Enigma

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V. Criba » Capítulo 4

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—¿Lo ve? —dijo ella—. Claire regresa a casa después de irse usted. Descubre que faltan los mensajes. Comprende que debe de tenerlos usted, porque el hombre misterioso ha dicho que lo ha visto en la casa. Ella cree que usted los va a entregar a las autoridades. Tiene miedo. Huye…

—Qué disparate. —Jericho apartó la vista de la carretera para mirar a Hester—. Yo nunca la habría traicionado.

—Eso lo dice usted. Pero ¿lo sabe ella?

¿Lo sabía ella? No, comprendió Jericho, atento de nuevo al volante, no, ella no lo sabía. Efectivamente, si recordaba el modo en que él había reaccionado la noche en que ella encontró el cheque, Claire tenía buenos motivos para suponer que era un fanático de la seguridad, conclusión bastante irónica habida cuenta de que Jericho tenía ahora en el bolsillo interior once criptogramas robados.

Un autobús con dos décadas encima y una escala exterior hasta su cubierta superior, que parecía sacado de un museo del transporte, se arrimó a la cuneta para dejar que lo adelantaran. Los colegiales que viajaban en él los saludaron agitando los brazos.

—¿Quiénes eran sus amigos? ¿Con quién salía además de conmigo?

—Mejor que no lo sepa. Créame. —Hubo cierto placer en el modo en que Hester le lanzó las mismas palabras que él había usado en la iglesia. Jericho no podía culparla por eso.

—Vamos, Hester. —Cogió con fuerza el volante y miró por el espejo retrovisor. El autobús iba quedando atrás. Otro coche quería adelantarlo—. Por mí no deje de decirlo. Vamos a ponerlo más fácil. Limítese a gente del Park.

Bueno, de hecho más que nombres concretos eran impresiones. Claire nunca decía nombres.

—Pues cuénteme sus impresiones —dijo Jericho.

Y Hester lo hizo.

El primero con que ella había topado era joven, pelirrojo, bien afeitado. Una mañana a primeros de noviembre había tropezado con él en la escalera, por la que bajaba con los zapatos en la mano.

Pelirrojo, bien afeitado, pensó Jericho. No le sonaba.

Una semana después había pasado en bicicleta junto a un coronel que esperaba en el camino vecinal en un coche del estado mayor con las luces apagadas. Y luego hubo un aviador que se llamaba Ivo no sé qué, con un vocabulario profundo en palabras como «bombardeos», «cacharros» y «exhibiciones», al que Claire solía imitar con cariño. ¿Era de Cabaña 6 o de Cabaña 3? Ella estaba segura que de esta última. También un diputado, un tal Evelyn, de dos apellidos —«absolutamente esputado, querida»— a quien Claire había conocido en Londres durante el comienzo de los bombardeos y que ahora trabajaba en la mansión. Hubo también un hombre mayor que en opinión de Hester tenía algo que ver con la Royal Navy. Y un americano, de la marina, seguro.

—Podría ser Kramer —dijo Jericho.

—¿Lo conoce?

—Es el que me prestó el coche. ¿Cuánto hace de esto?

—Cosa de un mes. Pero tengo la sensación de que sólo eran amigos. Nada especial, una manera de conseguir cajetillas de Camel y medias de nailon.

—Y antes de Kramer, yo.

—Ella nunca habló de usted.

—Eso me halaga.

—Considerando el modo en que solía hablar de los otros, hace bien en sentirse halagado.

—¿Alguno más?

Hester dudó.

—Puede que hubiera alguien durante el último mes —dijo por fin—. Ella pasaba mucho tiempo fuera. Y luego, hará unas dos semanas, un día que tenía migraña volví temprano a casa y creí oír una voz de hombre en su habitación. Pero si así era, dejaron de hablar tan pronto oyeron mis pasos en la escalera.

—Según mis cuentas, ocho en total. Incluyéndome a mí. Y dejando fuera a los que usted pueda haber olvidado o de los que no haya tenido noticia.

—Perdone, Tom.

—No se preocupe. —Jericho consiguió componer una parodia de sonrisa—. De hecho son bastantes menos de lo que yo pensaba. —Estaba mintiendo, claro, y le pareció que Hester lo sabía—. ¿Por qué será, digo yo, que no la odio por ello?

—Porque Claire es así —dijo Hester con inesperada ferocidad—. Nunca lo llevó con demasiado secreto, ¿verdad? Y si uno la odia por lo que es, entonces es que no ha llegado a quererla mucho, ¿no le parece? —Su cuello se había puesto de un rosa vivo—. Si uno sólo busca un reflejo de sí mismo, bien, para eso están los espejos, la verdad. —Se apoyó en el respaldo, aparentemente tan sorprendida de su discurso como lo estaba él.

