Enigma

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II. Criptograma » Capítulo 2

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Siempre que alguien le preguntaba por qué era matemático —algún amigo de su madre, quizá, o un colega curioso sin el menor interés por la ciencia— Jericho sacudía la cabeza, sonreía y aseguraba no tener ni idea. Si insistían, podía remitirlos, no sin timidez, a la definición propuesta por G. H. Hardy en su famosa

Apología: «El matemático, como el pintor o el poeta, es un creador de pautas». Si eso no les satisfacía, procuraba explicarlo citando el ejemplo más básico que sabía: pi —3,14— la razón de la circunferencia con respecto al diámetro. Si se calcula el número pi hasta un millar, o un millón, de decimales no se puede descubrir ninguna pauta en su interminable secuencia de dígitos. Da la impresión de ser aleatorio, caótico, feo. Pero Leibniz y Gregory pueden coger ese mismo número y extraer de él una pauta de cristalina elegancia:

pi/4 = 1 - 1/3 + 1/5 - 1/7 + 1/9 -…

y así hasta el infinito. Esto no tenía ninguna utilidad práctica, sencillamente era bonito —para Jericho, tan sublime como una fuga de Bach—, y si su interlocutor seguía sin ver adonde quería ir a parar, entonces, apenado, lo dejaba por inútil.

Según el mismo principio, Jericho pensaba que la máquina Enigma era hermosa, una auténtica obra maestra de la inventiva humana que creaba el caos a la par que una pequeñísima dosis de significado. En sus primeros días en Bletchley Jericho solía imaginar que algún día, terminada la guerra, seguiría la pista de su inventor alemán, Arthur Scherbius, para invitarlo a unas cervezas. Pero luego se había enterado de que Scherbius había sido muerto en 1929 —y eso era lo más ridículo— por un caballo desbocado, y que no había podido conocer el éxito de su patente.

De haber vivido unos años más, se habría hecho rico. A finales de 1942 Bletchley calculaba que los alemanes habían fabricado un mínimo de cien mil Enigmas. Cada cuartel general del ejército tenía una, así como cada base de la Luftwaffe, cada barco de guerra, cada submarino, cada puerto, cada estación de ferrocarril importante, cada brigada de las SS y cuartel general de la Gestapo. Ninguna nación había confiado jamás tal cantidad de información secreta a un solo aparato.

Los criptoanalistas tenían en la mansión un cuarto lleno de Enigmas capturadas al enemigo. Jericho había pasado horas jugando con ellas. Eran aparatos pequeños (unos treinta centímetros en cuadro por quince de ancho), portátiles (sólo pesaban doce kilos) y de funcionamiento sencillo. Se ponía en marcha la máquina, se tecleaba el mensaje y el texto en clave aparecía deletreado sobre un panel de pequeñas bombillas eléctricas. Quien recibiera el mensaje en cifra no tenía más que ajustar su máquina exactamente de la misma manera, teclear el criptograma y, a continuación, deletreado en el panel de bombillas, aparecía el texto claro.

Lo genial estaba en el enorme número de permutaciones diferentes que Enigma podía generar. La corriente eléctrica en una máquina Enigma convencional pasaba del teclado a las lámparas a través de un juego de tres rotores (de los cuales uno al menos giraba una muesca cada vez que se presionaba una tecla) y un panel de enchufes con veintiséis clavijas. Los circuitos cambiaban constantemente; su número potencial era astronómico, pero calculable. Había cinco diferentes rotores donde escoger (dos quedaban de repuesto) lo cual significaba que podían ajustarse en cualquiera de sus sesenta órdenes posibles. Cada rotor iba enmuescado a un husillo y tenía veintiséis posibles posiciones de partida. Veintiséis elevado a la tercera potencia era 17 576. Multiplicando esto por las sesenta posibles órdenes de rotor se obtenía la cifra de 1.054.560. Y multiplicando eso por el número de posibles conexiones en el panel —alrededor de ciento cincuenta billones— estábamos contemplando una máquina con cerca de ciento cincuenta millones de billones de posiciones de partida. No importaba cuántas máquinas pudiera uno capturar ni las horas que pudiera pasar jugando con ellas. De nada servían sin conocer el orden de rotor, las posiciones iniciales de los rotores y las conexiones del panel. Y los alemanes lo cambiaban todo diariamente, hasta dos veces al día.

