Enigma

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IV. Beso » Capítulo 2

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—En cuyo caso —añadió ella astutamente—, ¿quién le digo que anda buscándola?

Auf Wiedersehen, Fräulein Monk. —Weitzman no aguantaba más. Tenía ya medio cuerpo fuera de la sala y tiraba de Jericho con fuerza sorprendente. La última imagen que Jericho tuvo de Miss Monk fue estando de pie junto a la puerta, con cara entre perpleja y recelosa, antes de despedirse con su alemán de colegio:

Auf Wiedersehen, Herr Doktor, und Herr

Weitzman no llevó a Jericho por el camino que habían tomado primero, sino que se dirigieron hacia la salida de atrás. Una vez fuera Jericho entendió por qué le había costado tanto llegar hasta allí aquella noche. Estaban al borde de un solar. Había zanjas de casi un metro y medio de profundidad. Las pirámides de arena y grava estaban cubiertas de un blanco montículo de escarcha. Era un milagro que no se hubiera roto una pierna.

Weitzman sacó un cigarrillo de un arrugado paquete de Passing Clouds y lo encendió. Apoyado contra la pared de la cabaña, exhaló un suspiro de vapor y humo de tabaco.

—Supongo que es inútil que se lo pregunte, pero ¿qué diablos pasa?

—Es mejor que no lo sepa, Walter. Créame.

—¿Problemas de amor?

—Algo parecido.

Weitzman murmuró un par de cosas en yiddish que debían de ser juramentos y siguió fumando.

A unos treinta metros de allí, un puñado de obreros estaba terminando su parada en torno a un brasero. Se dispersaron a regañadientes, arrastrando picos y palas por el suelo endurecido, y Jericho se acorde de cuando era un crío y caminaba de la mano de su madre junto al mar, con su pala que traqueteaba detrás en el suelo de cemento. Más allá de los árboles, un generador entró en funcionamiento poniendo en fuga a unas Cornejas.

—¿Qué es la sala del Libro Alemán, Walter?

—Será mejor que vuelva —dijo Weitzman. Se lamió la yema del pulgar y el índice, apagó la punta encendida del cigarrillo y se lo guardó en el bolsillo. El tabaco era demasiado precioso como para derrochar unas cuantas hebras.

—Por favor, Walter…

Ach! —Weitzman hizo un gesto de asco como apartando a Jericho y echó a andar en dirección al sendero sin apartarse de la cabaña, con paso vacilante pero maravillosamente deprisa para un hombre de su edad. Jericho tuvo que apresurarse para no perderlo de vista—. Pregunta usted demasiado, ¿sabe?

—Sí, ya lo sé.

—Santo Dios, ¿no ve que Coker se cree que soy un espía nazi? Aunque yo sea judío, para él no hay dos alemanes distintos. Lo cual, por supuesto, es justamente lo que

nosotros sostenemos. Imagino que debería sentirme halagado.

—Yo no… Bueno, es que… no sé a quién más…

Dos centinelas armados con fusiles doblaron la esquina y se dirigieron hacia ellos. Weitzman calló de golpe y bruscamente se desvió a la derecha camino de la pista de tenis. Jericho lo siguió. Weitzman abrió la puerta y ambos entraron en la pista de asfalto, que había sido construida —a instancias del propio Churchill, según se decía— dos años antes. No se utilizaba desde el otoño. Las líneas blancas apenas eran visibles bajo la escarcha. La hojarasca se había acumulado junto a la cerca de alambre. Weitzman cerró la puerta y echó a andar hacia el poste de la red.

—Esto ha cambiado mucho desde que empezamos, Tom. Ahora no conozco a las nueve décimas partes de la gente que trabaja aquí. —Weitzman pateó las hojas con expresión pensativa y Jericho advirtió por primera vez lo pequeños que tenía los pies; pies de bailarín—. Me he vuelto viejo aquí. Recuerdo cuando nos creíamos genios si conseguíamos descifrar cincuenta mensajes por semana. ¿Sabe cuál es ahora el porcentaje?

Jericho negó con la cabeza.

—Tres mil al día.

—Santo Dios. —«Eso significa ciento veinticinco por hora», pensó Jericho. «O sea uno cada treinta segundos…».

—Así que su chica está en un aprieto, ¿no?

—Eso creo. Bueno, sí. Lo está.

—Pues lo lamento. Claire me cae bien. Me ríe los chistes. Tengo que mimar a las que ríen mis chistes, Tom. Sobre todo si son jóvenes. Y guapas.

—Walter…

Weitzman miró en dirección a la cabaña. Había escogido muy bien su terreno, con el instinto de quien en cierto momento, por problemas de supervivencia, ha tenido que aprender a procurarse intimidad. Nadie podía sorprenderlos desde atrás sin entrar en la pista de tenis. Nadie podía acercarse por delante sin ser visto. Y si alguien estaba observándolos desde lejos, bueno, ¿qué podía ver sino a dos viejos colegas charlando en privado?

