Enigma

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II. Criptograma » Capítulo 4

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Estaba exhausto. El agotamiento lo perseguía como si de un ser vivo se tratara, se le aferraba a las piernas, se le sentaba en los hombros. Jericho apoyó el pecho en la húmeda pared exterior del Bloque A, y esperó a que su pulso recuperase la normalidad.

Pero ¿qué había hecho?

Necesitaba acostarse. Necesitaba encontrar un agujero donde meterse y descansar un poco. Como un borracho buscando sus llaves, palpó primero en un bolsillo y luego en otro hasta que extrajo el vale de alojamiento y lo miró pestañeando. ¿Albion Street? ¿Dónde estaba eso? Tenía una vaga idea. Lo sabría en cuanto lo viera.

Se apartó de la pared y con paso vacilante empezó a alejarse del lago hacia la avenida que llevaba hasta la verja principal. Un pequeño coche negro estaba aparcado unos diez metros más adelante, y cuando Jericho llegó a su altura la puerta del conductor se abrió y apareció una figura de uniforme azul.

—¡Mr. Jericho!

Jericho lo miró sobresaltado. Era uno de los americanos.

—¿Teniente Kramer?

—Qué tal. ¿Va a casa? ¿Puedo dejarlo en algún sitio?

—Gracias pero no. En realidad, estoy paseando.

—Oh, vamos. —Kramer dio unos golpecitos a la capota—. Acabo de comprarlo. Estaré encantado de acompañarlo. Vamos.

Jericho iba a negarse otra vez, pero entonces notó que las piernas no le obedecían.

—Tranquilo, amigo. —Kramer dio un salto y lo agarró del brazo—. Está que no se aguanta. Una noche muy larga, ¿eh?

Jericho dejó que lo llevase hasta la puerta del acompañante y lo sentara en el asiento. El interior del pequeño vehículo estaba frío y olía como si nadie lo hubiera utilizado en mucho tiempo. Jericho supuso que habría sido el orgullo de alguien hasta que el racionamiento lo había dejado en la cuneta. Kramer rodeó el capó y al sentarse tras el volante y cerrar la puerta el chasis se balanceó.

—Aquí no hay demasiada gente que tenga coche propio. —Jericho oyó su propia voz como si hablara desde muy lejos—. ¿Tiene problemas para conseguir combustible?

—No. —Kramer pulsó el encendido y el motor cobró vida—. Ya nos conoce. Siempre conseguimos lo que queremos.

El coche fue minuciosamente inspeccionado al llegar a la entrada principal. Una vez levantada la barrera, salieron del recinto dejando atrás la cantina y la sala de reuniones, hasta el final de Wilton Avenue.

—¿Hacia dónde?

—A la izquierda, creo.

Kramer pulsó uno de los pequeños indicadores de color ámbar y tomaron el camino que iba a la ciudad. El americano era bien parecido —cara de adolescente, facciones cuadradas, un cierto bronceado que sugería una estancia en ultramar—, tenía unos veinticinco años y parecía estar en estupenda forma física.

—Supongo que he de darle las gracias.

—¿A mí?

—En la reunión. Usted ha dicho la verdad, mientras que los otros no decían más que disparates. Cuatro días… ¡Dios!

—Sólo querían ser leales.

—¿Leales? Vamos, Tom. ¿Le importa si le llamo Tom? Llámeme Jimmy. Estaba todo amañado.

—No creo que sea correcto mantener esta conversación… —dijo Jericho. El mareo se le había pasado y en la lucidez que siempre le seguía se le ocurrió que el americano tal vez había estado esperándolo a la salida—. Déjeme aquí, gracias.

—¿En serio? Pero si apenas hemos hecho camino.

—Aparque, se lo ruego.

Kramer se arrimó al bordillo junto a una hilera de casitas, echó el freno y apagó el motor.

—Haga el favor de escucharme un momento, Tom. Los alemanes introdujeron Tiburón tres meses después de lo de Pearl Harbor…

—Mire, Kramer…

—Tranquilo. Nadie nos oye. —Eso era cierto. La calle estaba desierta—. Tres meses después de Pearl Harbor, y de repente empezamos a perder barcos de mala manera. Pero nadie nos da una razón. Después de todo, nosotros somos los nuevos, lo único que hacemos es fijar la ruta de los barcos según lo que nos dice Londres. Por fin, al ver que la cosa se pone muy fea les preguntamos qué ha pasado con toda aquella magnífica información que tenían. —Empujó a Jericho con el dedo—. Y sólo entonces nos ponen al corriente de Tiburón.

—No quiero seguir escuchándolo —dijo Jericho. Iba a abrir la puerta, pero Kramer se inclinó y agarró el picaporte.

—No pretendo enemistarlo con sus propios compatriotas. Sólo intento decirle lo que está pasando. Luego de que el año pasado nos informaron acerca de Tiburón, empezamos a hacer ciertas comprobaciones. Y poco tiempo después, tras una dura pelea, empezamos a obtener algunos números. ¿Sabe cuántas bombas tenían ustedes a finales de verano, es decir, después de dos años de comenzar la fabricación?

