Enigma

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IV. Beso » Capítulo 5

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Hester Wallace no podía dormir. Aunque era de día, las cortinas de oscurecimiento estaban corridas. Su pequeña habitación era un estudio de la monocromía. Un ramillete de lavanda filtraba una fragancia analgésica a través de la almohada. Pero aun cuando yacía convenientemente boca arriba en su bata de algodón, con las piernas muy juntas y las manos cruzadas sobre el pecho igual que una doncella en su tumba de mármol, no conseguía olvidar las palabras.

«ADU, Miss Wallace. A, D, U, el ángel danza en el umbral…».

Aquella frase mnemotécnica resultaba tremendamente efectiva. No podía sacársela de la cabeza, pese a que la disposición de las letras no le decía absolutamente nada.

«Es una señal de llamada. Seguramente de la Luftwaffe o del ejército alemán…».

Nada sorprendente. Era casi obligado. Al fin y al cabo, había muchas: miles y miles de letras combinadas. La única regla fiable era que las señales del ejército o de la Luftwaffe nunca empezaban por «D», porque esa letra indicaba siempre una emisora comercial alemana.

«ADU… ADU…».

No conseguía ubicarlo.

Se puso de lado, se aovilló y trató de ocupar su mente con pensamientos tranquilizadores. Pero no bien consiguió librarse del intenso y pálido rostro de Tom Jericho, su memoria le mostró la cara apergaminada del cura de Saint Mary, Bletchley, aquel estridente portavoz de la misoginia de san Pablo. «No está bien que una mujer hable en una asamblea…». (Corintios 1, 14, 35). «Pobres mujeres cargadas de pecados y llevadas de toda clase de deseos…». (Timoteo 2, 3, 6). A partir de esos textos había tejido un polémico sermón contra el empleo en tiempos de guerra del sexo femenino; mujeres que conducían camiones, mujeres con pantalones, mujeres que bebían y fumaban en lugares públicos sin estar acompañadas de sus esposos, mujeres que descuidaban a sus hijos y sus hogares. «Anillo de oro en hocico de cerdo; eso es la mujer bella pero sin seso». (Proverbios 11, 22).

¡Ojalá fuese cierto!, pensó. ¡Ojalá las mujeres hubieran usurpado la autoridad masculina! La acicalada figura de Miles Mermagen, su jefe de sección, surgió ante ella. «Mi querida Hester, un traslado en este momento está realmente fuera de lugar». Mermagen había sido gerente del Barclays Bank antes de la guerra y gustaba de acercarse a las chicas por detrás mientras trabajaban y masajearles los hombros. En la fiesta de Navidad de Cabaña 6 la había acorralado bajo el muérdago y le había quitado torpemente las gafas. («Gracias, Miles —había dicho ella, tratando de tomárselo a broma—, sin mis gafas incluso tú me pareces tolerantemente atractivo…»). Sus labios sobre los de ella eran desagradablemente húmedos, como la superficie de un molusco, y sabían a jerez dulce.

Claire, cómo no, había buscado la solución.

—Oh, pobrecita Hester —había dicho—. Y supongo que tendrá esposa, ¿no?

—Dice que se casaron demasiado jóvenes.

—Pues agárrate a eso. Dile que te parece justo ir a hablar primero con ella. Dile que quieres ser amiga de su mujer.

—¿Y si me dice que sí?

—¡Santo Dios! Entonces sólo te queda darle una patada en los huevos.

Hester sonrió al recordarlo. Volvió a cambiar de postura y la sábana de algodón se arrugó debajo de ella. No había manera. Alargó el brazo, encendió la lámpara que había sobre la mesa de noche y buscó sus gafas.

Ich lerne deutsch, ich lernte deutsch, ich habe deutsch gelernt

Alemán, pensó: el alemán podía ser su salvación. Un conocimiento efectivo del alemán la sacaría de la pesadez de la sala de control, lejos del viscoso abrazo de Miles Mermagen, para catapultarla al aire enrarecido de la sala de máquinas, que era donde deberían haberla puesto de entrada.

Se incorporó e intentó concentrarse en su manual de alemán. Normalmente bastaban diez minutos de estudio para hacerle conciliar el sueño.

«Los verbos intransitivos que indican cambio de lugar o de estado utilizan el auxiliar

sein en lugar de

haben en los tiempos compuestos…».

Alzó la vista. ¿Qué era ese ruido en la planta baja?

«En oraciones subordinadas el auxiliar debe quedar al final, directamente después del participio pasado o del infinitivo…».

Otra vez aquel ruido.

Deslizó sus pies calientes en los fríos zapatos de calle, se echó un chal de lana sobre los hombros y salió al rellano.

Alguien estaba llamando a la puerta de la cocina.

Empezó a bajar por la escalera.

