Enigma

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II. Criptograma » Capítulo 3

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La luz diurna empequeñecía las cabañas.

El apagón de la defensa antiaérea las dotaba de cierto misterio, pero la mañana descubría tal como eran en realidad: achaparradas y feas, con sus paredes (urdas, sus techumbres embreadas y su aire de prematuro abandono. Sobre la mansión, el cielo era de un blanco satinado con franjas grises, una cúpula de mármol pulido. Un pato con monótono plumaje de invierno anadeaba por el sendero procedente del lago, en busca de comida. Logie casi le dio un puntapié al pasar junto a él, y el pato se volvió protestando al agua.

No le había molestado en absoluto encontrarse a Jericho en su oficina y la excusa muy bien estudiada de éste —había ido a devolver los mensajes de Tiburón— había sido desechada con un gesto de la mano.

—Tíralos en la sala de cribas y ven conmigo.

En el borde septentrional del lago, junto a las cabañas, estaba el Bloque A, un edificio alargado de dos plantas con paredes de ladrillo y techo plano. Logie subió en cabeza por un tramo de escaleras de hormigón y torció a la derecha. Al fondo del pasillo se abrió una puerta y Jericho oyó una atronadora voz familiar: «… todos nuestros recursos, humanos y materiales, en este problema…». La puerta volvió a cerrarse y Baxter se asomó al pasillo y los miró.

—Ah, estáis ahí. Ahora iba a buscaros. Hola, Guy. Hola, Tom. ¿Cómo estás? Casi no te reconozco.

Baxter tenía un cigarrillo en los labios y no se molestó en quitárselo, de modo que mientras hablaba rociaba de ceniza la pechera del jersey. Antes de la guerra había sido profesor en la London School of Economics.

—¿Qué tenemos hoy? —preguntó Logie, señalando con la cabeza hacia la puerta cerrada.

—Está nuestro oficial de enlace americano, otro americano más (un pez gordo de la armada); un hombre en traje y corbata (por la pinta debe ser un gigoló de Inteligencia); tres de nuestra armada, por supuesto, uno de ellos almirante. Todos recién llegados especialmente de Londres.

—¿Un almirante? —Logie se llevó rápidamente la mano a la corbata. Jericho advirtió que se había puesto un traje cruzado de antes de la guerra. Se lamió los dedos e intentó alisarse el pelo—. Eso del almirante no promete nada bueno. ¿Cómo está Skynner?

—¿Ahora mismo? Yo diría que aniquilado. —Baxter estaba mirando a Jericho. Las comisuras de su boca esbozaron un breve movimiento descendente; en opinión de Jericho era lo más cerca que había estado nunca de una sonrisa—. Vaya, vaya. Pues no tienes mal aspecto, Tom.

—Vamos, Alec, no le pongas nervioso.

—Estoy bien, Alec, gracias. ¿Cómo va la revolución?

—Viento en popa, camarada.

Logie dio unos golpecitos a Jericho en el hombro.

—Tom, no digas nada cuando entremos. Estás aquí sólo para impresionar amigo.

Sólo para impresionar, pensó Jericho, ¿y eso qué diablos quiere decir? Pero sin darle tiempo a hacer preguntas, Logie había abierto la puerta y ya no oyó a Radie más que a Skynner.

—«… son contratiempos que cabe esperar de vez en cuando». —Y entraron.

Había ocho personas en la sala. Leonard Skynner, jefe de la sección naval, ocupaba un extremo de la mesa, ton Atwood a su derecha y un asiento vacío a su izquierda, que Baxter de inmediato reclamó para sí. En torno al otro extremo de mesa había cinco oficiales Con el uniforme azul oscuro de la armada, dos americanos y tres británicos. Uno de estos últimos, un teniente de navío, tenía un parche en un ojo.

Estaban ceñudos.

El octavo hombre se encontraba de espaldas a Jericho. Se volvió cuando ellos entraron y Jericho tuvo tiempo de ver un rostro enjuto y pelo rubio.

Skynner dejó de hablar. Se puso de pie y extendió una mano carnosa.

—Adelante, Guy. Tom…

Era un hombre fornido de facciones duras, espeso cabello negro y grandes cejas pobladas que casi se encontraban sobre el puente de su nariz, lo que a Jericho le recordaba el símbolo de la M en el alfabeto morse. Les hizo señas de que tomaran asiento, evidentemente agradecido de ver llegar refuerzos aliados.

