Enigma

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Zoe

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El verano se hallaba en su plenitud. Acabó el curso en la universidad y para mi gran sorpresa Joaquim me puntuó lo bastante bien como para que aprobara. Con la moral alta y falda corta, me encontré ante el abismo de las vacaciones. Algunos amigos tenían proyectos. Marruecos, Grecia, Croacia, Turquía, todos los sitios de veraneo donde se podía comer y dormir a buen precio. Pero yo había decidido quedarme en Barcelona. Por motivos económicos, pero también porque me parecía inútil ir a buscar el mar a otros lugares. La playa de la Barceloneta es grande y me gusta la ciudad, me gustan sus clubes, sus librerías y sus cafés. Pero me había inducido a quedarme otra razón más poderosa: la lectura y el estudio de

La venganza de una mujer me habían electrizado hasta el punto de incapacitarme para soportar la superficialidad, la relajación, las largas sesiones al sol, el alcohol y las relaciones fáciles. Quedarme en Barcelona significaba en cierto modo mantenerme fiel a la incandescencia que Barbey d'Aurevilly había infiltrado en mi propio corazón, bajo mi piel, en mi sexo, mi boca, mis entrañas. Quería vivir ese impulso apasionado sin que se interpusiera distracción alguna. Embarcarme hacia la gravedad como se embarca una fragata en la tempestad. Estaba dispuesta a vivir una situación extrema. No tenía ningún plan, ninguna expectativa, pero cada célula de mi cuerpo parecía decirme que estaba gestándose algo. Tenía la sensación de que los elementos obedecían a quienes solicitaban lo indecible con ahínco.

Entonces, sin prisa alguna, escuchaba el viento, me dejaba guiar por las olas, ponía todo mi ser en una disponibilidad total, y como por arte de magia encontré un puesto de camarera en un bar próximo a la playa para pasar el verano. Era un trabajo que ya conocía, familiar para muchos estudiantes, y como el bar sólo abría de noche, disponía de todo el día para fundirme con el misterio, para preparar mi cuerpo a abrirse a la escritura.

Deambulando de noche por las calles, fue calando poco a poco en mí la idea de que si Joaquim había preservado a Barbey y nos lo había hecho amar con pasión era porque tenía una profunda afinidad con el escritor y sobre todo con el hombre. Compartía con él ese escepticismo cruel, un certero desprecio a la estupidez, una pasión de orfebre por el lenguaje, que el escritor cincelaba hasta el punto de engendrar estupor, vibración y descorazonamiento. Barbey poseía el sentido de la animalidad, era una suerte de primitivo refinado, de caníbal elegante y despiadado que sabía expresar los desgarramientos más profundos y revelar la irrupción del salvajismo en los seres que creían ser puros productos del Siglo de las Luces. Me gustaban los vértices de ese triángulo: ¡Barbey-Joaquim-Yo!

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