Al llegar de la iglesia había encontrado dos hombres esperándola. Uno estaba de pie en el umbral y el otro surgió con aire de naturalidad de la parte de atrás. El primero era joven y rubio, con modales lánguidos y aristocráticos y una suerte de decadente distinción anglosajona. Su compañero era mayor, más bajo, delgado y moreno, con acento norteño. Ambos tenían pases de Bletchley Park y dijeron que eran de Asistencia Social y que buscaban a Miss Romilly. No había ido a trabajar, ¿tenía alguna idea sobre su paradero?

Hester les había dicho que no. El mayor de los dos había subido al piso de arriba y había estado un buen rato fisgando. Entretanto, el rubio —no llegó a retener su nombre— se había arrellanado en el sofá y le había hecho un montón de preguntas. Pese a sus buenas maneras había en él un deje de ofensivo paternalismo. Ella pensó que así sería Miles Mermagen si hubiera disfrutado de cinco mil libras de educación privada. ¿Cómo era Claire? ¿Quiénes eran sus amigos? ¿Quiénes eran los hombres de su vida? ¿Había preguntado alguien por ella? Mencionó la visita de Jericho la noche anterior, y el rubio lo anotó con su portaminas de oro. Ella estuvo a punto de comentar el curioso ataque de Jericho al salir de la iglesia («ADU, Miss Wallace…»), pero para entonces había cobrado tal antipatía por el joven de buenos modales que se mordió la lengua y se calló.

Un sonido —

toc toc toc— le llegó de la cocina.

Hester cogió el atizador que había junto a la chimenea de la sala y abrió lentamente la puerta de la cocina.

Fue como entrar en un frigorífico. El viento hacía batir la ventana. Debía de llevar abierta varias horas.

Al principio sintió alivio, pero sólo le duró hasta que intentó cerrarla. Entonces descubrió que la cerradura metálica, debilitada por la herrumbre, estaba rota en dos. Parte del bastidor de madera se había astillado.

Permaneció allí de pie analizando la situación, y rápidamente dedujo que sólo había una explicación posible. El hombre de cabello oscuro que había salido de detrás de la casa a su regreso de la iglesia debía de tener que ver con la rotura de la cerradura.

Le habían dicho que no se preocupara por nada. Pero si no había de qué preocuparse, ¿por qué habían estado a punto de entrar por la fuerza en su casa?

Se estremeció de frío y se arrebujó en el chal.

—Oh, Claire —dijo en voz alta—. Claire, tonta, estúpida, ¿qué es lo que has hecho?

Trató de asegurar la ventana con un trozo de cinta aislante negra. Luego, con el atizador aún en la mano, regresó a la planta superior y entró en el cuarto de Claire. Un zorro plateado colgaba a los pies de la cama, con sus ojos bien abiertos y sus dientes como agujas al descubierto. Por aquello de la costumbre, lo dobló con cuidado y lo dejó en el estante donde solía estar. La habitación era como Claire, llena de colores extravagantes, telas y perfumes, y la presencia de ésta parecía vibrar allí incluso ahora que ella no estaba, como los últimos vaivenes de un diapasón… Claire, probándose un ridículo vestido, riendo y preguntándole qué le parecía, y Hester fingiendo fruncir el entrecejo como habría hecho una hermana mayor. Claire, con sus arrebatos de quinceañera, boca abajo en la cama, hojeando una revista de antes de la guerra. Claire peinando a Hester (cuyo pelo, cuando se lo soltaba, le llegaba a la cintura), pasándole el cepillo lenta y lánguidamente de manera que a Hester se le aflojaban las rodillas. Claire insistiendo en maquillar a Hester, vistiéndola como una muñeca y mirándola de arriba abajo con fingida sorpresa: «Caramba. ¡Pero si estás guapísima!». Claire, sin otra cosa encima que unas bragas blancas de seda y un collar de perlas, paseándose por la habitación en busca de alguna cosa, con sus largas piernas de atleta, volviéndose para sorprender a Hester mirándola a hurtadillas en el espejo, y quedándose inmóvil por unos segundos, las caderas echadas al frente, los brazos extendidos y una sonrisa a medio camino entre la invitación y la seducción, antes de ponerse de nuevo en movimiento…

Y aquella fría y luminosa tarde de sábado, Hester Wallace, la hija del clérigo, se apoyó en la pared, cerró los ojos y se puso la mano entre las piernas, avergonzada.

Un momento después volvió a oír el ruido en la cocina y pensó que el corazón le estallaría a causa del pánico. Salió corriendo al pasillo y entró en su habitación, perseguida por el seco quejido del vicario de Saint Mary —¿o era acaso la voz de su propio padre?— recitando del libro de los Proverbios:

«Los labios de la extraña destilan miel, y más untuosa que el aceite es su palabra; pero al final es amarga como el ajenjo, aguda como espada de dos filos. Sus pies descienden hacia la muerte; sus pasos se encaminan hacia el infierno…».

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