Enigma

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IV. Beso » Capítulo 3

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La iglesia parroquial de Saint Mary, ocho contundentes siglos de dura piedra blanca y fervor cristiano, se alzaba al final de una avenida de tejos añosos, a menos de cien metros de los límites de Bletchley Park. Mientras Jericho cruzaba la verja vio unas quince o veinte bicicletas pulcramente dispuestas en torno al porche, y un momento después oyó el sonido del órgano y los cánticos lastimeros de unos feligreses de la iglesia anglicana en pleno himno. El cementerio estaba sumido en el silencio. Jericho se sentía como un invitado tardón que se acerca a una casa donde la fiesta ya está en su apogeo.

Jericho luchó contra el frío batiendo los brazos y pateando. Pensó en colarse dentro y quedarse en la parte de atrás hasta que terminase el servicio, pero la experiencia le había enseñado que nadie puede entrar en una iglesia sigilosamente. La puerta haría ruido, todos volverían la cabeza, y un acólito vendría corriendo por la nave lateral con un devocionario y un libro de himnos. Y llamar la atención de esa manera era lo último que Jericho deseaba.

Dejó el sendero y fingió mirar las sepulturas. Telarañas escarchadas de tamaño y exquisitez increíbles brillaban como un ectoplasma entre los monumentos: mármol para los pudientes, de pizarra para la gente del campo; deterioradas cruces de madera para los pobres y los niños. Ebenezer Slade, edad cuatro años y seis meses, dormido en brazos de Jesús. Mary Watson, esposa de Albert, muerta tras larga enfermedad. Descanse en paz… En algunas tumbas los ramos de flores secas, petrificados por el hielo, testimoniaban el veleidoso interés de los vivos… En otras, un liquen amarillo había oscurecido ya las inscripciones. Se agachó para rascar el liquen, atendiendo a las voces que se oían tras la ventana de vidrio de colores.

Oh vosotros, Rocío y Escarcha, bendecid al Señor;

alabadlo y glorificadlo eternamente.

Oh vosotros, Escarcha y Frío, bendecid al Señor;

alabadlo y glorificadlo eternamente…

Viejas imágenes poblaron su mente.

Pensó en el funeral de su padre, un día como aquél: una helada y fría iglesia victoriana de la industriosa región central de Inglaterra, medallas sobre el ataúd, su madre llorando, sus tías de negro, todo el mundo observándolo con triste curiosidad, y él en todo momento a un millón de kilómetros de allí, buscando el factorial de los números de los himnos («Salgamos del error, dejemos atrás la noche» —número 392 del libro— dio, como aún recordaba, la preciosa serie 2x7x2x7x2…).

Y también pensó en Alan Turing, nervioso y excitado aquella noche en Cabaña 8, explicando cómo la muerte de su mejor amigo le había hecho buscar un vínculo entre las matemáticas y el espíritu, insistiendo en que Bletchley estaba asistiendo a la creación de un mundo nuevo, que las bombas pronto serían modificadas y los burdos controles electromecánicos sustituidos por relés de válvulas de pentodo y tiratrones GT1C para crear unas máquinas que en su día podrían remedar las acciones del cerebro humano y desvelar los secretos del alma…

Jericho paseó entre los muertos. Aquí una pequeña cruz de piedra enguirnaldada de flores de piedra, allí Un ángel de aspecto severo que le recordó a Miss Monk. Entretanto, Jericho no dejaba de escuchar el servicio. Se preguntaba si habría entre los fieles alguien de Cabaña 8 y, en tal caso, quién. ¿Estaría Skynner, a falta de otro, ofreciendo sus rezos a Dios? Trató de Imaginar de qué nuevas reservas de servilismo echaría mano Skynner para comunicarse con un ser de mayor tango incluso que el primer lord del almirantazgo, pero vio que no se le ocurrían.

«La bendición de Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, sea siempre con vosotros. Amén».

El servicio había terminado. Jericho avanzó rápidamente entre las lápidas, apartándose del templo, y se escondió detrás de un par de grandes matas. Desde allí podía ver perfectamente el porche.

Antes de la guerra los fieles habrían salido al edificante repique de un triple juego de campanas. Pero ahora las iglesias sólo podían hacer sonar sus campanas en caso de invasión, de modo que al abrirse la puerta y colocarse el viejo párroco para despedir a sus feligreses, el silencio dio a la ceremonia un aire de melancólica discreción. Uno a uno los fieles fueron saliendo a la luz. Jericho no reconoció a ninguno. Empezó a pensar que quizá había sacado una conclusión equivocada. Pero luego, cómo no, una joven menuda y delgada apareció con su abrigo negro y el devocionario de la noche anterior en la mano.