La máquina tenía un único fallo, pequeñísimo pero, como se demostró más tarde, crucial. Era imposible cifrar una letra como esa letra misma: una A no podía salir de la máquina como una A, ni una B como una B, etcétera. «Nada es igual a sí mismo», tal era el gran principio rector en el desciframiento de Enigma, una fragilidad infinitesimal que las bombas explotaban. Supongamos que uno se encontraba ante un criptograma como éste:

IGWH BSTU XNTX EYLK PEAZ ZNSK UFJR CADV…

Y supongamos que uno sabía que el mensaje procedía de la estación meteorológica de Kriegsmarine en el golfo de Vizcaya, conocida de los especialistas en cribas de Cabaña 8, que siempre empezaba sus mensajes de la misma forma:

WEUBYYNULLSEQSNULLNULL

(«Parte meteorológico 0600», siendo WEUB una abreviatura de WETERÜBERSICHT y SEQS de SECHS; en tanto que YY y NULL se añadían para despistar a los escuchadores furtivos).

El criptoanalista extendería el texto cifrado y deslizaría bajo el mismo la criba, y ateniéndose al principio de que nada es igual a sí mismo insistiría hasta dar con una posición en que entre la línea inferior y la superior no hubiese ninguna letra que casara. El resultado en este caso sería:

BSTUXNTXEYLKPEAZZNSKUF

WEUBYYNULLSEQSNULLNULL

Y aquí ya era teóricamente posible calcular los ajustes originales de Enigma que podían haber reducido esa secuencia concreta de pares de letras. Eso implicaba aún cómputos inmensos que a un equipo de seres humanos le habría llevado varias semanas. Los alemanes suponían correctamente que cualquier información obtenida a partir de ello sería demasiado anticuada para resultar útil. Pero Bletchley —y eso era algo con que los alemanes no habían contado—, no utilizaba seres humanos sino bombas. Por primera vez en la historia una clave fabricada en masa por máquinas estaba siendo descifrada por máquinas.

¿Qué necesidad había de espías? ¿Qué necesidad de tintas secretas, letras invisibles y misiones a medianoche en coches-cama con las cortinas echadas? Lo que ahora se necesitaba era matemáticos, mecánicos y mil quinientos archiveros para procrear cinco mil mensajes secretos cada día. Habían llevado el espionaje a la era del maquinismo.

Pero nada de ello servía de mucho a Jericho para descifrar Tiburón.

Tiburón escapaba a todo cuanto él era capaz de pergeñar. De entrada, casi no había cribas. En el caso «le otras claves de Enigma, si Cabaña 8 se quedaba sin cribas tenían trucos para soslayarlo; por ejemplo, la “jardinería”. Se trataba de hacer que la RAF colocase minas en una determinada cuadrícula naval frente a un puerto alemán. Seguramente una hora más tarde, el director del puerto enviaría, con teutónica eficiencia, un mensaje empleando los ajustes de ese día para advertir a sus barcos que tuvieran cuidado con las minas en tal y cual cuadrícula. La señal sería interceptada y enviada a Cabaña 8, lo que les proporcionaría la criba que precisaban.