—Le presento a Guy —dijo Skynner dirigiéndose al almirante—, nuestro criptoanalista en jefe, y a Tom Jericho, de quien habrá oído hablar. Su intervención fue crucial para acceder a Tiburón antes de Navidad.

El rostro apergaminado del viejo almirante no se movió. Fumaba un cigarrillo —todos fumaban salvo Skynner— y miró de arriba abajo a Jericho como hacían los americanos, sin dejar entrever expresión alguna, entre una nube de humo, sin mostrar el menor interés. Skynner se dio prisa con el resto de las presentaciones, señalando a un lado y otro de la mesa con un brazo que parecía la manecilla de un reloj.

—Almirante Trowbridge. Teniente de navío Cave. Teniente de navío Villiers. Capitán de fragata Hammerbeck. —El mayor de los dos americanos inclinó la 1 cabeza—. Teniente de navío Kramer, oficial de enlace y de la Armada de Estados Unidos. Mr. Wigram es un observador del gabinete ministerial. —Skynner dedicó a todos una leve reverencia y se sentó otra vez. Estaba sudando.

Jericho y Logie cogieron sendas sillas plegables de la pila que había junto a la mesa y tomaron posiciones al lado de Baxter.

La pared que había detrás del almirante estaba ocupada casi totalmente por un mapa del Atlántico Norte. Racimos de discos coloreados mostraban las posiciones de los convoyes aliados y sus escoltas: amarillo para los buques mercantes, verde para los de guerra. Triángulos negros señalaban el posible paradero de los submarinos alemanes. Debajo de la carta había un teléfono rojo, línea directa con la sala de rastreo de submarinos situada en el sótano del almirantazgo. Aparte del mapa, el único decorado en las paredes blancas era un par de fotografías enmarcadas. Una era del rey, firmada, con aspecto nervioso, regalo de una reciente visita. La otra era del almirante Karl Dönitz, comandante en jefe de la armada alemana: Skynner gustaba de pensar que estaba luchando encarnizadamente contra los salvajes hunos.

Sin embargo, ahora parecía haber perdido el hilo de lo que estaba diciendo. Se puso a mirar sus notas y mientras Logie y Jericho ocupaban sus asientos, uno de los marinos británicos —Cave, el del parche en el ojo— recibió una señal del almirante y empezó a hablar.

—Si ha terminado de explicar cuáles son sus problemas, quizá nos sería de ayuda exponer la situación Operacional. —Se puso de pie y la silla que ocupaba arañó el suelo desnudo. El tono de su voz era insultantemente cortés—. La posición a las veinte cero cero…

Jericho se pasó la mano por la barbilla sin afeitar. No acababa de decidirse a quitarse el abrigo. Se lo dejó puesto. Pese a toda la gente allí reunida, la sala estaba Iría. Se desabrochó el abrigo y se aflojó la bufanda. Al hacerlo, reparó en que el almirante estaba mirándolo. Aquellos oficiales de alta graduación apenas podían creer lo que veían cuando visitaban el Park: falta de disciplina, bufandas y cardigans, tuteo generalizado. Se contaba que Churchill, en su visita a Bletchley en 1941, había pronunciado un discurso a los criptoanalistas y, al terminar, le había dicho al director: «Cuando le dije que no dejara piedra por remover para reclutar personal, no esperaba que lo tomara al pie de la letra». Jericho sonrió al recordarlo. El almirante enrojeció y arrojó al suelo la ceniza del cigarrillo.

El oficial tuerto había agarrado un puntero y estaba de pie ante el mapa del Atlántico, con un puñado de notas en la mano.

—Hay que decir, por desgracia, que las noticias que nos ha dado no podían llegar en peor momento. No menos de tres convoyes han zarpado de Estados Unidos en la última semana y se encuentran ahora en alta mar. Convoy SC-122. —Le dio un fuerte golpecito con el puntero, como si le guardara rencor, y leyó sus notas—: Partió de Nueva York el viernes pasado. Transporta aceite combustible, mineral de hierro, acero, trigo, bauxita, azúcar, carne refrigerada, cinc, tabaco y tanques. Cincuenta mercantes.

Cave hablaba con voz metálica, omitiendo sílabas y sin mirar a su audiencia. Su ojo bueno estaba fijo en el mapa.

