Enigma

Enigma


IV. Beso » Capítulo 1

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No sabe qué lo ha despertado; un sonido débil, algo me al moverse en el aire lo saca de las profundidades tic sus sueños y tira de él hacia la superficie.

Al principio su habitación en penumbra le parece totalmente normal —la conocida verga negrísima de la viva baja de roble, las grises llanuras de paredes y techo— pero entonces advierte que de los pies de la cama se eleva una luz tenue.

—¿Claire? —dice, incorporándose—. ¿Cariño?

—No pasa nada, cielo. Sigue durmiendo.

—¿Se puede saber qué haces?

—Sólo estoy echando una ojeada a tus cosas.

—¿Que estás… qué?

Tantea en la mesita de noche y enciende la lámpara. Su despertador le dice que son las tres y media.

—Así está mejor —dice ella, y apaga la linterna—. Este trasto no sirve para nada.

Y, en efecto, está haciendo lo que acaba de decir. A excepción de la camisa de él, no lleva nada encima, y está de rodillas examinando su cartera. Extrae de ella dos billetes de una libra, le da la vuelta y la sacude en el aire.

—¿Y fotos? —dice.

—Aún no me has dado ninguna.

—Tom Jericho —dice ella con una sonrisa, restituyendo los billetes—. Declaro rotundamente que estás volviéndote un zalamero.

Le registra los bolsillos de la chaqueta, del pantalón, se arrastra de rodillas hasta la cómoda. El cruza las manos detrás de la cabeza, se apoya en la cuja de hierro y la mira. Es la segunda vez que se acuestan —una semana después de la primera— y ante la insistencia de ella no lo han hecho en su casa sino en el cuarto de él, colándose por detrás de la barra de la posada White Hart y subiendo por la chirriante escalera. La habitación de Jericho está separada del resto de la casa, de modo que no hay peligro de que los oigan. Sus libros están alineados en lo alto de la cómoda. Los coge de uno en uno, les da la vuelta y los hojea minuciosamente.

¿Le parece a él raro todo esto? No, en absoluto. Sencillamente lo encuentra divertido, halagador incluso, un paso más en su intimidad, una continuación de lo demás, parte del sueño despierto en que su vida se ha convertido, bajo las reglas del sueño. Además, ella no tiene secretos para él, o al menos Jericho asilo cree.

Ella encuentra el papel de Turing y lo examina.

—¿Qué es eso de números racionales con aplicación al Entscheidungsproblem, dicho en cristiano?

Él anota mentalmente con sorpresa su perfecta pronunciación del alemán.

—Es una máquina teórica capaz de un número infinito de operaciones numéricas. Confirma las teorías de Hilbert y cuestiona las de Godel. Vuelve a la cama, cariño.

—Pero es sólo una teoría, ¿no?

Él suspira, da una palmada en el colchón, a su lado —duermen en una cama individual— y dice:

—Turing cree que no hay razón intrínseca para que una máquina no pueda ser capaz de hacer lo que hace un cerebro humano. Calcular, comunicar, escribir un soneto.

—¿Enamorarse…?

—Suponiendo que el amor sea lógico.

—¿Lo es?

—Ven a la cama.

—Y este Turing, ¿trabaja en el Park?

Él no dice nada. Ella mira con aprensión toda aquella sarta de números impresos en el papel. Luego lo pone entre los libros y abre un cajón de la cómoda. Al inclinarse, la camisa se le sube un poco. La parte inferior de su espalda es como una mancha blanca entre las sombras. Él se queda mirando hipnotizado ese muelle triángulo de carne en la base de sus vértebras mientras ella sigue fisgando en la ropa.

—Ah —exclama—, mira lo que he encontrado. Saca un trocito de papel—. Un cheque de cien libras virado sobre los fondos para imprevistos del Foreign Office, y extendido a tu nombre…

—Dame eso.

—¿Por qué?

—Guárdalo.

En menos de dos segundos él cruza la habitación y está al lado de Claire, pero ella es más rápida. Se pone de puntillas, sosteniendo el cheque en alto, y —cosa absurda— sólo es un centímetro más alta que Jericho. El dinero ondea como un banderín lejos de las manos de él.

—Sabía que encontraría algo. Vamos, cielo, explícate.

Jericho debería haber ingresado el maldito cheque hacía semanas. Lo ha olvidado por completo.

—Claire, por favor…

—Debes haber hecho algo muy importante en esa cabaña donde trabajas. ¿Un nuevo código, quizá? ¿Es eso? ¿Has descifrado un nuevo código, mi listísimo amor?

Ella puede ser un poco más alta, más fuerte incluso, pero él tiene la ventaja de la desesperación. Le agarra del bíceps, le baja el brazo y se lo retuerce. Forcejean un poco y entonces la arroja de espaldas sobre la cama. Le arranca el cheque de sus dedos de uñas mordidas y retrocede con el papel en la mano.

—No tiene gracia, Claire. Hay cosas que no tienen gracia.

