Enigma

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V. Criba » Capítulo 3

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Pasó otra media hora antes de que Jericho pudiera marcharse.

Subió por los escalones de hormigón de la sala de operaciones y allí encontró a Cave, solo, en un extremo de la larga mesa, rodeado de teléfonos y con la vista fija en el mapa del Atlántico. Le dijo que desde las doce de la noche habían interceptado once señales Tiburón, ninguna de las cuales procedía del área prevista de batalla, y eso era mala noticia. El convoy HX-229 estaba a unas ciento cincuenta millas de las supuestas formaciones de

U-boote, proa al oeste y avanzando a toda máquina, a una velocidad de diez nudos y medio. El SC-122 estaba algo más adelante, hacia el noroeste. El HX-229A estaba bastante más atrás, dirigiéndose hacia el norte en dirección a la costa de Newfoundland.

—Casi es de día —dijo—, pero el tiempo empeora, pobres diablos.

Jericho dejó a Cave con sus cosas y fue en busca, primero, de Logie, quien lo despidió con un gesto de su pipa («Bueno, amigo, descansa un poco, el telón se levanta a las veinte cero cero»), y luego de Atwood, quien finalmente accedió a prestarle su atlas turístico de las islas Británicas editado por la Automobile Association.

Lo tenía todo listo.

Se acomodó en el asiento delantero del coche de Kramer y, al palpar aquellos mandos que no conocía, se le ocurrió que en realidad nunca había acabado de aprender a conducir. Conocía los principios básicos, claro está, pero debía de hacer seis o siete años que no lo probaba,

y eso había, sido con el Humber de su padrino, que parecía un tanque, algo diametralmente opuesto a ese pequeño Austin. Al menos, no estaba haciendo nada ilegal: en un país donde en ese momento hacía falta un permiso hasta para ir al váter, ya no era preciso, curiosamente, tener carnet de conducir.

Tardó unos minutos en aclararse con el embrague y el acelerador, el freno de mano y el cambio de marchas. Luego tiró del estárter y conectó el encendido. El coche dio una sacudida y se caló. Puso punto muerto, probó de nuevo, y esta vez, al levantar el pie izquierdo del embrague, el automóvil empezó milagrosamente a avanzar.

Al llegar a la verja principal le hicieron señas de que parara y Jericho consiguió detener el coche no sin apuros. Uno de los centinelas abrió la portezuela y él tuvo que apearse mientras otro centinela procedía a registrar el interior.

Medio minuto después levantaban la barrera y Jericho salía del Park.

Condujo a paso de ciclista por las callejuelas que conducían a Shenley Brook End, y fue justamente el ir tan despacio lo que lo salvó. El plan que había acordado con Hester Wallace —en el supuesto de que él pudiera hacerse con el coche de Kramer— era que iría a recogerla a su casa, pero justo cuando tomaba la curva que había a cuatrocientos metros del desvío, algo resplandeció delante de él en el campo que quedaba a mano derecha. Se arrimó de inmediato a la cuneta y frenó. Dejó el motor en marcha y con sumo cuidado abrió la puerta y se encaramó al estribo para ver mejor.

Más policías. Uno recorriendo sigilosamente la linde del campo; otro semiescondido en el seto, al parecer vigilando la carretera.

Jericho volvió al asiento del conductor y tamborileó con los dedos en el volante. No estaba seguro de que lo hubiesen visto pero cuanto antes saliera de su campo visual, mejor. La palanca de cambio estaba rígida y necesitó ambas manos para poner la marcha atrás. El motor gimió. Primero casi se metió en la zanja, pero luego corrigió la dirección y el coche fue zigzagueando por la calzada como un borracho, subió al arcén opuesto y se caló. No era un aparcamiento elegante pero al menos había logrado retroceder hacia la curva lo suficiente para perder de vista a los policías.