—Convoy HX-229. —Otro golpecito—. Zarpó de Nueva York el lunes. Cuarenta buques mercantes. Transporta carne, explosivos, aceite lubricante, productos lácteos refrigerados, manganeso, plomo, madera, fosfatos, gasóleo, gasolina de aviación, azúcar y leche en polvo. —Se volvió hacia los presentes por primera vez. El lado izquierdo de su cara era un amasijo de cicatrices purpúreas—. Eso viene a ser el suministro de dos semanas de leche en polvo para todas las islas Británicas.

Se oyó una risa nerviosa.

—Pues habrá que cuidarlo —bromeó Skynner. La risa terminó en seco. Skynner parecía tan solo en medio del silencio que Jericho casi sintió pena por él.

El puntero golpeó otra vez el mapa.

—Convoy HX-229A. Partió de Nueva York el martes. Veintisiete barcos. Cargamento similar a los anteriores. Combustible, gasolina de aviación, madera, acero, gasóleo para barcos, carne, azúcar, trigo, explosivos. Tres convoyes. Un total de ciento diecisiete mercantes, con tonelaje bruto calculado en cerca de un millón de toneladas, más una carga de otro millón.

Uno de los americanos —el de mayor graduación, Hammerbeck— levantó las manos y preguntó:

—¿Número de hombres?

—Nueve mil marinos mercantes. Mil pasajeros.

—¿Quiénes son los pasajeros?

—Básicamente militares. Algunas mujeres de la Cruz Roja americana. Bastantes niños. Un grupo de misioneros católicos, curiosamente.

—Dios santo.

Cave se permitió una breve sonrisa.

—Exacto.

—¿Y el paradero de los

U-boote?

—A eso será mejor que responda mi colega.

Cave se sentó y el otro oficial británico, Villiers, tomó la palabra. Blandió el puntero y dijo:

—La sala de rastreo de submarinos tenía localizadas el jueves tres flotillas de submarinos a las cero cero ero, aquí, aquí y aquí. —Su acento apenas podía reconocerse como inglés, y al hablar casi no movía los Libios, como si de algún modo fuese indigno de un Caballero (pues delataría un carácter no profesional) poner demasiado esfuerzo en hablar—. Grupo Raubgraf, a doscientas millas de la costa de Groenlandia. Grupo Neuland, casi exactamente en medio del océano. Y Grupo Westmark, con proa al sur de Islandia.

—¿Cero cero del jueves, dice? O sea, ¿hace más de treinta horas? —Hammerbeck tenía el pelo cortado a cepillo del color y la textura de las virutas de acero. Brilló a la luz de los fluorescentes cuando se inclinó y preguntó—: ¿Dónde diablos están ahora?

—Me temo que no lo sé. Creía que era por eso que estábamos aquí. Han desaparecido del mapa.

El almirante Trowbridge encendió otro cigarrillo con el anterior. Ya no miraba a Jericho, ahora tenía puesta su atención en Hammerbeck, a quien contemplaba con ojillos de reumático.

El americano pidió la palabra una vez más.

—¿De cuántos submarinos estamos hablando en total?

—Lamento tener que decirlo, pero creo que la cifra es… bastante alta; unos cuarenta y seis.

Skynner se encogió en su asiento. Atwood hizo como que estaba muy ocupado buscando entre sus notas.

—A ver si queda claro —dijo Hammerbeck. (Era muy insistente; a Jericho empezaba a caerle bien.)—. ¿Está diciendo que un millón de toneladas de barcos…

—Barcos mercantes —lo interrumpió Cave.

—Barcos mercantes, perdón. Un millón de toneladas, con diez mil personas a bordo, incluidas varias mujeres de la Cruz Roja americana y un surtido de católicos armados de biblias, está navegando hacia cuarenta y seis submarinos nazis, y ¿dice que no tiene ni idea de dónde están esos submarinos?

—Mucho me temo que sea así, en efecto.

—Pues nos ha jodido —dijo Hammerbeck, echándose hacia atrás en su silla—. ¿Y cuánto tardarán en entrar en contacto?

—Es difícil de precisar —intervino Cave. Tenía la extraña costumbre de apartar la cara al hablar, y Jericho advirtió que trataba de ocultar su mejilla destrozada—. El SC es el más lento de los tres convoyes; unos siete nudos a la hora. Los HX son más rápidos, unos diez nudos; el otro, once. Calculo que tenemos tres días como máximo. Después de eso, estarán a tiro de los submarinos enemigos.

Hammerbeck había empezado a susurrar algo al otro americano. Sacudía la cabeza y hacía breves ademanes como si cortara alguna cosa. El almirante se inclinó y murmuró algo a Cave, quien dijo en voz baja:

—Me temo que sí, señor.