La joven estrechó breve e incluso secamente la mano del vicario, y sin decir nada enganchó el maletín al manillar de su bicicleta y empujó ésta hacia la verja. Andaba deprisa, a pasos cortos y rápidos, con la barbilla apuntando al frente. Jericho esperó a que hubiera pasado de largo y luego abandonó su escondite y le gritó:

—¡Miss Wallace!

Ella se detuvo y miró hacia donde él estaba. Frunció el entrecejo como los cortos de vista. Luego movió ligeramente la cabeza a ambos lados. Hasta que él no estuvo a dos metros de ella su cara no recobró la normalidad.

—Caramba, señor…

—Jericho.

—Sí, claro. Jericho. El visitante nocturno. —El frío le había enrojecido la punta de la nariz y pintado dos nítidos discos de color, del tamaño de media corona, en sus blancas mejillas. Tenía el cabello largo, espeso y negro, recogido en la nuca en un moño atravesado por un ejército de alfileres—. ¿Qué le ha parecido el sermón?

—¿Edificante…? —dijo él tentativamente. Era mejor que contarle la verdad.

—Vaya por Dios. Pues yo no oía tantas sandeces desde hacía casi un año. «No sufra la mujer por enseñar, ni quiera usurpar la autoridad del hombre, sino permanezca en silencio…». —Sacudió la cabeza con furia—. ¿Cree usted que será herejía llamar imbécil a san Pablo?

Miss Wallace reanudó su brioso andar hacia el camino vecinal. Jericho fue tras ella. Sabía algunas cosas de Hester Wallace por Claire (que antes de la guerra había sido maestra en un colegio de niñas en Dorset, que tocaba el órgano y que era hija de clérigo, que recibía cada tres meses el boletín de la Jane Austen Society), pistas suficientes como para pensar que era de las que terminaba su turno de ocho horas el domingo de buena mañana y se iba directamente a la iglesia.

—¿Suele usted venir los domingos?

—Siempre —respondió ella—. Aunque últimamente me pregunto por qué lo hago. ¿Y usted?

Jericho dudó. Por fin, dijo:

—De vez en cuando.

Fue un error, y ella no lo dejó escapar.

—¿Dónde se sienta? No recuerdo haberlo visto nunca.

—Procuro quedarme detrás.

—Yo igual. Justo en la parte de atrás. —Lo miró de nuevo a la cara; el sol invernal hizo centellear sus gafas de montura metálica—. La verdad, Mr. Jericho, usted no ha escuchado ese sermón ni nunca se ha sentado en los bancos de esa iglesia; es como para sospechar que está reclamando una devoción de la que parece carecer.

—Yo…

—Que tenga un buen día.

Habían llegado a la verja. Miss Wallace montó en la bicicleta con sorprendente elegancia. No era así como Jericho había previsto las cosas. Tuvo que coger el manillar para que ella no se alejase pedaleando.

—No estaba en la iglesia. Perdone. Necesitaba hablar con usted.

—Haga el favor de quitar la mano de mi bicicleta. —Dos parroquianos de edad se volvieron para mirarlos—. Enseguida, Mr. Jericho. —Sacudió el manillar a un lado y a otro, pero Jericho no lo soltó.

—Lo siento mucho. En realidad, sólo será un momento.

Ella le lanzó una mirada feroz. Por un instante Jericho pensó que aquella mujer le machacaría los dedos con uno de sus juiciosos y sólidos zapatos. Pero en sus ojos había tanta ira como curiosidad, y ésta ganó la pelea. Miss Wallace suspiró y se apeó.

—Gracias —dijo él—. Allí hay una marquesina. —Señaló la parada de autobús al otro lado de Church Green Road—. Concédame sólo cinco minutos. Se lo ruego.

—Ridículo. Esto es ridículo.

Las ruedas de la bicicleta produjeron un ruido semejante al de agujas de tricotar al cruzar ambos la carretera camino de la parada. Ella se negó a sentarse. Permaneció cruzada de brazos, mirando colina abajo en dirección a la ciudad.

Jericho trató de buscar el modo de abordar el problema.

—Claire dice que usted trabaja en Cabaña 6. Debe de ser un sitio interesante.

—Claire no tiene por qué contarle dónde trabajo. Ni ella ni nadie. Y, ya que estamos, no es nada interesante. Por lo visto las cosas interesantes se las reservan los hombres. Las mujeres hacemos lo demás.