Lo más seguro era que hubiesen oído el coche aproximarse. En cualquier momento aparecería uno de ellos por el camino para investigar, y Jericho trató de urdir alguna excusa para su lunático comportamiento, pero pasó el rato y no llegó nadie. Cuando apagó el motor, sólo oyó el canto de los pájaros.

No era raro que Wigram pareciese tan cansado, pensó. Daba la impresión de que tenía a su mando a media policía del condado, incluso tal vez de todo el país.

De repente, la magnitud de los obstáculos a que se veían enfrentados le pareció tan insuperable, que estuvo seriamente tentado de mandar todo el plan a rodar. («Tenemos que ir a la estación de interceptación, Mr. Jericho, ir a Beaumanor y conseguir todas las notas escritas a mano por la operadora. Las guardan como mínimo un mes, no se les habrá ocurrido llevarse eso, me juego lo que quiera. Sólo los pobrecitos zánganos tenemos algo que ver con esas notas.»). En efecto, Jericho podría haber dado media vuelta y regresado en coche a Bletchley Park si no hubiera oído unos golpes en la ventanilla de su izquierda. Seguramente saltó un buen par de centímetros en su asiento.

Era Hester Wallace, aunque al principio no la reconoció. Había cambiado su falda y su blusa por una gruesa chaqueta de tweed y un jersey holgado. Llevaba pantalones marrones de pana metidos en unos calcetines de lana gris, y sus robustas botas estaban tan llenas de barro que parecían los cascos de un caballo de tiro. Depositó su voluminoso maletín en la parte de atrás del Austin y se hundió en el asiento del acompañante. Luego dejó escapar un suspiro de alivio.

—Gracias a Dios. Pensaba que no llegaba.

Jericho se inclinó para cerrar la puerta con cuidado.

—¿Cuántos policías hay?

—Seis. Dos en los campos del otro lado; dos recorriendo las viviendas del pueblo; otros dos en la casa, uno arriba, buscando huellas dactilares en el dormitorio de Claire, y una policía en la planta baja. Le he dicho a ella que tenía que irme. Ha intentado impedírmelo pero he dicho que era mi día libre y que pensaba hacer lo que me diese la gana. He salido por la puerta de atrás y he dado un gran rodeo hasta la carretera.

—¿La ha visto alguien?

—Creo que no. —Se echó aliento en las manos y se las frotó—. Propongo que nos vayamos, Mr. Jericho. Y, haga lo que haga, no pase por Bletchley. He oído que están parando a todos los coches que salen de la ciudad.

Se deslizó más aún en el asiento hasta quedar invisible desde fuera a menos que alguien se acercara a la ventana. Jericho puso el motor en marcha y el Austin echó a andar. Si no podían volver a Bletchley, pensó, no quedaba otra solución que seguir recto.

Doblaron la curva; la carretera estaba libre. El desvío hacia la casa quedaba a la izquierda y estaba desierto, pero al llegar a su altura un policía apareció de pronto tras la barda del lado opuesto y levantó la mano. Jericho dudó y luego pisó a fondo el acelerador. El policía se hizo hábilmente a un lado y Jericho creyó ver un rostro airado, rojo como el ladrillo. Iniciaron el descenso hacia la hondonada y subieron otra vez para cruzar el pueblo. Otro policía estaba hablando con una mujer en el portal de una casa con techumbre de paja, y se volvió para mirarlos. Jericho pisó de nuevo el acelerador y pronto el pueblo quedó atrás mientras la carretera bajaba en zigzag hacia otra frondosa hondonada. Entraron en Shenley Church End dejando atrás el White Hart Inn, donde Jericho había vivido, luego una iglesia y casi enseguida llegaron al cruce de la A5, donde tuvieron que detenerse.

Jericho miró por el espejo retrovisor para comprobar que nadie los seguía. Todo estaba en calma.