Jericho miró el mapa del Atlántico, los discos amarillos de los convoyes y los triángulos negros de los submarinos, que semejaban dientes de tiburón sobre las rutas marítimas. La distancia entre los mercantes y las flotillas de submarinos era de apenas ochocientas millas. Los mercantes avanzaban a un ritmo de unas doscientas cuarenta millas cada veinticuatro horas. Tres días era bastante correcto. «Dios mío —pensó—, no es raro que Logie estuviera tan desesperado por hacerme volver».

—Caballeros, por favor, ¿me permiten? —dijo Skynner en voz alta, poniendo orden en la reunión. Jericho vio que llevaba puesta la cara de «sonriamos ante el desastre», señal invariable del pánico incipiente—. Creo que deberíamos guardarnos de un excesivo pesimismo. El Atlántico tiene una extensión de treinta y (los millones de millas cuadradas, ¿saben? —Se aventuró a reír de nuevo—. Eso es mucho mar.

—Sí —dijo Hammerberck—, y cuarenta y seis son muchos

U-boote.

—De acuerdo. Probablemente sea la mayor concentración de coches mortuorios a que nos enfrentamos —dijo Cave—. Me temo que habrá que presumir que el enemigo entrará en contacto. A menos, claro está, que podamos descubrir dónde se encuentra.

Miró a Skynner de manera significativa, pero éste hizo caso omiso y prosiguió:

—Y no olvidemos que estos convoyes llevan protección. —Miró en derredor buscando apoyo—. Porque llevan una escolta, ¿no?

—Efectivamente. —Cave otra vez—. Una escolta de… —Consultó sus notas—. Siete destructores, nueve corbetas y tres fragatas. Además de otros barcos diversos.

—Al mando de un oficial experimentado…

Los oficiales británicos intercambiaron miradas, y luego miraron al almirante.

—En realidad, es su primera misión.

—¡Santo Dios! —Hammerbeck se inclinó y aporreó la mesa con los puños.

—Si me permite —dijo Villiers—. Evidentemente, el viernes pasado la escolta estaba formando y no teníamos la menor idea de que nos quedaríamos sin esa información.

—¿Cuánto puede durar el bloqueo? —preguntó el almirante. Era la primera vez que hablaba y todos volvieron la cabeza. El hombre tosió con violencia, como si dentro de su pecho tuviera un montón de piezas de maquinarias sueltas, luego tragó otra bocanada de humo y gesticuló con su cigarrillo—. ¿Cree que estará solucionado dentro de cuatro días?

La pregunta iba dirigida a Skynner, y todos los demás lo miraron. No era un criptoanalista sino un administrador —antes de la guerra había sido vicerrector de una universidad del norte— y Jericho sabía que no tenía la menor idea. No podía saber si el bloqueo informativo iba a durar cuatro días, cuatro meses o cuatro años.

—Es posible —dijo Skynner cautamente.

—Sí, claro, todo es posible. —Trowbridge soltó una desagradable risotada que degeneró en más tos—. Pero ¿lo cree probable? ¿Es probable que puedan descifrar ese Tiburón, o como lo llamen, antes de que los convoyes se pongan a tiro de los submarinos?

—Le daremos la máxima prioridad.

—Sé perfectamente que lo hará, Leonard. Usted siempre dice lo mismo. No es ésa la cuestión.

—Bien, señor, ya que me presiona, señor, sí. —Skynner adelantó con gesto heroico su potente quijada. Se imaginaba conduciendo decidido a su flota hacia el tifón—. Sí, creo que podremos.

«Estás loco», pensó Jericho.

—¿Y ustedes? ¿Lo creen también? —preguntó el almirante al tiempo que les fulminaba con la mirada. Tenía ojos de perro sabueso, acuosos y de párpados enrojecidos.

Logie fue el primero en romper el silencio. Miró a Skynner, guiñó un ojo y se rascó el cogote con el cañón de su pipa.

—Supongo que contamos con la ventaja de saber más sobre Tiburón de lo que sabíamos antes.

—Si Guy cree que podemos hacerlo —intervino Atwood—, yo desde luego respeto su opinión. Apruebo todo lo que él crea conveniente.

Baxter asintió prudentemente. Jericho consultó su reloj.

—¿Y usted? —dijo el almirante—. ¿Cuál es su opinión?

