Un jirón de niebla brilló a la luz de los faros amortiguados. Logie seguía riendo disimuladamente cuando doblaron a la izquierda.

—Sí, me juego algo a que es ella. Qué suerte tienes, cabrón…

Kite permaneció apostado en su ventana, mirando las luces de cola, hasta que se perdieron tras la esquina de Goville y Caius. Corrió de nuevo la cortina. Vaya, vaya…

Ya tenían de qué hablar al día siguiente. Escucha esto, Dottie. Dos hombres se llevaron a Jericho en plena noche —bueno, de acuerdo, eran las ocho—; uno era alto y el otro estaba claro que era un poli de paisano. Lo escoltaron todo el tiempo sin cruzar palabra. El tipo alto y el poli habían llegado a eso de las cinco mientras el joven profesor aún estaba de paseo por ahí, el alto —seguramente un detective— había hecho a Kite toda clase de preguntas: «¿Ha recibido visitas desde que llegó? ¿Ha escrito a alguien? ¿Le han escrito a él? ¿Qué ha estado haciendo?». Luego habían cogido sus llaves y habían registrado su cuarto antes de que Jericho llegara de su paseo.

Allí había algo turbio. Muy turbio.

Espía, genio, víctima de mal de amores… y ahora, ¿qué? ¿Un delincuente? Muy posible. ¿Un enfermo fingido? ¿Un fugitivo? ¡Un desertor! Era eso, seguro: ¡Un desertor!

Kite volvió a sentarse junto al hornillo, abrió el periódico de la tarde y leyó:

SUBMARINO NAZI TORPEDEA TRANSATLÁNTICO. MUJERES Y NIÑOS ENTRE LAS VÍCTIMAS.

Kite sacudió la cabeza ante la iniquidad del mundo. Era repugnante, un joven de esa edad, sin uniforme militar, escondido en medio de Inglaterra mientras madres y niños eran asesinados.

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