Pero eso no era posible con Tiburón, y Jericho no podía hacer más que conjeturas respecto al contenido de los criptogramas. Había ocho mensajes largos procedentes de Berlín. Jericho suponía que debía de tratarse de órdenes para apostar flotillas de submarinos ante los convoyes aliados. Las señales más cortas —eran ciento veintidós, que Jericho clasificó en un montón aparte— habían sido enviadas por los propios submarinos. Podían contener cualquier cosa: informes sobre buques hundidos y problemas mecánicos; detalles de supervivientes en alta mar y de tripulantes arrastrados por las olas; solicitudes para piezas de repuesto y nuevas instrucciones. Los más cortos eran los mensajes meteorológicos o bien, sólo ocasionalmente, informes de contactos: «Convoy en cuadrícula naval BE9533 rumbo setenta grados velocidad nueve nudos…». Pero éstos estaban en clave, como los boletines meteorológicos, reemplazando cada información concreta por una letra del alfabeto. Y luego eran descifrados en Tiburón.

Golpeó el escritorio con la punta del lápiz. Puck tenía razón. Carecían de material suficiente para trabajar.

Y aunque lo hubiera habido, allí estaba ese cuarto rotor de la Enigma Tiburón, la innovación que hacía los mensajes de los

U-boote veintiséis veces más difíciles de descifrar que los de los barcos en superficie. Ciento cincuenta millones de billones multiplicado por veintiséis. Una cifra fenomenal. Los ingenieros habían tardado todo un año en desarrollar una bomba de cuatro rotores, pero, aparentemente, sin éxito.

Era algo que parecía superar su pericia técnica.

Sin criba, sin bombas. Imposible.

Jericho empleó varias horas tratando de buscar una nueva fuente de inspiración. Dispuso los criptogramas por orden cronológico. Luego los clasificó por la longitud. Después por la frecuencia. Emborronó un montón de papel. Merodeó por la cabaña, sin importarle ya si alguien lo miraba. Lo mismo había ocurrido el año anterior durante diez interminables meses. No era de extrañar que hubiera acabado loco. Hileras de letras sin sentido bailoteaban ante sus ojos. Pero sin duda tenían sentido. Estaban cargadas del más crucial de los significados, si acaso llegaba a descubrirlo. ¿Dónde estaba la pauta?

Era prácticamente común en el turno de noche que a eso de las cuatro todo el mundo parase para comer algo. Los criptoanalistas descansaban cuando les venía bien, según la fase que hubieran alcanzado en su trabajo. Las chicas de desciframiento y los empleados de registro y catalogación debían acatar una lista rotatoria para que la cabaña nunca estuviese faltada de personal.

Jericho no se percató del río de gente que iba hacia la salida. Tenía los codos apoyados en la mesa y estaba inclinado sobre los criptogramas, aguantándose las sienes con los nudillos. Su mente era idéntica, es decir, capaz de retener y recuperar imágenes con exactitud fotográfica —ya fueran posiciones de ajedrez, crucigramas, o señales navales alemanas en clave— y estaba trabajando con los ojos cerrados.

—«Bajo los truenos de lo profundo superior —recitó a su espalda una voz apagada—. Allá abajo en el mar abismal. Su antiguo, insomne y no invadido sueño…».

—«… Duerme el Monstruo.» —dijo Jericho completando la cita, y al volverse vio a Atwood, que se ajustaba un pasamontañas de color morado—. ¿Coleridge?

—¿Coleridge? —La cara de Atwood emergió de súbito con una expresión de indignación—. ¿Has dicho Coleridge? Es de Tennyson, bárbaro. Estábamos diciendo si te apetece ir a tomar algo.

Jericho iba a decir que no, pero decidió que podía parecer grosero. Además, tenía hambre. En doce horas no había comido más que unas tostadas con mermelada.

—Estupendo. Gracias.

Siguió a Atwood, Pinker y otros dos hasta el extremo de la cabaña y salieron juntos a la intemperie. En algún momento mientras estaba enfrascado en sus criptogramas debía de haber llovido, pues el aire aún estaba húmedo. Por la carretera de la derecha pudo oír gente moviéndose en las sombras. Las luces de unas linternas iluminaban el asfalto mojado. Guiados por Atwood, dejaron atrás la mansión y la arboleda y cruzaron la verja principal. Estaba prohibido hablar del trabajo fuera de la cabaña y Atwood, sencillamente por fastidiar a Pinker, estaba perorando sobre el suicidio de Virginia Woolf, que él consideraba el día más grande para las letras inglesas desde la invención de la imprenta.