—Ya puede levantarse —le dijo a Hester. Estaba como aturdido. No acababa de creerse lo que estaban haciendo. Esperó a que pasaran un par de camiones, puso el intermitente y luego torció a la izquierda por la antigua vía romana. Ésta se extendía recta y uniforme ante ellos, aparentemente hacia el noroeste. Jericho cambió de marcha, el Austin ganó velocidad, y un momento después se habían alejado del pueblo.

El país en guerra se abría ante ellos; la misma Inglaterra de siempre pero con ciertas sutiles diferencias: un poco tiznada, un poco magullada aquí y allá, como una finca próspera en rápida decadencia, o una refinada señora mayor venida a menos.

No encontraron efectos de bombardeos hasta llegar a las afueras de Rugby, donde lo que parecía desde lejos una abadía en ruinas resultó ser el casco sin techo de una fábrica, pero los estragos de la guerra eran visibles por doquier. Muchas de las cercas contiguas a la carretera estaban a punto de desmoronarse después de tres años sin que nadie las reparara. Las verjas y enrejados de los bonitos parques rurales habían sido fundidos para fabricar munición. Las casas tenían un pobre aspecto. No se pintaba nada desde 1940. Las ventanas rotas estaban entabladas por fuera, los herrajes oxidados o cubiertos de brea. Hasta los rótulos de las tabernas aparecían astillados y descoloridos. Todo el país sufría los efectos de la degradación.

«¿Y no estamos también nosotros —pensó Jericho mientras adelantaban a otro transeúnte encorvado por la carretera—, un poco peor a cada año que pasa?». En 1940 habían tenido al menos la energía catalizadora desencadenada por la amenaza de una invasión. Y en 1941 había renacido la esperanza cuando Rusia y después Norteamérica habían entrado en guerra. Pero 1940 había pasado a duras penas, hasta que en 1943 los submarinos alemanes comenzaron a sembrar la destrucción, las penurias no hicieron sino aumentar y, pese a las victorias en África y en el frente oriental, la guerra empezó a parecer interminable, una ininterrumpida y nada heroica perspectiva de racionamiento y extenuación. Los pueblos aparecían casi sin vida —los hombres en el frente, las mujeres metidas en fábricas— mientras en Stony Stratford y en Towcester la poca gente que todavía merodeaba lo hacía para ponerse a la cola frente a tiendas con los escaparates vacíos.

Hester Wallace iba callada a su lado, supervisando su avance con obsesivo interés sobre el mapa turístico de Atwood. Mejor, pensó él. Puesto que todos los indicadores habían sido retirados de sus emplazamientos, si llegaban a perderse no sabrían dónde se encontraban. Jericho no se atrevía a conducir deprisa. El Austin resultaba extraño y, según estaba descubriendo, bastante idiosincrático. De vez en cuando la mala gasolina de la guerra le hacía emitir una fuerte explosión. Tenía tendencia a irse hacia el centro de la calzada, y los frenos tampoco eran una maravilla. Aparte de eso, un coche particular era algo insólito, y Jericho temía que si corrían demasiado un policía pudiera hacerles parar y exigirles la documentación.

Siguió conduciendo regularmente durante una hora hasta que Hester le dijo que la siguiente ciudad era Hinckley y que antes de llegar a ésta doblase por una carretera más estrecha.

Habían dejado Bletchley bajo un cielo despejado, pero cuanto más al norte iban, más oscuro se ponía. Nubes grises cargadas de nieve o lluvia tapaban el sol. La línea de asfalto cruzaba un anodino paisaje llano, sin más vehículos a la vista, y por segunda vez Jericho experimentó la curiosa sensación de que la historia iba hacia atrás, que los caminos no habrían estado tan desiertos ni siquiera un cuarto de siglo atrás.

Unos veinticinco kilómetros más adelante ella lo hizo girar de nuevo a la derecha y de repente empezaron a subir por un terreno más montañoso, densamente arbolado, con asombrosos afloramientos de roca desnuda que la nieve había teñido de blanco.

—¿Qué sitio es éste?

