Enigma

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III. Birlar » Capítulo 3

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Maldita sea, maldita sea.

Cayó de bruces al suelo y las imágenes se esparcieron en el frío piso de piedra, rotas. Paseó un par de veces por la escuchimizada salita y luego fue a la cocina. Todo estaba limpio y en su sitio. Supuso que eso no le tocaba hacerlo a Claire sino a Hester. La estufa había estado quemando a muy baja intensidad y estaba tibia al tacto, pero Jericho resistió la tentación de echar un poco más de carbón. Era la una menos cuarto. ¿Dónde le habría metido ella? Volvió a la salita, al pie de las escaleras dudó por un instante y luego empezó a subir. El yeso de las paredes estaba húmedo y se desprendía bajo sus dedos. Decidió probar primero el cuarto de Hester. Estaba exactamente como seis semanas atrás. Un par de juiciosos zapatos junto a la cama. Un armario lleno de ropa oscura. El mismo libro de alemán.

«An seinen Ufern sind Berge, Felsen und malerische Schlosser aus den ältesten Zeiten». (En sus riberas hay montes, rocas y castillos pintorescos de épocas antiguas). Lo cerró y volvió a salir al rellano.

El cuarto de Claire. Al fin.

Tenía muy claro lo que iba a hacer, pese a que la conciencia le decía que estaba mal y la lógica le decía (que era una estupidez. Y él aceptaba ambas cosas. Como todo buen chico había aprendido su Esopo, y sabía que «el que escucha nunca oye cosas buenas de sí mismo», pero mientras empezaba a abrir cajones, se preguntó desde cuándo tan juiciosa idea había detenido a alguien.

Una carta, un diario, un mensaje, algo que pudiera decirle por qué; tenía que verlo, era preciso, aun cuando el consuelo que pudiese reportarle fuera nulo. ¿Dónde estaba ella? ¿Estaba con otro? ¿Estaría haciendo lo que todas las chicas de Londres llamaban ahora un emparedado?

De pronto le entró un sentimiento de rabia y empezó a arrasar la habitación como un ladrón, sacando cajones y volcando su contenido, cogiendo alhajas y chucherías de los estantes, tirando la ropa de ella al suelo, retirando las sábanas y las mantas de su cama y arrancando el colchón, levantando nubes de polvo y perfume y plumas de avestruz.

Diez minutos después se arrastró hasta un rincón y apoyó la cabeza en un montón de sedas y pieles.

«Eres una ruina mental —había dicho Skynner—. Ya has reventado una vez. Busca alguien más idóneo que la persona con quien estabas saliendo».

Skynner sabía algo, y Logie parecía saberlo también. ¿Cómo la había llamado? ¿Rubia platino? ¿Acaso lo sabían todos? ¿Puck, Atwood, Baxter, todo el mundo?

Era preciso marcharse, alejarse del olor de su perfume y de la visión de su ropa.

Y fue eso lo que lo cambió todo, pues cuando ya estaba en el rellano, con la espalda apoyada en la pared y los ojos cerrados, se dio cuenta de que había olvidado una cosa.

Volvió lenta y resueltamente al cuarto de Claire. Silencio. Cruzó el umbral y repitió la acción. Se puso de rodillas. Una de las alfombras de la tía de Kensington cubría parcialmente el suelo, una cosa oriental, manchada y elegantemente raída. Sólo medía unos dos metros cuadrados. La enrolló y la dejó sobre la cama. Las tablas que había debajo de la alfombra estaban dobladas por los años, gastadas, aseguradas mediante clavos herrumbrosos, incólumes durante dos siglos… excepto en un punto, donde un trecho más corto del viejo entablado, de unos cuarenta y cinco centímetros de largo, estaba fijado mediante cuatro modernísimos y muy relucientes tornillos. Jericho dio una palmada de triunfo en el suelo.

«¿Alguna otra cosa que desee usted hacerme notar, Mr. Jericho?

»—Sí. El curioso episodio de la tabla que cruje.

»—Pero si la tabla no ha crujido.

»—Por eso es curioso».

Entre la confusión que había organizado no pudo encontrar ninguna herramienta. Bajó a la cocina y bus-CÓ un cuchillo. Tenía el mango de nácar con una R grabada en él. Perfecto. Cruzó la salita casi volando. La punta del cuchillo entró en la cabeza del tornillo y la rosca cedió fácilmente. Lo mismo los otros tres. Al levantar la tabla pudo ver la crin y el yeso del techo de la planta baja. La cavidad debía de tener unos quince centímetros de profundidad. Se quitó el abrigo y la chaqueta y se remangó. Se tumbó de lado e introdujo la mano en el hueco. Al principio no sacó otra cosa que escombros, trozos de yeso viejo y pedacitos de ladrillo, pero siguió insistiendo hasta que, por fin, soltó Un grito de júbilo cuando su mano tocó papel.

Volvió a ponerlo todo en su sitio lo mejor que pudo. Colgó de nuevo la ropa de las vigas, apiló la ropa interior y las bufandas en sus cajones y devolvió los cajones a la cómoda de caoba. Amontonó la bisutería en el estuche de piel y desplegó con maña el resto de las chucherías en los estantes, junto con los frascos, botes y cajitas, la mayor parte de los cuales estaban vacíos.