—No p… p… puedo creer que lo di… digas e… e… e… —Cuando Pinker se atascaba en una palabra todo su cuerpo parecía agitarse con el esfuerzo por hacer que saliese de su boca. El rostro se le puso escarlata a la luz de la linterna. Se detuvieron para darle tiempo—. E… e…

—¿En serio…? —sugirió Atwood.

—En serio, Frank —resolló Pinker con alivio—. Gracias.

Alguien acudió en apoyo de Atwood, y Pinker empezó a discutir otra vez con su voz estridente. Echaron a andar. Jericho se demoró un poco.

Grande como un hangar, la cantina, situada del otro lado de la valla exterior, estaba profusamente iluminada y sumida ahora en un ruido atronador, con unas quinientas o seiscientas personas sentadas o haciendo cola para comer.

Uno de los criptoanalistas nuevos gritó a Jericho:

—¡Te habías perdido esto!

Jericho sonrió y estuvo a punto de contestar, pero el joven fue a buscar una bandeja. El alboroto era espantoso, lo mismo que el olor, una mezcla de comida monótona, col y pescado hervido y natillas, mezclado con humo de tabaco y ropa húmeda. Jericho se sintió a la vez intimidado y ajeno a todo aquello, como el preso que regresa de la celda de castigo o el paciente de una sala de aislamiento que sale a la calle tras una larga enfermedad.

Hizo cola sin interesarse en la comida que le servían en el plato. Sólo después de haber entregado los dos chelines y tomado asiento le dedicó una mirada atenta: patatas hervidas con una salsa amarillenta y una tajada de una cosa gris llena de nervios. Pinchó la masa informe con el tenedor y se llevó cautamente un pedazo a la boca. Sabía a hígado de pescado, a aceite de hígado de bacalao congelado. Dio un respingo.

—Es asqueroso.

—Carne de ballena —apuntó Atwood con la boca llena.

—Santo cielo. —Jericho soltó rápidamente el tenedor.

—No lo eches a perder, muchacho. ¿No sabes que estamos en guerra? Pásamelo.

Jericho empujó el plato e intentó disimular el sabor con el café aguado con leche.

El pudín era una especie de pastelillo de fruta, pero estaba comible o, mejor dicho, no sabía a nada más nocivo que carbón, pero antes de terminarlo, Jericho perdió su titubeante apetito. Atwood les estaba dando su opinión acerca de la interpretación que Gielgud hacía de Hamlet, rociando de paso la mesa con partículas de ballena, y en ese instante Jericho decidió que ya había comido bastante. Cogió las sobras que Atwood no quería y las depositó en una lechera con la etiqueta «Bazofia para cerdos».

De camino hacia la puerta se sintió repentinamente arrepentido de su descortesía. ¿Era esto el comportamiento de un buen colega, lo que Skynner llamaría «un compañero de equipo»? Pero cuando se volvió y miró, vio que nadie le había echado en falta. Atwood seguía hablando con el tenedor en alto, Pinker sacudía la cabeza, los demás escuchaban. Jericho reemprendió su marcha hacia la salida en busca de un poco de aire fresco.

Treinta segundos después estaba en la acera, tanteando el camino en la oscuridad hacia el puesto de guardia, pensando en Tiburón.

Oyó el sonido de unos tacones femeninos apresurándose a unos veinte pasos por delante de él. No había nadie más por allí. Todo el mundo estaba trabajando o comiendo. Los veloces pasos se detuvieron junto a la barrera y un momento después el centinela dirigió su linterna hacia el rostro de la mujer. Ella volvió la cabeza con un murmullo de enfado, y entonces Jericho la vio brevemente, iluminada en la negrura y mirando hacia donde él estaba.

Era Claire.

