Enigma

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Ricardo

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Los dos días siguientes, no hubo nada especial. Tenía que comprobarlo todo. Vecindario, accesos al edificio, costumbres, tipo de cerradura, posibles alarmas. Había recibido una formación perfecta. Rara vez necesitaba más de treinta segundos para introducirme silenciosamente en el lugar elegido. Después actuaba siempre del mismo modo.

A la hora acordada, me di una ducha, me vestí con esmero, comprobé mi material y me puse en camino. Cuando era posible, me gustaba tomarme mi tiempo e ir andando al lugar en cuestión mientras recitaba silenciosamente mi poema. Existía una especie de adecuación entre mi paso, mi respiración, el texto y el itinerario elegidos. Chucho me había transmitido esta regla de oro: «Parecer siempre una persona anodina. Nada llamativo ni distintivo. Silencio y eficacia.» Nunca le había confesado el uso que hacía de la poesía. Le habría incomodado.

A las veintitrés horas, marqué el código de entrada que había filmado a distancia y subí los tres pisos. Presté oído un instante. Mi víctima estaba oyendo una ópera, probablemente eslava. Una hermosísima voz de mezzosoprano. Abrí sin hacer el menor ruido, me deslicé en el piso y me encontré a la joven, enfundada en un batín de seda color crema, tumbada en un sofá negro con numerosos cojines. Una lámpara suave de luz anaranjada confería al libro que tenía en la mano un aspecto tan frágil como su rostro y su mirada. Me senté en una butaca frente a ella. Se sobresaltó, bajó el libro y me miró a los ojos, sin miedo alguno mientras yo recitaba el poema de Machado. Se abandonó, cerrando los párpados.

Todo pasa y todo queda,

pero lo nuestro es pasar,

pasar haciendo caminos,

caminos sobre la mar.

Caminante, son tus huellas

el camino, y nada más;

caminante, no hay camino,

se hace camino al andar.

Al andar se hace camino,

y al volverla vista atrás

se ve la senda que nunca

se ha de volver a pisar.

Caminante, no hay camino,

sino estelas en la mar.

Cuando me detenía, se producía en general un instante de comunicación intensa, a veces de terror. Nada parecido en ella. Tras abrir los ojos, se levantó, se dirigió a la biblioteca, eligió un libro, se sentó y se puso a leer un libro de Clara Janés:

Tala tu sombra

y húndete en la noche.

Yo no quiero distancia

en el abrazo.

Aléjate.

Tala tu sombra

y húndete en la noche.

Envuélvete en tu capa

y en tu nombre.

Cuando terminó, me levanté sin decir una palabra y salí como había venido, infringiendo por primera vez las reglas de mi arte, con otro poema en la mente, otra vida. Mientras caminaba por las calles silenciosas, pensaba en Machado, muerto de agotamiento en Colliure, huyendo de los franquistas.

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