Enigma

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Joaquim

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Me dio pena abandonar la clase. Mostrándome por una vez con disposición benevolente, no achaqué defecto alguno a

La venganza de una mujer de Barbey d'Aurevilly. La clase entera, sorprendida, me miró con curiosidad, como si algo marchara mal, salvo Zoe, a quien llamo secretamente Fulvia, como apodara De Marsay a Paquita Valdés en el relato de Balzac, hasta tal punto me tortura su belleza. Es una muchacha de gran inteligencia, apasionada, entera, y por supuesto no se deja influir por las mentes mediocres de la clase. Su cabello oscuro con destellos rojizos, su mirada de tigresa, amalgama de ámbar y de lava cuando está furiosa, me inflama a más no poder, lo cual oculto mostrándome excesivamente riguroso con ella. Fulvia es dinámica, volcánica y sensual, sus manos son deliciosas, su boca se abre como un abismo de goce, sus pechos poseen la arrogancia de su mirada, y su olor es tan cautivador que a veces navega a través de la clase, se me apodera, me corta el aliento, me obliga a hacer una pausa para disimular mi turbación. No se da cuenta de la fascinación que ejerce en mí.

Tras escribir tres ensayos novelescos en los que no me sometía a la cobardía de los autores criminales, de los autores que abandonan o dejan flotar a sus personajes en la incertidumbre, tras sufrir tres rechazos por parte de los editores, presa del más grande extravío, decidí poner fin a mi vida, pero comprendí muy pronto que es difícil elegir cómo morir. Mi propia cobardía, mi falta de valor se mudaron en tristeza y después en depresión. Pasé días lúgubres con el invierno y, al llegar la primavera, me sentí revivir y regresé a la universidad con mayores bríos.

Por desdicha, no podía evitar salir a curiosear por las librerías, examinar todos aquellos libros que se amontonaban, contemplar los rostros satisfechos de los escritores conocidos cuyas fotos acechaban aquí y allá al lector, como para suplicarle que comprara sus libros. Esos rostros sonrientes o dramáticos, esas fisonomías miserables, transmitían para mí una enorme falsedad. Sólo Fernando Pessoa, su pudor, su sombrero y sus lentes redondas, me daba la impresión de hallarse ausente de la esfera de las ambiciones, de la feria de las vanidades.

Al entrar en la librería, no podía evitar hojear algunos libros, leer comienzos y finales, ponerme rabioso y abandonar el local derribando, como inadvertidamente, los montones más altos. Con puro placer vi venirse abajo a los escritores más talentosos y a los más proscritos. Me hubiera gustado que el público, presa de un súbito arrebato se pusiese a patearlos, a hacerlos trizas, a reducirlos a pasta de papel y que volviesen a ser árboles, de súbito, en el corazón de Madrid, de París, de Nueva York o de México. De ese modo cada librería se transformaría en un parque, de una utilidad ecológica evidente, de una belleza por fin silenciosa.

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