Enigma

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Joaquim

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No he podido resistir el deseo de entrar en esa librería. Y eso que había intentado evitarlo yendo al restaurante, pero la calle estaba cortada, despanzurrada, las tuberías al descubierto. Conseguí pasar delante del escaparate sin entrar pero, en el último momento, me asaltó un acceso de

Enigma y entré.

Era una de las escasas librerías abiertas hasta medianoche. Una bendición para los lectores voraces, una delicia para el destructor patológico que era yo. ¡Ah! Tantos libros que mutilar. Nada más entrar, me estimuló un rimero de Vila-Matas. Tenía en las manos una fuerza de gigante y no me resultó difícil arrancar la mitad de tres volúmenes y deslizar las páginas en mis holgados bolsillos. Como siempre, el corazón me latía a rabiar, sudaba ligeramente, mis piernas y mis entrañas temblaban de placer. Me sorprendía comprobar la cantidad de precauciones que se toman para evitar los robos de libros, mientras que no se hace nada para preservarlos de la mutilación. Bien es cierto que existirán muy pocas víctimas del síndrome

Enigma. En todo el planeta, ¡un solo caso detectado! ¡Yo! ¡Ah! Me enardezco, me invade la excitación cuando llego ante un montón de Fresán, pero el tipo es prolijo, nada menos que 512 páginas bien encuadernadas, difíciles de arrancar, pero no resistirán mucho. Ahora, cuando localizo el 2666 de Bolaño, exploto de alegría. Destrucción post mortem, me dejo llevar, tengo que mutilar por lo menos tres ejemplares. El primero explota. La humedad de mis manos me permite agarrarlos mejor. El segundo tampoco se me resiste. Cojo el tercero...

—Caballero, seguridad. Haga el favor de acompañarme.

Dudo un segundo. Es un tipo fortachón. Ni asomo de compasión en su rostro. Comprendo de pronto que el asunto me puede costar caro. Quizá mi puesto en la universidad. Un escándalo. El regocijo de mis compañeros. Un artículo en

El País o en

La Vanguardia. El fin del mundo. Lo sigo. Llegamos al despacho de la encargada de la librería. Una mujer de unos cincuenta años con pechos tan fellinianos que su pálido semblante desaparece tras sus inmensas gafas de montura roja. El coloso permanece ante la puerta. La librera me señala una butaca, frente a su escritorio. No me encuentro muy bien. La excitación se me ha pasado como por ensalmo.

—Hace veinte años que soy librera, y nunca había visto nada semejante. Tenemos cámaras de seguridad y sus desmanes han sido filmados. ¿Tiene usted alguna explicación? ¿Por qué destroza libros? ¡Y además parece que no la toma con cualquier autor! ¿Tiene algo contra la literatura?

—Discúlpeme. He bebido demasiado esta noche. No sé lo que me ha dado. Ha sido de repente. No he elegido expresamente estos autores, sencillamente es que estaban allí, en la mesa. No tengo nada contra la literatura, al contrario, y por supuesto la indemnizaré por los perjuicios. Incluso puede cobrarme un recargo.

—También podría llamar a la policía y denunciarle.

—¿Por un Bolaño?

—¿Por qué un Bolaño, en particular?

—¿Ha leído usted

Estrella distante?

—Claro...

—Y le parece normal que al final del libro Carlos Wieder se pierda entre la bruma, por culpa de la solemne cobardía del autor. Nadie sabrá nunca si el detective Romero lo mató o no lo mató. ¿Cómo se puede sobrevivir a ese enigma?

La librera no pudo por menos de sonreír alzando las cejas.

Encendió un cigarrillo mirándome con atención.

—¿Y eso es lo que le ha llevado a destruir su libro?

—¡He obrado por idealismo literario!

—¿Y qué le reprocha a Vila-Matas?

—El final terrible de

El viaje vertical.

—No recuerdo muy bien cómo sale del paso Mayol...

—Sale del paso, como acertadamente dice usted, mediante una pirueta de lo más desagradable... Una línea de diálogo: «—Al fin—, murmuró Mayol.»

—Más bien genial para ser la frase final...

—Me temo que no podemos entendernos.

—¿Y Fresán?

—Lo suyo es un insulto general al arte de la novela.

—¿Qué quiere usted decir?

—¡Pero si su personaje es una ciudad!

—Sí, México, es brillante.

—Brillante... Brillante... Si eso es cuanto espera de la literatura, debería cambiar de profesión, ¡qué sé yo, hacerse nodriza, con el pecho que tiene!

—¿No cree que se pasa un poco de la raya?

—Las relaciones humanas no son lo mío.

—¿A qué se dedica?

—Soy profesor de literatura en la universidad.

—¡Ah!

—Por eso le pido un poco de indulgencia. He actuado bajo el efecto del alcohol.

—Bien, escuche, ni siquiera voy a preguntarle su nombre ni a pedirle el carné de identidad. Pongamos que ha tenido un mal día. Corramos un tupido velo. Al fin y al cabo, si bien no comulgo con usted respecto a Fresán y a Vila-Matas, debo reconocer que sentí una pequeña frustración con el final de

Estrella distante.

—Gracias por confesármelo, me reconforta.

—Sólo le pediré que pague los libros que ha destrozado.

Salí aliviado de la librería. Mi intenso desfogue me había costado unos doscientos euros, y había obtenido el perdón de una librera que, en ese mismo instante, quizá estuviese contaminada a su vez por el síndrome Enigma. ¡Ah! ¡Ojalá ese «virus» pudiera propagarse, alcanzar toda la ciudad, Europa, el planeta!

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