Enigma

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Ricardo

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El que encargó el trabajo se ha calmado. No le interesa tener problemas. Todo ha vuelto al orden. Nunca podré agradecérselo lo suficiente a Chucho. Puedo estar tranquilo por unos meses, a partir de ahora realizaré mi trabajo como un auténtico profesional. He decidido abandonar mi ritual poético y actuar sin ceder a la menor emoción. No puedo ya permitirme el menor error.

Una sensación de libertad recobrada. Un alivio también que Chucho no se haya puesto a dar caza a la víctima. Daría con un pájaro si se lo pidieran. Su capacidad de observación, de análisis y de imaginación es portentosa. A veces ha encontrado víctimas que habían cambiado de continente, de rostro, de identidad. En el oficio, lo llaman «El Águila». Él me explicó que, en una marcha precipitada, el fugitivo deja siempre un rastro que permite dar con él.

Comienzo a relajarme. Me vuelve el recuerdo de la enigmática japonesa. La noche es clara, el aire suave, ¿y si me pongo de nuevo a cazar?

Hacía dos días que no miraba el correo, y la carta de rechazo de un nuevo editor cortó en seco mi placidez. Los editores de poesía son pequeños, miserables, idealistas y poco influenciables. Trabajan por vocación. Andan escasos de dinero, pero nunca de ideas.

Decidí ir a cenar a una terraza junto al mar. ¿Quién sabe? A lo mejor pasaba la japonesa.

Estaba allí mi restaurante de pescado preferido, ligeramente más abajo de la playa, resguardado del viento y, al lado mismo, un bar adonde iba alguna vez. El decorador había tenido la brillante idea de instalar grandes camas cubiertas de cojines donde podía uno repantigarse a lo romano y tomar deliciosos cócteles.

Para un poeta, yo llevaba una vida más bien fácil, pero pagaba el precio de la soledad inherente al oficio que ejercía. Sentado ante mi lomo de bacalao deliciosamente crujiente, comencé a recobrar la serenidad. Conocía a todos los camareros y conversaba con ellos, del tiempo, de mujeres, de los últimos partidos del Barça, pero no de poesía. ¿Con quién iba a hablar de Apollinaire? El retrato dibujado por Picasso, que tantas veces había contemplado en el museo de Barcelona, me vino a la mente. El rostro del poeta, bajo el cráneo vendado, desprendía una fuerza casi taurina, y comprendo la fascinación del poeta por su perfil.

Me tomé un café y permanecí allí, ante la mesa, esperando no sé qué. Siempre me daba la impresión de esperar, y esa expectativa era tanto más extraña cuanto que no me sucedía nada. Me veía condenado a gozar del mundo de las mujeres con una distancia que no encajaba con mi manera de ser. Respecto a las mujeres mantenía relaciones rápidas con call-girls a quienes no volvía a ver. Lo de la amistad era más difícil. Debía mantenerme a distancia.

Cuando pensaba en mi futuro, me asaltaba el presentimiento de que algún día tendría que abandonar mi actividad lucrativa para entregarme totalmente a la poesía. Pero ¿cómo podía hacerlo? Es difícil ganar dinero sin dedicarle a ello un tiempo considerable. Entonces, quizá haría como Chucho y acabaría solo, en una isla, una casa blanca ante el mar, aguardando la muerte. La única solución sería ver mis poemas publicados, y conocer un éxito modesto. La época de los Neruda se acabó con el final de los idealismos políticos. Los poetas han dejado de ser héroes leídos por miles de lectores apasionados. Otra solución sería escribir novelas, pero los auténticos poetas apenas las escriben.

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