Todo ello lo hizo mecánicamente, como un autómata.

Arregló la cama, apartando la alfombra y alisando luego el edredón; echó encima el cubrecamas de puntilla que quedó ajustado como una red. Luego se sentó en el borde del colchón y examinó el cuarto. No estaba mal. Por supuesto, cuando ella empezase a buscar cosas sabría que alguien había estado tocándolas, pero a primera vista todo parecía estar como antes, a excepción del agujero en el suelo, claro. Aún no sabía qué hacer al respecto. Dependía de

si volvía a guardar o no los mensajes interceptados. Los sacó de debajo de la cama y volvió a estudiarlos.

Eran cuatro, en hojas de tamaño estándar, de veinte por veinticinco. Sostuvo uno de ellos a la luz. Papel barato del que en Bletchley utilizaban a toneladas. Jericho casi pudo visualizar un bosque petrificado en su basta textura amarillenta; las sombras de los tallos, los débiles perfiles de corteza y helecho.

En la esquina superior izquierda de cada señal constaba la frecuencia en que había sido transmitida —12 260 kilociclos por segundo— y en la esquina izquierda su HI, hora de interceptación. Los cuatro habían sido enviados en rápida sucesión el día 4 de marzo, sólo nueve días atrás, a intervalos de unos veinticinco minutos, el primero a las nueve y media de la noche y el cuarto poco antes de la medianoche. Cada uno tenía su señal de llamada —ADU— y luego unos doscientos grupos de cinco letras. Eso ya era una pista importante. Quería decir, al menos, que no eran navales: las señales de la Kriesgmarine eran transmitidas en tetragramas sucesivos, de modo que debían de ser de la Luftwaffe o del ejército alemán.

Claire tenía que haberlas robado de Cabaña 3.

La enormidad de lo que aquello implicaba sorprendió a Jericho por segunda vez como un puñetazo en el estómago. Dispuso los papeles sobre la almohada e intentó con toda su alma, como un abogado defensor, dar con una explicación inocente. ¿Una travesura poco afortunada? Ella, desde luego, no prestaba demasiada atención a la seguridad, como aquel día en que habló en voz alta de Cabaña 8 en la estación, exigiendo saber en qué trabajaba él, intentando decirle qué hacía ella. ¿Una provocación? Quizá, también. Era capaz de cualquier cosa. Pero aquel agujero en el suelo, la fría deliberación que ello implicaba, ridiculizaba estrepitosamente su defensa.

Un ruido de pasos en la planta baja lo sacó de su ensueño y le hizo ponerse de pie de un salto.

«Hola», dijo con voz que pretendía sugerir más valor del que tenía. Se aclaró la garganta. «¿Hola?», repinó, y entonces oyó otro ruido, esta vez una pisada, seguro, y seguro también que fuera de la casa. Sintió una descarga de adrenalina. Corrió hasta la puerta del dormitorio y apagó la luz. La única iluminación en toda la I usa procedía de la salita. Si alguien subía por la escalerita, él podría ver su silueta y a la vez permanecer oculto. Pero no pasó nada. ¿Estarían tratando de entrar por detrás? Se sentía terriblemente vulnerable. Bajó con cautela por las escaleras, dando un respingo a cada crujido. Lo sorprendió una ráfaga de aire frío.

La puerta principal estaba abierta.

Saltó la última media docena de escalones y salió corriendo, a tiempo para ver la luz trasera de una bicicleta alejarse por la pista de tierra para perderse camino abajo.

Empezó a perseguirla, pero al cabo de veinte pasos renunció a la caza. Era imposible alcanzar al ciclista.

Había helado. En todas direcciones el suelo despedía un brillo pálido. Las desnudas ramas de los árboles se recortaban contra el cielo, semejantes a vasos sanguíneos. En el hielo había dos huellas gemelas de neumáticos. Las siguió de nuevo hacia la puerta, donde terminaban en una serie de nítidas huellas de pisadas.

Nítidas y grandes, de hombre.

Jericho permaneció un buen rato mirándolas, sin dejar de tiritar, iba en mangas de camisa. Desde el bosquecillo cercano llegó el ulular de un búho, y a Jericho le pareció que su voz tenía el ritmo del Morse: di-di-di-da, di-di-di-da.

Entró rápidamente en la casa.

Fue al piso de arriba y enrolló los mensajes. Abrió con los dientes un pequeño agujero en el forro de su abrigo y metió los criptogramas dentro. Luego atornilló a toda prisa las tablas y colocó de nuevo la alfombra. Se puso la chaqueta y el abrigo, apagó las luces, cerró la puerta con llave y guardó ésta en su sitio.

Las ruedas de su bicicleta añadieron un tercer juego de huellas en el hielo.

Al llegar al camino vecinal se detuvo y se volvió a mirar la casa a oscuras. Tuvo la sensación —«tonterías», se dijo— de que alguien estaba observándolo. Miró alrededor. Una ráfaga de viento se coló entre los árboles; en el seto de endrino que tenía cerca bailotearon unos tintineantes carámbanos.

Jericho tiritó de nuevo, volvió a montar en la bicicleta y enfiló la loma rumbo al sur, hacia Orión y Proción, y hacia Hidra, que pendía sobre Bletchley Park como un cuchillo en la noche.

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