Por una fracción de segundo Jericho pensó que lo había visto. Pero él estaba entre las sombras y muerto de miedo, retrocediendo cuatro o cinco pasos, y a ella la deslumbraba la linterna. Con lo que pareció una lentitud infinita, Claire levantó una mano para protegerse de la luz. Su cabello rubio brilló hasta parecer casi blanco.

Jericho no pudo oír qué decían ella y el centinela, pero éste apagó la linterna enseguida y todo volvió a quedar a oscuras. Y entonces la oyó caminar a toda prisa por el sendero que partía de la barrera, hasta perderse en la noche.

Tenía que alcanzarla. Corrió trastabillando hacia el puesto de guardia, buscó su cartera, buscó su pase, estuvo a punto de tropezar con el bordillo, pero no encontró el maldito papel. El centinela encendió la linterna, cegándolo («Buenas noches, señor»; «Buenas noches, cabo»), y él no conseguía que los dedos le respondiesen; el pase no estaba en su cartera, ni en los bolsillos de su abrigo, ni en los de la americana, ni en el de la camisa —ya no se oían sus pasos, sólo el golpeteo impaciente de las botas del centinela— pero sí, sí estaba en el bolsillo de la camisa, «Tome»; «Gracias, señor»; «Gracias, cabo»; «Buenas noches, señor»; «Buenas noches, cabo», la noche, la noche…

Ella había desaparecido.

La luz del centinela le había privado de la poca vista que tenía. Al cerrar los ojos sólo vio la impresión de la linterna, y al abrirlos la oscuridad era total. Buscó el borde de la carretera con el pie y siguió su curva. Le llevó de nuevo hasta la mansión y muy cerca de las calañas. A lo lejos, en la orilla opuesta del lago, alguien —tal vez otro centinela— se puso a silbar las notas de

Volveremos a recoger lilas en primavera, y luego calló.

Era tanta la quietud que pudo oír el viento moverse entre los árboles.

Mientras decidía qué actitud tomar, un punto de luz apareció en el sendero a su derecha, y después otro. Sin saber por qué, Jericho se retiró a las sombras de Cabaña 8 mientras las linternas saltaban en la negrura en dirección a él. Oyó voces desconocidas —una de hombre y otra de mujer—, en susurros pero categóricas. Cuando casi habían llegado a su altura, el hombre arrojó su cigarrillo al agua. Una cascada de puntitos rojos terminó en siseo.

—Sólo es una semana, cariño —dijo la mujer y abrazó al hombre. Las luciérnagas bailaron, se separaron y siguieron su viaje.

Jericho salió de nuevo al camino. Empezaba a recuperar la visión nocturna. Consultó su reloj. Eran las cuatro y media. Noventa minutos más y empezaría a clarear.

Guiándose por el instinto caminó pegado a la pared a prueba de ondas expansivas de Cabaña 8. De ese modo llegó al borde de Cabaña 6, donde se descifraban los códigos de la Luftwaffe y el ejército alemán. Al frente había una callejuela de matojos que separaba Cabaña 6 del muro de la sección naval. Y al extremo de ésta, agazapada en la oscuridad, visible apenas, estaba la pared lateral de Cabaña 3, donde se enviaban los códigos descifrados en Cabaña 6 para su traducción.

Claire trabajaba en Cabaña 3.

Echó un vistazo alrededor. No se veía a nadie.

Abandonó el sendero y echó a andar callejón abajo. El suelo estaba resbaladizo e irregular y varias veces notó que algo se le agarraba al tobillo —hiedra, tal vez, o un trozo de cable desechado— y lo hacía trastabillar. Tardó cerca de un minuto en llegar a Cabaña 3.

También allí había una pared de hormigón, diseñada, con mucho optimismo, para proteger la endeble estructura de madera de la explosión de alguna bomba. La pared le llegaba al cuello, pero aunque era bajo pudo asomarse por encima de ella.