—Charnwood Forest. Ya casi hemos llegado. Será mejor que aparque un minuto. Ahí, mire —dijo ella, señalando una desierta zona de picnic a un lado de la carretera—. Deje el coche ahí. No tardaré mucho.

Hester cogió su maletín del asiento de atrás y echó a andar hacia los árboles. Jericho la vio alejarse. Con su chaqueta y sus pantalones parecía un joven campesino. ¿Qué le había dicho Claire? «Creo que está un poco loca por mí…». «Será poco —pensó él—, para arriesgarse tanto». Cayó en la cuenta de que Hester era físicamente lo contrario de Claire, que mientras ésta era alta, rubia y voluptuosa, Hester era baja, morena y delgaducha. Un poco como él, en realidad. Estaba cambiándose de ropa detrás de un árbol que no era lo bastante ancho y Jericho tuvo un atisbo de hombro blanco y delgado. Apartó la vista. Cuando miró de nuevo ella emergía ya del monte con un vestido de color verde oliva. En el momento en que ella subía al coche la primera gota de lluvia se estrellaba contra el parabrisas.

—Adelante, Mr. Jericho —dijo Hester. Buscó la posición en el mapa y apoyó un dedo en la página.

Jericho se demoró con la mano en la llave del contacto.

—¿Cree usted que, dadas las circunstancias, podríamos aventurarnos a utilizar nuestros nombres de pila? —preguntó con tono vacilante.

Ella esbozó una sonrisa y dijo:

—Hester.

—Tom.

Se dieron la mano.

Siguieron la carretera a través del bosque durante unos ocho kilómetros, luego los árboles empezaron a menguar y se encontraron en campo abierto. La lluvia y la nieve fundida habían convertido el camino vecinal en una pista de barro, y durante cinco minutos hubieron de avanzar en segunda detrás de una tartana. Finalmente el cochero levantó su látigo como disculpándose y dobló a la derecha en dirección a una aldea en la que media docena de espirales de humo se elevaban de otras tantas chimeneas. Al cabo de un rato Hester gritó:

—¡Allí!

De no haber ido tan despacio, habrían podido pasar de largo; se trataba de un camino particular atravesado por una barrera roja y blanca, una garita de centinela, un letrero que, crípticamente, rezaba: MGGY BEAUMANOR.

Ministerio de Guerra Grupo Y, Beaumanor; la «Y» correspondía al nombre en clave del servicio de interceptación por radio.

—Vamos allá.

Jericho no pudo por menos que admirar el coraje de aquella mujer. Mientras él buscaba su pase con manos torpes, ella se había inclinado para dar el suyo al guardia al tiempo que anunciaba con tono áspero que estaban esperándolos. El soldado raso comprobó su nombre en una tablilla, fue hasta la parte de atrás del coche para anotar el número de matrícula, volvió a la ventanilla, echó una rápida mirada al carnet de Jericho y les franqueó el paso.

Beaumanor Hall era otra de aquellas enormes y apartadas mansiones rurales que habían sido requisadas por los militares a sus agradecidos y casi arruinados propietarios, y que probablemente, suponía Jericho, ya no recuperarían su uso particular. Correspondía al primer período Victoriano, con una avenida de olmos chorreantes a un lado y una caballeriza al otro, que fue hacia donde les dijeron que debían ir. Pasaron por debajo de una bella arcada. Media docena de sonrientes chicas del servicio territorial con los abrigos puestos sobre la cabeza a modo de tienda para protegerse de la lluvia, corrieron delante de ellos y se metieron en uno de los edificios. En el patio había un par de camionetas comerciales Morris y una hilera de motocicletas BSA. Mientras Jericho aparcaba, un hombre de uniforme se acercó a toda prisa al coche llevando un enorme y maltrecho paraguas.

—Heaviside —dijo—. Comandante Heaviside. Usted debe de ser Miss Wallace y usted…

—Tom Jericho.