Jericho miró otra vez por el espejo retrovisor. Solamente un coche, el mismo de antes. ¿Cuánto hacía que se había fijado en él? ¿Diez minutos, quizá? Pero ahora que lo pensaba, debía de llevarlo a la zaga desde hacía bastante más, desde antes de adelantar al autobús de la escuela. Iba como un centenar de metros más atrás. Era un coche grande, bajo y oscuro con la panza pegada al suelo, como una cucaracha. Pisó a fondo el acelerador y se alegró de comprobar que la distancia entre ellos aumentaba, hasta que finalmente la carretera empezó a descender y el coche desapareció.

Al cabo de un minuto volvía a tenerlo detrás, exactamente a la misma distancia.

La angosta carretera corría entre altos setos oscuros cubiertos de brotes. Más allá, como vistos a través de una linterna mágica, Jericho entrevió sembrados diminutos, un granero en ruinas, un desnudo olmo negro, petrificado por un rayo. Llegaron a un trecho bastante largo de carretera llana.

No había sol. Calculó que debía de quedar una media hora de luz diurna.

—¿Cuánto falta para Bletchley?

—Ahora viene Stony Stratford, y después unos nueve kilómetros. ¿Por qué?

Volvió a mirar por el espejo retrovisor y había acabado de decir. «Me temo que…» cuando de pronto oyeron que una sirena comenzaba a sonar a sus espaldas. El coche grande se había cansado de ir detrás y estaba ordenándoles con los faros que se arrimaran al arcén.

Hasta aquel momento los encuentros de Jericho con la policía habían sido muy escasos, breves e invariablemente marcados por esas exageradas demostraciones de respeto mutuo habituales entre los guardianes de la ley y los miembros de la clase media. Pero esa vez comprendió que iba a ser diferente. Un viaje no autorizado entre lugares secretos, sin documentación que lo acreditara como propietario del vehículo, sin cupones de gasolina, en una hora en que el país estaba siendo registrado en busca de una mujer desaparecida, ¿qué iba a suponer para los dos? Una excursión a la comisaría más cercana, eso seguro. Muchas preguntas. Una llamada telefónica a Bletchley. Un registro personal.

Era mejor no pensar en ello.

Y entonces, para su sorpresa, Jericho se puso a medir la carretera que tenía delante, como un atleta antes de iniciar un salto de longitud. A lo lejos, los tejados rojos y la aguja gris de la iglesia de Stony Stratford habían empezado a asomar entre los árboles.

Hester se agarró a los bordes de su asiento. Él pisó con todas sus fuerzas el acelerador.

El Austin empezó a ganar lentamente velocidad, como en una pesadilla, y el coche de policía, reaccionando al reto, inició la persecución. El velocímetro alcanzó los sesenta, luego los setenta y cinco, los ochenta, hasta superar ligeramente los noventa kilómetros por hora. La campiña parecía correr directamente hacia ellos para esquivarlos en el último segundo escurriéndose por los pelos a los lados del coche. Vieron ante ellos una carretera principal. Tenían que parar. Y si Jericho hubiera sido un conductor experimentado eso es lo que habría hecho, con policía detrás o sin ella. Pero vaciló hasta que no pudo hacer otra cosa que frenar, reducir a segunda y hacer girar el volante hacia la izquierda. El motor chilló. Tomaron la curva sobre dos ruedas, Hester y él lanzados hacia el costado por la fuerza centrípeta. La sirena de la policía quedó ahogada por el rugido de un motor y, de pronto, la parrilla del radiador de un camión cisterna llenó todo el espejo retrovisor. Notaron el contacto de su parachoques. El camión lanzó un rabioso bocinazo que pareció impulsarlos hacia adelante. Salieron despedidos en dirección al puente sobre el canal Grand Union, un cisne volvió perezosamente la cabeza para mirarlos, y al cabo de unos minutos estaban zigzagueando por la ciudad —derecha, izquierda, derecha, a sacudidas sobre las calles adoquinadas, con el volante en plena tremolera— cualquier cosa con tal de librarse de aquella horrible vía romana. Las casas retrocedieron bruscamente; estaban de nuevo en campo abierto, corriendo paralelos al canal. Un agotado caballo de tiro tiraba de una barcaza. El barquero, tumbado junto a la caña del timón, los saludó quitándose el sombrero.