—Esto está organizado como una fábrica —comenzó Weitzman al tiempo que pasaba los dedos por la red metálica. Tenía las manos blancas de frío. Se aferraban al acero como dos garras—. Los descifrados llegan por cinta transportadora desde Cabaña 6. Primero van a Vigilancia para su traducción (eso ya lo sabe, es donde trabajo yo). Uno se encarga del material urgente y el otro de los mensajes atrasados. Las señales de la Luftwaffe ya traducidas pasan a 3A, las del ejército a 3M. A de Aviación, M de Militar. Uf, qué frío hace. ¿No tiene frío? Yo estoy tiritando. —Sacó Un pañuelo muy sucio y se sonó la nariz—. Los oficiales de servicio deciden qué es importante y le dan prioridad Z. Zeta significa grado inferior; Hauptmann Fischer va a ser transferido a la fuerza aérea alemana en Italia. Un parte meteorológico tendría tres zetas. Cinco zetas ya es oro puro: dónde estará Rommel mañana por la tarde, un inminente ataque aéreo. La información es resumida y luego se mandan tres copias,

una para el Servicio de Espionaje en Broadway, otra para el ministerio competente en Whitehall y otra para el mando militar pertinente.

—¿Y la sala del Libro Alemán?

—Cada nombre va a engrosar un índice; lo mismo para cada oficial, cada pieza de material, cada base. Por ejemplo, el traslado de Hauptmann Fischer puede parecer insignificante a efectos de información. Pero consultado el índice correspondiente resulta que su última misión fue en una estación de radar en Francia. Ahora llene que ir a Bari. Por lo tanto: los alemanes están insudando un radar en Bari. Que lo construyan. Cuando estén a punto de terminarlo, lo bombardearemos.

—¿Eso es el Libro Alemán?

—No, no. —Weitzman sacudió la cabeza malhumorado, como si Jericho fuera un alumno de la fila de atrás en su clase de Heidelberg—. El Libro Alemán es el último eslabón del proceso. Todo este papeleo (mensaje interceptado, desciframiento, traducción, señal Z, lista de referencias, todos estos miles de páginas) es archivado junto. El Libro Alemán es una transcripción palabra por palabra de todos los mensajes descifrados en su idioma original.

—¿Es un trabajo importante?

—Intelectualmente hablando, no. Pura burocracia.

—¿Y en términos de acceso a material confidencial?

—Ah. Eso es distinto. —Weitzman se encogió de hombros—. Depende de la persona que esté implicada, por supuesto, si es alguien que se molesta en leer lo que pasa por sus manos. La mayoría no se molesta en hacerlo.

—Pero ¿en teoría?

—¿En teoría? ¿Un día normal? Una chica como Claire probablemente conoce más detalles operacionales sobre las fuerzas armadas alemanas que el propio Hitler. —Miró a Jericho, cuya cara expresaba incredulidad, y sonrió—. Absurdo, ¿verdad? ¿Cuántos años tiene? ¿Diecinueve, veinte?

—Veinte —murmuró Jericho—. Ella siempre me decía que se aburría mucho.

—¡Veinte! Le juro que es el mejor chiste en la historia de esta guerra. Fíjese: la muchacha casquivana, el intelectual enfermizo y el judío medio ciego. Ah, si la raza dominante pudiera ver lo que les estamos haciendo… —Se acercó el reloj a la nariz—. Tengo que volver al trabajo. Coker ya habrá dado orden de que me arresten. Me temo que he hablado más de la cuenta.

—En absoluto.

—Sí, Tom. Sí. —Echó a andar hacia la puerta. Jericho hizo ademán de seguirle pero Weitzman levantó una mano para impedírselo—. ¿Por qué no espera aquí? Sólo un momento. Deje que me vaya. —Salió de la pista de tenis. Al pasar del otro lado de la cerca, pareció ocurrírsele una idea. Hizo señas a Jericho de que se aproximara a la red y le dijo en voz baja—: Escuche, si cree que puedo ayudarlo otra vez, si necesita más información, no me pregunte, por favor. No quiero saber nada.

Antes de que Jericho pudiese reaccionar, Weitzman había cruzado el camino, desapareciendo por la parte de atrás de la cabaña.

Dentro del recinto de Bletchley Park, pasada la mansión, a la sombra de un abeto, había una cabina normal de teléfonos. Dentro de ella, un joven con cazadora de motorista estaba finalizando una llamada. Jericho, apoyado en el árbol, oyó su sonsonete, amortiguado pero audible:

—Tienes razón… Está bien, muñeca… Hasta pronto.

El correo militar colgó el auricular con rabia y abrió la puerta.

—Todo suyo, amigo.