—Mr. Jericho. Excelente. Espléndido. —Les estrechó la mano con energía—. Debo decir que es un placer para nosotros. Una visita de la oficina central a los parientes del campo… El jefe les manda un millón de disculpas y dice que si no les importa que yo les haga los honores. Intentará reunirse más tarde con ustedes. Creo que llegan tarde para almorzar, pero ¿les apetece un té? Qué asco de tiempo…

Jericho estaba preparado para preguntas suspicaces y había empleado el viaje en ensayar varias respuestas cautas, pero el comandante se limitó a acompañarlos hasta la casa bajo el goteante paraguas. Era joven, alto y un poco calvo, y llevaba unas gafas tan sucias que era increíble que pudiese ver algo con ellas. Tenía los hombros caídos, como una botella, y el cuello de su guerrera estaba nevado de caspa. Los llevó a una salita fría y húmeda y pidió té.

El comandante había terminado su historia resumida de la casa («diseñada por el mismo sujeto que construyó la Columna de Nelson, según me han dicho») y estaba enfrascado en una detallada historia del servicio de interceptación («iniciado en Chatham hasta que los bombardeos nos hicieron salir de allí…»). Hester asentía educadamente. Una mujer del ejército les trajo un té tan espeso y marrón como el betún. Jericho probó un sorbo y miró con impaciencia las paredes vacías. Había agujeros en el yeso allí donde los ganchos para colgar cuadros habían sido retirados, y unas sombras de mugre delataban el perfil de varios marcos grandes ahora ausentes. Una residencia ancestral sin sus ancestros, una casa sin alma. Las ventanas que miraban al jardín estaban cruzadas con tiras de cinta adhesiva.

Jericho sacó ostensiblemente su reloj y lo miró. Eran casi las tres. Tendrían que darse prisa.

Hester advirtió su nerviosismo.

—Quizá podríamos echar un vistazo —dijo, saltando sobre un breve respiro en el monólogo del comandante—. ¿Qué le parece?

Heaviside pareció sobresaltarse y dejó su taza de té en el platillo.

—Oh, cielos, lo siento. Bien. Si están listos, vamos a empezar.

La lluvia caía ahora mezclada con nieve y el viento soplaba del norte, fuerte y racheado. Les azotó la cara cuando rodearon la residencia, y cuando caminaron por el fango de un rosal arrasado tuvieron que protegerse con los brazos, como púgiles esquivando golpes. Del otro lado de un muro, llegaba una especie de aullido fúnebre como Jericho no había oído jamás.

—¿Qué diablos es eso? —preguntó.

—La plantación de antenas —respondió Heaviside.

Jericho sólo había visitado una vez una estación como aquélla, y de eso hacía varios años, cuando la ciencia aún estaba en pañales: una choza encaramada a unos riscos, cerca de Scarborough, llena de mujeres del servicio femenino de la Royal Navy entumecidas a causa del frío. Ésta era muy distinta. Franquearon una puerta y allí estaban: docenas de antenas de radio distribuidas en extrañas disposiciones, como los círculos de piedra de los druidas, en una extensión de varios acres de campos. Las torres metálicas estaban unidas entre sí mediante miles de metros de cable. El acero, tensado por el viento, zumbaba unas veces, gritaba otras.

—Configuraciones rómbicas y Beveridge —gritó el comandante sobre la barahúnda metálica—. Dipolos y direccionales… ¡Mire! —Al intentar señalar, su paraguas quedó bruscamente del revés. Heaviside sonrió con impotencia y lo esgrimió en dirección de las antenas—. Estamos a unos noventa metros de altitud, por eso hace tanto viento. La plantación tiene dos cosechas principales, ¿lo ven? Una señala hacia el sur. Es la que coge Francia, el Mediterráneo, Libia. La otra está enfocada hacia el este, Alemania y el frente ruso. Las señales viajan por cable coaxial a las cabañas de interceptación. —Extendió los brazos y bramó al viento—. ¿No es hermoso? Podemos recibirlo casi todo en un radio de más de mil kilómetros. —Rió y agitó las manos como si estuviera dirigiendo un coro imaginario—. Venga, cantad, cabronas.