En Cambridge estarían terminando de desayunar. Kite estaría abriendo el correo a escondidas. Mrs. Sax estaría paseando sus escobas y baldes. En el comedor los sábados servían pastel de verduras con patatas

Se dio cuenta de que en la sala se había hecho el silencio, y al levantar la mirada vio que todos estaban observándolo. El rubio del traje lo hacía con especial curiosidad. Notó que empezaba a ruborizarse.

Y entonces sintió un espasmo de cólera.

Después, Jericho pensaría muchas veces en ese momento. ¿Qué le hizo actuar de aquel modo? ¿Fue por cansancio? ¿Estaba desorientado porque lo habían sacado de Cambridge para dejarlo en medio de aquella pesadilla? ¿Estaba aún enfermo? Esto último habría explicado lo que sucedió después. ¿O estaba tan absorto pensando en Claire que no empleó el sentido común? Lo único que recordaba con claridad era una abrumadora sensación de enojo. «Estás aquí para impresionar, amigo». Estás aquí sólo para hacer bulto, para que Skynner pueda hacer un buen papel delante de los yanquis. Estás aquí para hacer lo que se te diga, así que guárdate tus opiniones y no hagas preguntas. De pronto se sintió asqueado de todo, del bloqueo, del frío, del tuteo excesivamente familiar, del olor a humedad y de la carne de ballena —de

ballena— a las cuatro de la madrugada…

—Bien, de hecho no creo ser tan optimista como mis colegas.

Skynner lo interrumpió al instante. Casi pudo oírse cómo se disparaban los cláxones en su mente, ver a los aviadores esprintando por la cubierta y los grandes cañones girando hacia el cielo mientras el portaaviones

Skynner anunciaba zafarrancho de combate.

—Verá, señor, Tom ha estado enfermo. Ha estado apartado del trabajo durante casi un mes…

—¿Por qué? —preguntó el almirante con tono peligrosamente amistoso—. ¿Por qué no es tan optimista?

—Así pues, no creo que esté totalmente

au fait de la situación. Supongo que lo admitirás, Tom.

—Bien, pero sí estoy

au fait de Enigma, Leonard. —Jericho casi no podía creer sus propias palabras. Se cebó en ello—. Enigma es un sistema de códigos muy sofisticado. Y Tiburón es la flor y nata de Enigma. He pasado las últimas ocho horas revisando el material de Tiburón y, perdonen si estoy hablando fuera de turno, me parece que atravesamos por una situación muy grave.

—Pero lo estaban descifrando con éxito, ¿no?

—Sí, porque contábamos con la clave meteorológica. Ésa fue la llave que nos abrió la puerta. Ahora los alemanes han cambiado de código. Eso quiere decir que hemos perdido la llave. A menos que haya habido avances de los que no tenga noticia, no sé cómo vamos a… —Jericho buscó una metáfora adecuada— forzar la cerradura.

El otro oficial americano, el que aún no había hablado —Jericho había olvidado momentáneamente su nombre—, dijo:

—Y todavía no tienen ese cuarto rotor que usted nos prometió, Frank.

—Eso es asunto aparte —masculló Skynner. Dirigió a Jericho una mirada asesina.

—¿De veras? —Kramer. Eso era. Se llamaba Kramer—. Seguro que si ahora tuviésemos unas cuantas bombas de cuatro ruedas no necesitaríamos esas cribas, ¿me equivoco?

—Esperen un momento —dijo el almirante, que había seguido la conversación con creciente impaciencia—. Yo soy marino, y viejo, además. No entiendo toda esta cháchara sobre llaves, cribas y bombas con ruedas. Se trata de despejar las rutas marítimas del Atlántico, y si no lo conseguimos vamos a perder esta guerra.

—Muy bien —dijo Hammerbeck—. Así se habla, Jick.

—¿Quiere alguien hacer el favor de darme una respuesta clara a una pregunta directa? ¿Se va a acabar este bloqueo antes de cuatro días? ¿Sí o no?

Skynner se hundió de hombros y dijo, agotado:

—No. Tal como usted lo plantea, señor, no puedo afirmar categóricamente que se vaya a acabar.

—Gracias. Bien, si no se acaba dentro de cuatro días, ¿cuándo se va a acabar? Usted, el pesimista, ¿qué opina?

Una vez más, Jericho tuvo conciencia de ser observado por todos.

Procuró medir sus palabras. El pobre Logie estaba mirando su petaca como deseando poder meterse en ella y no salir nunca más.