Al principio el motorista no se alejó de la cabina. Jericho permaneció dentro, simulando que buscaba calderilla, observando a través del cristal. El hombre se ajustó las polainas, se puso el casco, se ciñó el barboquejo…

Jericho esperó a que se hubiera marchado antes de marcar el cero.

—Al habla telefonista —dijo una voz femenina.

—Buenos días. Quisiera hacer una llamada. Kensington dos dos cinco siete.

La operadora repitió el número.

—Serán cuatro peniques.

Una línea terrestre de noventa kilómetros conectaba todos los números del Park con la central de Whitehall. Que la telefonista pudiera saber, Jericho sólo estaba llamando a un barrio de Londres desde otro barrio de la ciudad. Introdujo cuatro peniques en la ranura y tras una serie de ruiditos oyó la señal.

Pasaron quince segundos antes de que un hombre contestara:

—¿Sííí?

Jericho siempre había imaginado que el padre de Claire tendría una voz como aquélla. Lánguida y confiada, alargando esa única sílaba como si fueran dos. Inmediatamente hubo una serie de pitidos y Jericho pulsó el botón. Su dinero cayó al depósito de monedas. Se sentía ya en cierta desventaja; era un indigente sin posibilidad de teléfono propio.

—¿Mr. Romilly?

—¿Sííí?

—Lamento molestarle, señor, y más siendo domingo, pero verá, trabajo con Claire…

Se oyó un ruido débil y luego una pausa, durante la cual pudo oír la respiración de Romilly. Un chisporroteo de electricidad estática ocupó brevemente la línea.

—¿Sigue usted ahí?

La voz, cuando volvió a sonar, era serena y parecía emanar de una sala enorme y vacía.

—¿Cómo ha conseguido este número?

—Me lo dio Claire. —Fue la primera mentira que se le ocurrió a Jericho—. Quería saber si estaba en casa.

Otra larga pausa, y luego:

—Pues no, no está. ¿Tendría que estar?

—Esta mañana no ha ido a trabajar. Ayer era su día libre. Me preguntaba si tal vez habría ido a Londres.

—¿Quién habla?

—Me llamo Tom Jericho. —Silencio—. Puede que le haya hablado de mí.

—No lo creo. —La voz de Romilly era apenas audible. El hombre carraspeó—. Lo siento mucho, Mr. Jericho, pero me temo que no puedo ayudarle. Los movimientos de mi hija son tan misteriosos para mí como parecen serlo para usted. Adiós.

Se produjo un ruido indeterminado y la conexión se interrumpió.

—¿Hola? —dijo Jericho. Le pareció que seguía escuchando una respiración—. ¿Oiga? Se pegó durante un par de segundos al auricular de baquelita, tratando de oír algo, y luego colgó despacio.

Apoyado en un lado de la cabina, se dio masaje en las sienes. Tras el cristal el mundo seguía silenciosamente su marcha. Un par de civiles, con sombrero hongo y paraguas enrollado, recién salidos del tren de Londres, eran escoltados por la avenida hacia la mansión. Tres patos con camuflaje de invierno fueron a posarse en el lago, haciendo surcos en el agua gris con sus patas extendidas, sin gracia alguna.

«Los movimientos de mi hija son tan misteriosos para mí como parecen serlo para usted».

Algo no cuadraba. Esa no era la reacción que uno espera de un padre cuando le dicen que su hija ha desaparecido…

Jericho hurgó en sus bolsillos en busca de monedas. Las extendió en la palma de la mano y las miró estúpidamente, como un extranjero recién llegado a un país que no le es familiar.

Volvió a marcar el cero.

—Al habla telefonista.

—Kensington dos dos cinco siete.

Una vez más, Jericho introdujo cuatro peniques en la ranura metálica. Una vez más, hubo una serie de ruiditos y luego una pausa. Se dispuso a pulsar el botón. Pero esta vez no hubo tono de llamada, sólo el

bip-bip-bip del teléfono comunicando, que sonó en su oído como el latido de un corazón.

En los siguientes diez minutos Jericho hizo tres nuevos intentos de comunicar con Romilly. Cada vez obtuvo la misma respuesta. O bien Romilly había descolgado el auricular, o estaba enfrascado en una larga conversación con alguien.

Jericho habría probado una cuarta vez, pero una mujer de la cantina con el abrigo puesto encima del delantal empezó a arañar el cristal con una moneda, exigiendo su turno. Finalmente, Jericho la dejó pasar. Una vez en la calle, intentó pensar cuál debía ser el siguiente paso.

Volvió a mirar en dirección a las cabañas. Sus formas chatas y grises, antaño tan aburridas y familiares, le parecían ahora vagamente amenazadoras.

Maldita sea, ¿qué podía perder?

Se abrochó la chaqueta a causa del frío y caminó hacia la verja.

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