Jericho estaba mirando al frente.

—Yo no estoy al corriente de esa clase de datos —dijo.

—¡Cincuenta! Y ¿sabe cuántas dicen en Washington que se pueden construir en cuatro meses? ¡Trescientas sesenta!

—Bueno, pues si son tan eficientes constrúyanlas —dijo Jericho, malhumorado.

—No, Tom —dijo Kramer—. Usted no se da cuenta. Eso es imposible. Enigma es cosa de los británicos. Oficialmente. Cualquier cambio en el estatus debe ser negociado previamente.

—¿Está siéndolo?

—En Washington, sí. Ahora mismo. Su colega Mr. Turing está allí en estos momentos. Mientras tanto, hemos de contentarnos con lo que ustedes nos den.

—Pero es absurdo. ¿Y por qué no construyen las bombas?

—Vamos, Tom. Piénselo un poco. Todas las estaciones de interceptación están aquí. Ustedes tienen toda la materia prima. Nosotros estamos a más de cuatro mil kilómetros. Le aseguro que ha de ser difícil sintonizar Magdeburgo desde Florida. Además, ¿para qué tener trescientas y pico bombas si no hay nada que meterles dentro?

Jericho cerró los ojos y vio la cara de furia de Skynner, oyó su voz de trueno: «Tú ya no entiendes lo que pasa en Bletchley… Estamos negociando un trato con los americanos… No puedes imaginar siquiera la gravedad…». Por fin comprendía el motivo de su cólera Su pequeño imperio, levantado a costa de tantos esfuerzos, ladrillo burocrático a ladrillo burocrático, estaba amenazado de muerte por Tiburón. Pero la amenaza no procedía de Berlín, sino de Washington.

—Entiéndame bien —estaba diciendo Kramer—. LLevo aquí un mes y pienso que lo que han conseguido N impresionante. Espléndido. Y entre los nuestros nadie está hablando de un relevo. Pero la cosa no puede seguir así. Faltan bombas. Faltan máquinas de escribir. Y esas cabañas. ¡Santo Dios! «¿La guerra era peligrosa, papá?». «Oh, sí, por poco me muero de frío». ¿Sabía que toda la operación estuvo a punto de irse al cuerno porque se les acabaron los lápices de colores? Vamos, hombre. ¿Es que la gente ha de morir porque ustedes no tienen suficientes lápices?

Jericho se sentía demasiado agotado para discutir. Además, sabía que todo aquello era cierto, de principio a fin. Recordaba la noche, hacía cosa de año y medio, en que le habían hecho vigilar la presencia de desconocidos en Shoulder of Mutton apostado junto a la puerta en la oscuridad, sorbiendo cerveza con gaseosa, mientras Turing, Welchman y otros dos jefazos se reunían en una habitación del piso de arriba para escribir entre todos una carta a Churchill. Exactamente la misma historia: falta de empleados, falta de mecanógrafas, la fábrica de Letchworth que hacía las bombas —antes de la guerra fabricaban nada menos que cajas registradoras—, falta de piezas y mano de obra… Cuando Churchill recibió la carta puso Downing Street patas arriba y, temporalmente, las cosas mejoraron un poco. Pero Bletchley era una criatura golosa. Su apetito crecía cuanto más la alimentaban.

Nervos belli, pecuniam infinitam. Dinero, dinero. Los polacos habían tenido que regalar Enigma a los británicos. Ahora éstos iban a tener que compartirla con los yanquis.

—No quiero tener nada que ver en todo esto. Necesito dormir un poco. Gracias por acompañarme.

Jericho alcanzó el picaporte y esta vez Kramer no hizo intento de detenerlo. Estaba con medio cuerpo fuera del coche cuando oyó que el americano le decía:

—Me he enterado de que perdió a su padre en la última guerra.

Jericho se quedó de una pieza.

—¿Quién le ha dicho eso?

—No me acuerdo. ¿Importa algo?

—No. No es ningún secreto. —Jericho se dio masaje en la frente. Estaba comenzando uno de sus terribles dolores de cabeza—. Fue antes de nacer yo. Lo hirió un obús en Ypres. Vivió un poco más, pero ya no fue el mismo. No llegó a salir del hospital. Yo tenía seis años cuando murió.

—¿A qué se dedicaba antes de que lo hirieran?

—Era matemático.

Se produjo un momento de silencio.

—Ya nos veremos —dijo Jericho. Y salió del coche.

—Mi hermano ha muerto —dijo Kramer de pronto—. Fue uno de los primeros. Estaba en la marina mercante.

«Ahora lo entiendo», pensó Jericho.

—Supongo que fue durante el bloqueo de Tiburón…

—Exacto. —Kramer pareció quedarse en blanco. Luego esbozó una sonrisa—. Seguiremos en contacto, Tom. Si puedo hacer algo por usted, dígamelo.

Alargó el brazo y cerró la puerta de golpe. Jericho se quedó solo en el arcén viendo cómo Kramer daba la vuelta. El coche petardeó y arrancó a toda velocidad en dirección al Park, dejando una pequeña y sucia humareda en el aire de la mañana.

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