Permanece un instante sobre la burda esterilla, desnudo, flaco, jadeando por el esfuerzo. Dobla el cheque y lo guarda en su cartera, la cartera en su chaqueta, y se vuelve para colgar la chaqueta en el armario. Al hacerlo, advierte a sus espaldas un sonido peculiar, un espantoso ruido animal, a medio camino entre un resuello y un sollozo. Ella se ha acurrucado en la cama con las rodillas sobre el abdomen y los antebrazos pegados a la cara.

«Pero ¿qué he hecho?», se pregunta él. Empieza a balbucir una disculpa. No quería asustarla, menos aún hacerle daño. Se acerca a la cama y se sienta a su lado. A modo de ensayo, la toca en el hombro. Ella no parece notarlo. El intenta atraerla hacia sí, ponerla boca arriba, pero se ha quedado rígida como un cadáver. Los sollozos hacen temblar la cama. Es como si tuviera un ataque. Ha traspasado el umbral de la pena; ahora está muy lejos de él, que añade—: Bueno, bueno.

Como no puede sacar las mantas de debajo de Claire, coge el abrigo, la cubre con él y luego se acuesta a su lado, tiritando en la noche de enero mientras le acaricia el cabello.

Así permanecen durante media hora, hasta que por fin, serena ya, ella se levanta de la cama y empieza a vestirse. Jericho no se atreve a mirarla y no es tan tonto como para decirle algo. Sólo oye sus pasos por la habitación a medida que va recogiendo sus ropas esparcidas.

Luego la puerta se cierra sin ruido. Cruje la escalera. Un minuto después oye a Claire alejarse de la ventana empujando su bicicleta.

Y entonces empieza para él la pesadilla.

Primero lo asalta la culpa, la más corrosiva de las emociones, más aún que los celos (aunque los celos vendrían a añadirse a la mezcla días después, cuando él la ve casualmente por Bletchley con un hombre al que no reconoce; el hombre podría ser cualquiera, por supuesto un primo, un amigo, un colega—, pero como es lógico su imaginación no puede aceptar tal cosa. ¿Por qué reaccionó tan mal ante una provocación insignificante? Al fin y al cabo el cheque podía ser un premio por cualquier cosa. No tenía por qué contarle la verdad. Ahora que no la tenía delante se le ocurrían cien explicaciones plausibles. ¿Qué había hecho para provocar en ella semejante pánico? ¿Qué horrible recuerdo habría despertado?

Jericho gruñe y se cubre la cabeza con las mantas.

A la mañana siguiente lleva el cheque al banco y lo cambia por veinte nuevos, grandes y crujientes billetes de veinte libras. Luego sale a buscar la triste joyería de Bletchley Road y una vez allí pide un anillo cualquiera que valga, eso sí, cien libras, a lo que el joyero —una especie de hurón con gafas de culo de botella, que no puede creer en su suerte— le saca un diamante que vale menos de la mitad de esa suma. Jericho lo compra.

Hará las paces con ella. Se disculpará. Todo va a arreglarse.

Pero Jericho no tiene suerte. Ahora es víctima de su propio éxito. Un mensaje de Tiburón revela que un petrolero submarino alemán —el U-459, al mando del Korvettenkäpitan Von Williamowitz-Mollendorf, con setecientas toneladas de combustible a bordo— debe reunirse con el submarino italiano Kalvi a trescientas millas al este de Saint Paul’s Rock, en medio del Atlántico, para reabastecerlo. Y algún imbécil del almirantazgo, olvidando que no debe emprenderse acción alguna que pueda poner en peligro el secreto de Enigma, ordena a una escuadra de destructores que lo intercepte. El ataque se lleva a cabo. Fracasa. El U-459 escapa. Y Dönitz, el zorro astuto en su madriguera de París, empieza á sospechar de inmediato. La tercera semana de enero, Cabaña 8 descifra una serie de señales ordenando a toda la flota de U-boote que estreche sus medidas de seguridad. El tráfico de Tiburón empieza a menguar. Apenas tienen material con que alimentar las bombas. En Bletchley son cancelados todos los permisos. Turnos de ocho horas que pasan a ser de doce, de dieciséis… La batalla diaria por descifrar los códigos recupera la misma pesadilla de los tiempos del bloqueo de Tiburón, y todas las espaldas prueban el furioso látigo de Skynner.

En cuestión de una semana, Jericho ha pasado di un verano perpetuo a un invierno interminable. Sus mensajes a Claire, de súplica y arrepentimiento, se pierden en un vacío sin respuesta. No puede salir del trabajo para ir a verla. No puede trabajar. No puede dormir. Y no tiene a nadie a quien contárselo. ¿A Logie, distante y distraído tras su pantalla de humo? ¿A Baxter, que consideraría su flirteo con Claire Romilly como una traición al proletariado? ¿A Atwood —¡Atwood!— cuyas aventuras sexuales se han limitado a llevarse a Brancaster de fin de semana a los estudiantes más guapos, para que éstos descubran rápidamente que las puertas de todos los baños se han quedado sin cerradura? Puck habría sido una posibilidad, pero Jericho ya imaginaba su consejo. —«Sal con otra, Tom, y tíratela»— ¿y cómo iba él a admitir la verdad: que no quería «tirarse» a nadie más, que nunca se había «tirado» a nadie más?