El viento les lanzaba aguanieve a la cara y Jericho se tapó los oídos con las manos. Era como inmiscuirse en la naturaleza, como aprovecharse de una impetuosa fuerza elemental con la que ellos no tenían ningún derecho a jugar, como Frankenstein invocando al relámpago en su laboratorio. Otra ráfaga de viento los tiró para atrás y Hester agarró a Jericho del brazo para sostenerse.

—Vámonos de aquí —aulló Heaviside, haciéndoles señas de que lo siguieran.

Al otro lado del muro encontraron cierta protección contra el viento. Una carretera asfaltada rodeaba lo que, desde lejos, parecía ser una aldea aparte dentro de los terrenos de la mansión: casas pequeñas, cobertizos, un invernadero, hasta una caseta de criquet con su torre de reloj. Todo fachadas falsas, explicó alegremente Heaviside, para burlar a los aviones de reconocimiento alemanes. Allí era donde tenía lugar el trabajo de interceptación. ¿Había alguna cosa que les interesase en especial?

—¿Qué me dice del frente oriental? —preguntó Hester.

—¿El frente oriental? —dijo Heaviside—. Bueno.

Echó a andar delante de ellos entre los charcos, insistiendo en arreglar su paraguas roto. La lluvia arreció, y de andar rápido pasaron a correr en dirección a la cabaña. La puerta se cerró tras ellos con estrépito.

—Como pueden ver, aquí confiamos en el elemento femenino —dijo el comandante al tiempo en que se quitaba las gafas y las secaba con una punta de su guerrera—. Hay chicas del ejército y civiles. —Volvió a ponerse las gafas y miró alrededor—. Buenas tardes —dijo a una mujer fornida con galones de sargento—. La supervisora —explicó, para añadir luego en voz baja—: una auténtica fiera.

Jericho contó veinticuatro receptores de radio dispuestos en parejas, a los lados de un largo pasillo, y cada cual con su correspondiente chica provista de auriculares de casco. No se oía otra cosa que el zumbido de las máquinas y algún que otro crujir de papeles.

—Disponemos de tres tipos de aparato —prosiguió Heaviside con calma—. HRO, Hallicrafter 28 Skyrider y Ar-88 americano. Cada chica tiene una frecuencia propia que vigilar, aunque si hace falta doblamos el personal.

—¿Cuánta gente tienen trabajando aquí? —preguntó Hester.

—Un par de miles.

—¿Y lo interceptan todo?

—Absolutamente. A menos que ustedes nos digan lo contrarío.

—Que nunca es el caso.

—Claro, claro. —La calva incipiente de Heaviside relucía con la lluvia. Se inclinó hacia adelante y se sacudió con el vigor de un perro—. Bueno, sin contar lo de la semana pasada.

Después, lo que Jericho recordaría mejor fue la frialdad con que ella manejó el asunto. Ni siquiera pestañeó. De hecho, cambió de tema y le preguntó a Heaviside qué velocidad se les exigía a las chicas («insistimos en una velocidad de noventa caracteres Morse por minuto, aquí es el mínimo indispensable») y luego avanzaron los tres por el pasillo central.

—Éstos son los aparatos sintonizados con el frente oriental —dijo Heaviside, cuando iban por la mitad. Se detuvo para señalar los prolijos retratos de buitres pegados en el canto de varios de los receptores—. Buitre no es la única clave del ejército alemán en Rusia, claro. Tenemos Milano y Cernícalo, y para Ucrania, Eperlano…

—¿Hay mucha actividad estos últimos días? —preguntó Jericho, pues le pareció que le tocaba decir algo.