Había una hilera de ventanas iguales. Sobre ellas se cerraban al atardecer, desde fuera, las contraventanas de defensa antiaérea. Lo único que quedaba visible eran los fantasmas de las escuadras, donde la luz se filtraba por los bordes de los marcos. El piso de Cabaña 3, como el de Cabaña 8, era de madera y flotaba sobre una base de hormigón, y Jericho oyó los pasos amortiguados de personas que iban de un lado a otro.

Ella debía de estar de servicio, trabajando en el turno de noche. Quizá incluso se hallase a un metro de donde él se encontraba.

Jericho se puso de puntillas.

Nunca había entrado en Cabaña 3. Por razones de seguridad se desaconsejaba a los trabajadores de una sección del Park que entrasen en otra sección que no fuese la suya, a menos que tuvieran un buen motivo. En alguna ocasión Jericho había tenido que ir por trabajo hasta el umbral de Cabaña 6, pero la 3 era para él un misterio. Ignoraba por completo en qué consistía el trabajo que allí se hacía. Ella había querido explicárselo una vez, pero Jericho le había dicho que prefería no saberlo. Por ciertos comentarios cazados al vuelo barruntaba que tenía algo que ver con archivos, y que era «terriblemente aburrido, cariño».

Estiró el cuello cuanto pudo, hasta que las puntas de sus dedos rozaron el amianto con que estaba revestida la cabaña.

«¿Qué estás haciendo, querida Claire? ¿Estás ocupada en tus aburridas fichas, o coqueteando con uno de los oficiales del turno de noche, o chismorreando con las otras chicas, o peleándote con ese crucigrama que nunca puedes resolver?».

De pronto, a unos quince metros a su izquierda se abrió una puerta. Del oblongo haz de luz difusa salió un hombre de uniforme, bostezando. Jericho se agachó hasta quedar de rodillas en la tierra húmeda y apretó el pecho contra la pared. La puerta se cerró y el hombre empezó a andar hacia él. A unos tres metros se detuvo, respirando con dificultad. Parecía estar escuchando. Jericho cerró los ojos y poco después oyó un golpeteo y luego un ruido como de perforación, y cuando abrió los ojos vio la tenue silueta del hombre meando contra la pared, con fuerza. La cosa se prolongó durante un rato extraordinariamente largo. Jericho estaba lo bastante cerca para que le llegase el olor acre a orina de cerveza. Una pequeña rociada fue arrastrada por la brisa. Tuvo que llevarse la mano a la nariz y la boca para no basquear. Al final, el hombre soltó un suspiro —un gruñido, más bien— de satisfacción y se abotonó la bragueta. La puerta se abrió y cerró otra vez y Jericho quedó a solas.

La situación no dejaba de tener su gracia, y más tarde hasta él mismo supo verlo. Pero en aquel momento era presa del pánico. ¿Se podía saber qué estaba haciendo allí? Si lo pillaban agazapado en las sombras con la oreja pegada a una cabaña que no era la suya, explicarse le iba a costar un poco, y eso por decirlo suavemente. Por un instante consideró la posibilidad de entrar sin más y exigir ver a la chica. Pero su imaginación retrocedió ante esa perspectiva. Podían echarlo. O ella podía ponerse hecha una fiera y montar una escena. O podía salir y ser el colmo de la dulzura, en cuyo caso ¿qué iba a decir él? «Ah, hola cariño. Pasaba por aquí. Tienes buen aspecto. A propósito, quería preguntarte una cosa, ¿por qué arruinaste mi vida?».

Se apoyó en la pared y se puso de pie. La manera más rápida de volver a la carretera era seguir derecho, pero eso lo obligaba a pasar por delante de la puerta de la cabaña. Decidió que lo más seguro sería volver por donde había venido.

Después del susto, actuó con mayor prudencia. Cada vez que daba un paso colocaba el pie con sumo cuidado y cada cinco pasos se detenía a fin de asegurarse de que nada se movía en la negrura. Dos minutos después se hallaba frente a la puerta de Cabaña 8.