Podía ser bonita, pensó él, si pusiese empeño en serlo. Tenía la piel lisa y blanca como el mármol de Paros. Su nariz y su barbilla, aunque pronunciadas, eran exquisitas. Pero no usaba maquillaje alguno, su expresión era de enfado permanente y sus labios dibujaban una delgada línea de sarcasmo. Detrás de sus gafas, unos ojos pequeños, brillantes y vivaces denotaban inteligencia.

—Claire y yo éramos… —comenzó Jericho. Agitó las manos y buscó la palabra adecuada; en esas cosas era un inútil—. Bien, debería decir que salíamos juntos, supongo. Hasta hace un mes. A partir de ese momento ya no quiso saber nada de mí. —La abierta hostilidad de ella debilitaba su aplomo. Se sentía como un idiota, hablando a la espalda de aquella chica. Pero no cejó en su intento—. Le diré la verdad, Miss Wallace, estoy preocupado por Claire.

—Es realmente curioso.

El se encogió de hombros y dijo:

—De acuerdo, éramos una pareja bastante inverosímil.

—No. —Ella se volvió—. Quería decir que es curioso que las personas siempre sientan una especie de necesidad de disfrazar su preocupación por sí mismas de preocupación por los demás.

Las comisuras de su boca se arquearon ligeramente; era su particular versión de una sonrisa. Jericho empezaba a darse cuenta de que Hester Wallace le resultaba antipática, entre otras cosas porque no iba desencaminada.

—No le negaré que haya parte de egoísmo —concedió él—, pero el caso es que me preocupa. Creo que ha desaparecido.

—Tonterías —dijo ella, arrugando la nariz.

—Esta mañana no se ha presentado en el trabajo.

—Que uno llegue una hora tarde no constituye una desaparición, digo yo. Se le habrán pegado las sábanas.

—No creo que durmiera en su casa ayer por la noche. Desde luego, a las dos no estaba.

—Entonces es que se le habrán pegado otras sábanas —dijo Miss Wallace con malicia. Las gafas centellearon de nuevo—. Por cierto, ¿puedo preguntarle cómo sabe usted que ella no fue a casa?

Jericho comprendió que era mejor no mentir.

—Porque yo mismo estuve esperándola allí —dijo.

—Vaya. Además, allanamiento de morada. Ahora entiendo por qué Claire no quiere saber nada más de usted.

«Al cuerno con todo esto», pensó Jericho.

—Hay más cosas que debería saber. Anoche, mientras yo estaba en la casa, se presentó un hombre. Escapó al oír mi voz. Y acabo de telefonear al padre de Claire. Asegura que no sabe dónde está ella, pero creo que miente.

Eso pareció impresionar a Miss Wallace. Se mordió el labio y apartó la vista. Un tren, que a juzgar por su sonido debía de ser un expreso, estaba cruzando la ciudad, dejando a su paso una larguísima cortina de humo marrón, en forma de intermitentes resoplidos.

—Nada de esto me concierne —dijo ella al fin.

—¿No le dijo que pensaba marcharse?

—No. ¿Por qué iba a hacerlo?

—Pero ¿no le ha parecido rara últimamente, como si estuviera sometida a alguna clase de tensión?

—Mire, Mr. Jericho, seguramente podríamos llenar esta parada de autobús (qué digo parada, todo un autobús de dos pisos) con jóvenes preocupados por su relación con Claire Romilly. Estoy muy cansada. Aparte de cansada, soy demasiado inexperta en esta clase de asuntos como para servirle de ayuda. Disculpe.

Volvió a montar en su bicicleta, y esta vez Jericho no intentó detenerla.

—¿Las letras ADU le dicen algo?

Ella negó con la cabeza mientras se apartaba del bordillo.

—Es una señal de llamada —le gritó él—. Del ejército alemán o de la Luftwaffe, lo más probable.

Ella accionó los frenos con tal fuerza que se escurrió del sillín, y sus tacones planos patinaron en la cuneta. Miró a un lado y a otro de la carretera.

—¿Es que se ha vuelto loco?

—Puede localizarme en Cabaña 8.

—Espere un momento. ¿Qué tiene esto que ver con Claire?

—Y, si no, en el Commercial de Albion Street. —Saludó educadamente con la cabeza—. ADU, Miss Wallace. A, D, U, el ángel danza en el umbral. Bueno, ya la dejo en paz.

—Mr. Jericho…

Pero él no quería responder a ninguna de sus preguntas. Cruzó la carretera y comenzó a descender por la colina. Al torcer a la izquierda por Wilton Avenue miró hacia atrás. Ella seguía donde la había dejado, sus delgadas piernas a los lados de los pedales, mirándolo con expresión de asombro.

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