—Oh, sí, mucha. Desde Stalingrado. Retiradas y contraofensivas en todo el frente. Alarmas y expediciones. A esos rojos hay que dárselo todo en bandeja, no saben pelear.

Hester dijo como quien no quiere la cosa:

—Fue una estación Buitre la que les dijeron que no interceptaran, supongo.

—En efecto.

—Y calculo que sería hacia el cuatro de marzo.

—Otra diana. A eso de la medianoche. Lo recuerdo porque acabábamos de enviar cuatro señales largas y estábamos la mar de ufanos cuando ese colega suyo, Mermagen, se puso al teléfono y dijo presa del pánico: «Ya basta de eso, muchísimas gracias, ni ahora ni mañana ni ningún otro día».

—¿Le dio alguna explicación?

—No. Que parásemos y basta. Creí que iba a darle un ataque. La cosa más rara que he oído en mi vida.

—Tal vez —apuntó Jericho— decidieron eliminar el tráfico de baja prioridad, sabiendo que tenían ustedes tanto trabajo…

—Y una mierda —dijo Heaviside—, con perdón. —Se lo veía herido en su orgullo profesional—. Puede decirle a ese Mermagen de mi parte que no era nada que nosotros no pudiésemos controlar, ¿verdad, Kay? —Dio unas palmadas en el hombro a una operadora guapísima del servicio territorial, quien se sacó los cascos y retiró su silla hacia atrás—. No, no, no te levantes. Sólo estábamos hablando de nuestra estación misteriosa. —Puso los ojos en blanco—. La que nos han dicho que no hemos de oír.

—¿Oír? —Jericho miró incisivamente a Hester—. ¿Quiere decir que aún sigue emitiendo?

—¿Kay?

—Sí, señor. —La chica tenía un melodioso acento gales—. Ahora no tanto, señor, pero la semana pasada no paró de emitir. —Dudó por un instante—. Yo, bueno, no es que escuchara a propósito, señor, pero ese hombre tiene una letra muy bonita. De la vieja escuela. No como algunos de los jovencitos —escupió la palabra— que utilizan ahora. Son casi tan malos como los italianos.

—El estilo en Morse —dijo pomposamente Heaviside— es tan distintivo en un hombre como su firma.

—¿Y cuál es ese estilo?

—Muy rápido pero muy claro —respondió Kay—. Ondulante, por decirlo de alguna manera. Manos de pianista clásico, tiene el hombre.

—Creerá usted que está loca por él, ¿no, Mr. Jericho? —Heaviside rió y dio una nueva palmada en el hombro de la operadora—. Muy bien, Kay. Buen trabajo. Manos a la obra.

Siguieron avanzando.

—Es una de las mejores —les confió—. Puede ser horroroso, ¿saben?, ocho horas seguidas pendiente de las ondas sólo para ir anotando todo este galimatías… Y más por la noche, en pleno invierno. Aquí hace un frío del demonio. Tenemos que traerles mantas. Ah, miren, ahora está entrando uno.

Permanecieron a una prudente distancia de la operadora, que en ese momento copiaba frenéticamente un mensaje. Con la mano izquierda iba ajustando el dial del radiorreceptor, y con la derecha juntaba como podía el impreso para mensajes y el papel carbón. La velocidad a que, acto seguido, empezó a anotar el mensaje fue de verdadero vértigo.

—GLPES —leyó Jericho por encima del hombro de ella—. KEMPGNXWPD…

—Dos impresos —dijo Heaviside—. Primero la hoja de registro, donde anota los susurros, esto es, los mensajes de sintonía, código Q y todo eso. Y luego el impreso rojo, que es la señal propiamente dicha.

—¿Qué pasa después? —susurró Hester.

—Hay dos copias de cada papel. La de encima va a la cabaña del teletipo para su inmediata transmisión a Bletchley. Es esa que parece una caseta de criquet. Las otras copias las archivamos aquí, por si algo se rompe o se pierde.

—¿Cuánto tiempo las guardan?

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