Se sentía como después de haber corrido a campo traviesa. Le faltaba el resuello. En el zapato izquierdo tenía un pequeño agujero y el calcetín estaba mojado. Fragmentos de hierba húmeda se habían pegado a los bajos de sus pantalones. Tenía las rodillas empapadas. Y donde la pechera de su abrigo se había frotado con la pared de hormigón había unas franjas de un blanco luminoso. Sacó su pañuelo y trató de limpiarse. Casi había terminado cuando oyó que los otros volvían de la cantina. La voz de Atwood atravesó la noche: «Un tipo misterioso, ése. Muy misterioso. Yo lo recluta, ¿sabéis?», a lo que alguien intervino diciendo: «Sí, pero antiguamente era muy bueno, ¿no?».

Jericho no se paró a oír el resto. Empujó la puerta y casi corrió por el pasillo, de forma que cuando los criptoanalistas aparecieron en la Sala Grande él ya estaba sentado a su escritorio, con los nudillos en las sienes y los ojos cerrados.

Permaneció así durante tres horas.

Hacia las seis Puck pasó para dejarle en la mesa otras cuarenta señales en clave, el último lote de mensajes Tiburón, y para preguntarle —no sin cierta socarronería— si lo «había solucionado ya». A las siete se oyó un ruido de escaleras de mano contra la pared exterior y las contraventanas fueron abiertas. Una pálida luz grisácea inundó la cabaña.

¿Qué hacía ella andando a toda prisa por el Park a aquellas horas de la noche? Eso era lo que no entendía. Por supuesto, el mero hecho de volver a verla después de un mes intentando olvidarla era inquietante. Pero lo que más le preocupaba, visto en retrospectiva, eran las circunstancias. No la había visto en la cantina, de eso estaba seguro. Había escudriñado cada mesa, cada rostro, tan absorto que apenas si había mirado lo que le ponían en el plato. Pero si no estaba en la cantina, ¿adonde había ido? ¿Habría estado con otro? ¿Quién? ¿Quién? Y su manera de andar con tanta prisa. ¿No había en ello algo de furtivo, un toque de terror, quizá?

Su memoria reprodujo la escena fotograma a fotograma: las pisadas, el destello de luz, ella volviendo la cabeza, el grito, el halo de sus cabellos, el modo en que se había esfumado… Ésa era otra. ¿Podía realmente haber recorrido la distancia que la separaba de la cabaña en el tiempo que él había tardado en encontrar su pase?

Poco antes de las ocho recogió los criptogramas y los guardó en su carpeta. Alrededor de él los criptoanalistas se preparaban para el cambio de turno desperezándose, bostezando, frotándose los ojos fatigados, recogiendo sus cosas, dando instrucciones a sus sustitutos. Nadie reparó en que Jericho salía corriendo por el pasillo camino del despacho de Logie. Llamó una vez. No hubo respuesta. Probó la puerta. Tal como recordaba, estaba abierta.

Al entrar la cerró y cogió rápidamente el teléfono. Si tardaba un segundo más le fallaría el arrojo. Marcó el O y a la séptima señal, cuando ya iba a rendirse, le respondió una telefonista con voz de sueño.

Jericho tema la boca tan seca que apenas podía hablar.

—Oficial de servicio, Cabaña 3, por favor —dijo por fin.

Casi inmediatamente, una voz de hombre dijo de mal humor:

—Coronel Coker.

A Jericho casi le cayó el auricular de las manos.

—¿Está por ahí una tal Miss Romilly? —No le hacía falta disfrazar la voz, pues le temblaba tanto que era irreconocible—. ¿Miss Claire Romilly?

—Se ha equivocado usted de despacho. ¿Quién llama?

—Asistencia Social.

—¡Mierda! —Se oyó un golpe fortísimo, como si el coronel hubiera arrojado el teléfono al otro lado de la habitación, pero la línea no se cortó.

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