El último día de enero, mientras compra su ejemplar del Times en el quiosco de Brinklow en Victoria Road, Jericho la ve, a lo lejos, con otro hombre y se oculta en un portal para que no advierta su presencia, {parte de eso, nunca coinciden: el Park se ha vuelto demasiado grande, hay demasiados cambios de turno. Finalmente no ve otra salida que esperar en el camino que pasa por delante de su casa de campo, como si fuera un mirón. Pero al parecer Claire ya no va a su casa.

Y entonces, un día, se tropieza con ella.

Es el lunes 8 de febrero, a las cuatro en punto. El Tigresa andando a la cabaña desde la cantina; ella es una más en el río de trabajadores que circula hacia la verja al término del turno de tarde. El ha estado ensayando mucho para ese momento, pero todo lo que puede hacer es balbucir una queja:

—¿Por qué no contestas mis cartas?

—Hola, Tom.

Ella trata de seguir andando, pero él no está dispuesto a soltarla. Tiene una pila de mensajes de Tiburón esperando en su escritorio, pero le da igual. La coge del brazo.

—Necesito hablar contigo.

Sus cuerpos bloquean el paso. La gente pasa junto a ellos como un río en torno a una roca.

—Cuidado —dice alguien.

—Tom —dice Claire entre dientes—, ¿no ves que estás haciendo una escena?

—Está bien. Salgamos de aquí.

Jericho tira de ella con insistencia, y Claire cede finalmente de mala gana. El propio impulso de la gente los lleva más allá de la verja, hacia la carretera. El sólo piensa en poner tierra por medio entre ellos y el Park. No sabe cuánto rato han andado —quince minutos, quizá veinte— hasta que, finalmente, las aceras quedan desiertas y están en el extrarradio de la ciudad. La larde es fría y despejada. A los lados, unos sucios setos de alheña ocultan villas residenciales cuyos jardines de guerra están llenos de gallineros y semienterrados refugios antiaéreos, con sus techos de hierro acanalado.

Ella se zafa de su presa.

—Esto no tiene sentido.

—¿Sales con alguien más? —Él apenas si se atreve a preguntarlo.

—Siempre se sale con alguien.

Jericho se detiene pero ella sigue andando. Él la alcanza unos cincuenta metros más adelante. Las casas se han terminado y ahora están en una especie de tierra de nadie entre la ciudad y el campo, en el extremo occidental de Bletchley, donde la gente va a tirar sus desperdicios. Unas gaviotas alzan el vuelo entre gritos, como un torbellino de papel que levantara el viento. La carretera se ha reducido a un camino de tierra que, pasando bajo la vía, lleva a unos viejos hornos de ladrillo victorianos. Tres chimeneas de ladrillo rojo, como si de un crematorio se tratase, se elevan quince metros sobre el suelo. Hay un letrero que reza: POZO DE ARCILLA ANEGADO — AGUA MUY PROFUNDA.

Claire se arrebuja en su abrigo y tirita.

—¡Qué sitio más horrible! —exclama, pero sigue andando.

Durante unos diez minutos los hornos abandonados les sirven de grata distracción. Vagan entre los hornos y talleres en ruinas sumidos en un silencio que es casi agradable. Parejas de enamorados han grabado sus iniciales en las desmoronadas paredes. El suelo está cubierto de restos de ladrillo y mampostería. Las ruinas chamuscadas de varios edificios —sin duda hubo un incendio— se elevan hacia el cielo y Jericho se pregunta si los alemanes habrían bombardeado el lugar tomándolo por una fábrica. Se vuelve para comentárselo a Claire, pero ella ha desaparecido.

La encuentra juera, de espaldas, mirando hacia el pozo de arcilla. Éste es enorme, de unos cuatrocientos metros de diámetro. La superficie del agua es negra tomo el carbón, y su quietud insinúa inimaginables profundidades.

—Tendría que volver —dice Claire.

—¿Qué quieres saber? —pregunta él—. Te diré lo que quieras.

Y lo hará, si ella se lo pide. No le importan la segundad ni la guerra. Le hablará de Tiburón, de Delfín y de Marsopa. Le explicará todos los trucos, las cribas, los secretos. Y le hará un boceto de cómo funcionan las bombas, si es lo que ella quiere. Pero Claire se limita a decir:

—Espero, Tom, que no te pondrás pesado.

Pesado. ¿Eso es lo que es? ¿Un pesado?

—Espera —le dice él—, al menos toma esto.

Le entrega la cajita con el anillo. Ella la abre y ladea la piedra para que le dé la luz. Luego cierra el estuche y se lo devuelve.

—No es de mi estilo.

—Pobrecito —recuerda él que Claire dice más tarde—. Realmente estás loco por mí, ¿verdad? Pobrecito…

Y llegado el fin de semana Jericho está en el Rover del subdirector, cruzando la nieve camino del King’s College.

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