—A la izquierda —dijo Hester, y se desviaron por un camino vecinal que no era mucho mejor que la pista del bosque, apenas dos tiras de carretera asfaltada y llena de baches que se extendían al frente como huellas de neumático, separadas por un montículo de hierba que iba arañando los fondos del coche. Hester se volvió en su asiento y se arrodilló a fin de mirar si había señales del coche de policía, pero el campo se había cerrado tras ellos como una jungla. Jericho condujo despacio durante tres kilómetros. Cruzaron un villorrio. Un kilómetro más allá de éste habían excavado un espacio para permitir que los coches —o, más bien, los carros— se adelantaran. Jericho condujo el Austin hasta allí y apagó el motor.

No tenían mucho tiempo.

Jericho vigiló la carretera mientras Hester se cambiaba en el asiento trasero. Según el mapa se encontraban a sólo unos mil quinientos metros al oeste de Shenley Brook End, y ella insistió en que podría llegar a pie hasta la casa a campo traviesa antes de que anocheciese. Jericho estaba maravillado de su coraje. Para él todo había tomado un aspecto siniestro tras el encuentro con la policía: los árboles que el viento hacía gesticular, los trechos de densa sombra que empezaban a acumularse en los linderos, los grajos que habían salido, graznando, de sus nidos y que ahora los sobrevolaban a distancia.

—¿No podríamos descifrarlos nosotros? —había preguntado Hester después de aparcar. Él había sacado los criptogramas del bolsillo para decidir qué hacer con ellos—. Vamos, Tom. No podemos quemarlos. Si ella pensaba que podía leerlos, ¿por qué nosotros no?

«Tengo centenares de razones, Hester», pensó Jericho. Pero le bastaba con tres. Primero, necesitarían los ajustes de Buitre que se utilizaron los días en que las señales habían sido enviadas.

—Puedo tratar de conseguirlos —dijo ella—. Deben de estar en Cabaña 6.

Sí, muy bien, tal vez. Pero incluso así necesitarían emplear varias horas en una Type-X, pero no una de las Type-X de Cabaña 8, porque las máquinas Enigma navales estaban cableadas de manera distinta de las del ejército.

Hester no respondió nada a esto.

Y en tercer lugar, tendrían que buscar un sitio donde esconder los criptogramas, pues si los pillaban con aquello encima los procesarían a puerta cerrada en Old Baily.

Tampoco hubo respuesta.

A unos treinta pasos de distancia Jericho captó un movimiento entre los arbustos. De la maleza apareció un zorro, que se dirigió hocicando hacia el camino. En eso estaba cuando se detuvo y miró directamente a Jericho. Absolutamente inmóvil, el zorro olfateó el aire y luego se escabulló rápidamente en el seto vivo que había al otro lado. Jericho dejó de contener la respiración.

Y sin embargo, sin embargo… Incluso mientras enumeraba todas las objeciones obvias, sabía que Hester tenía razón. No podían destruir los criptogramas

así como así, después de todo lo que habían pasado para conseguirlos. Y una vez concedido esto, la única razón lógica para conservarlos era hacer lo posible por descifrarlos. Hester tendría que robar los ajustes mientras él buscaba un modo de acceder a una máquina Type-X. Pero era peligroso, y rezó para que Hester se diera cuenta. Claire era la última persona que uno hubiese creído capaz de robar los criptogramas, y no había forma de saber qué le había ocurrido. Y en alguna parte —tal vez buscándolos en ese mismo momento— había un hombre que dejaba grandes pisadas en la escarcha; un hombre aparentemente armado con una pistola; un hombre que sabía que Jericho había estado en la casa de Claire y se había llevado las señales.

«No soy ningún héroe», pensó. Estaba medio muerto de miedo.

Al abrirse la puerta del coche, Hester salió vestida otra vez con pantalón, jersey, chaqueta y botas. Él le cogió el maletín y volvió a meterlo en el maletero del Austin.

—¿Está segura de que no quiere que la lleve en coche?

—Ya hemos hablado de esto. Es más seguro si nos separamos.

—Entonces, tenga cuidado, por favor.

—Es mejor que se preocupe por usted. —El crepúsculo estaba próximo y el aire era húmedo y frío. La cara de Hester empezó a sonrojarse—. Hasta mañana —dijo. Hester saltó la valla con facilidad y se adentró en el campo.

Jericho pensó que tal vez se volvería para saludar, pero no fue así. Permaneció mirándola un par de minutos, hasta ver que ella había llegado sin novedad al otro extremo. Hester buscó una brecha en el seto y luego se esfumó como antes el zorro.

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