—Es muy difícil de decir. La única referencia que tenemos es el último apagón.

—¿Y cuánto duró ese apagón?

—Diez meses.

Fue como si hubiera hecho detonar una bomba. Todos los presentes hicieron algún ruido. Los de la armada exclamaron algo. El almirante empezó a toser. Baxter y Atwood dijeron «¡No!» a la vez. Logie gruñó por lo bajo. Skynner, sacudiendo la cabeza, dijo: «Eres un derrotista, Tom». Incluso Wigram, el del pelo rubio, lanzó un bufido y miró al techo, sonriéndose de algún chiste privado.

—No estoy diciendo categóricamente que vayamos a tardar diez meses —prosiguió Jericho cuando pudo hacerse oír—. Pero sí que es una posibilidad, y creo que decir cuatro días es ser muy poco realistas. Lo siento. Esta es mi opinión.

Hubo una pausa, y luego Wigram dijo en voz baja:

—Y por qué, digo yo…

—¿Sí, Mr. Wigram?

—Perdone, Leonard. —Wigram dedicó una sonrisa a todos los presentes, y a Jericho lo asaltó la idea de que por su aspecto (traje azul, corbata de seda, camisa cara, pelo planchado hacia atrás con brillantina y agua de colonia muy varonil). Wigram parecía recién salido del vestíbulo del hotel Ritz. «Gigoló», lo había llamado Baxter. Así apodaban en Bletchley a los espías—. Perdón —repitió Wigram—. Pensaba en voz alta. Estaba preguntándome por qué Dönitz habría decidido cambiar precisamente este código y por qué habría escogido hacerlo justamente ahora. —Miró a Jericho—. Por lo que nos ha dicho, parece que no habría podido escoger nada más perjudicial para nosotros.

Jericho no tuvo que responder; Logie lo hizo por él.

—Rutina. Casi con seguridad. Cambian sus códigos de vez en cuando. Que lo hayan hecho ahora es pura mala suerte.

—Rutina —repitió Wigram—. Bien. —Sonrió una vez más—. Diga, Leonard, ¿cuántas personas están al corriente de ese código meteorológico y hasta qué punto es importante para nosotros?

—A ver, Douglas —dijo Skynner con una sonrisa—, ¿qué está sugiriendo?

—¿Cuántas, Leonard?

—¿Guy?

—Una docena, más o menos.

—Podría confeccionarme una lista, ¿verdad?

Logie miró a Skynner buscando su aprobación.

—Yo, pues… bien, yo, eeeh…

—Gracias.

Wigram volvió a mirar al techo.

El silencio que siguió fue interrumpido por un suspiro del almirante, que a continuación dijo:

—Creo que he comprendido lo que se deduce de esta reunión. —Aplastó el cigarrillo y alargó la mano para coger su maletín, que estaba al lado de la silla. Empezó a guardar papeles en él y lo mismo hicieron los demás oficiales—. Y no puedo decir que me alegre tener que transmitir ese mensaje.

—Creo que lo comunicaré enseguida a Washington —dijo Hammerbeck.

El almirante se puso de pie y de inmediato todos los demás apartaron sus sillas y lo imitaron.

—El teniente Cave actuará de enlace con el almirantazgo —dijo. Dirigiéndose a éste, añadió—: Quisiera un informe diario. Ahora que lo pienso, quizá sea mejor dos veces al día.

—Sí, señor.

—Teniente Kramer, ¿se ocupará usted de mantener informado al comandante Hammerbeck?

—Desde luego, señor.

—Bien. —El almirante se puso los guantes—. Sugiero que se convoque una nueva reunión cuando los acontecimientos así lo recomienden. —Una vez en la puerta, el viejo almirante se volvió para agregar—: ¿Saben?, no sólo son un millón de toneladas de barcos y diez mil hombres. Es un millón de toneladas de barcos y diez mil hombres cada dos semanas. Y no se trata únicamente de los convoyes. Es nuestro deber de mandar provisiones a Rusia. Es la posibilidad de invadir Europa y echar a los nazis. Lo es todo. Es la guerra entera. —Soltó otra de sus sonoras carcajadas—. No lo digo para presionarlo, Leonard. —Inclinó la cabeza—. Buenos días a todos, caballeros.

Mientras todos murmuraban sus buenos días, Jericho oyó que Wigrarn le decía en voz baja a Skynner:

—Hablaremos luego, Leonard.

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