Enigma

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Zoe

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El cielo era de un gris azulado tan sutil que se veía aún borrosa la línea del horizonte. Tal vez el joven cirujano había matado a alguien. Me imaginé a una mujer a la que había querido salvar, o a un niño y, ya fuese por la hora incierta, por el silencio o por mi soledad, me eché a llorar y apreté un poco el paso.

Frente a mí, una hermosísima figura, largos cabellos negros mecidos por el viento, un rostro de una claridad lechosa. Estaba demasiado lejos para que pudiera ver sus facciones pero vislumbraba ya sus ojos oscuros y brillantes. Al poco, se dibujaron los labios. Su porte flexible y ondulante se entreveraba deliciosamente con el alba, no podía despegar los ojos de ella. Llegado un momento, me dio la impresión de que algo salía de su cuerpo, una luz, un cometa, que penetró en mí.

Seguíamos acercándonos, como si se relajara el espacio-tiempo, como si los gestos se multiplicaran, sensaciones particulares del alba.

Estaba ya bastante cerca, su rostro delicioso bañado en lágrimas, como el mío. Tan sólo mediaban unos metros y comprendí que iba a producirse el encuentro.

Nos detuvimos frente a frente, a un soplo la una de la otra. La japonesa sacó un pañuelo de seda de uno de sus bolsillos y secó delicadamente mis lágrimas. El contacto de su mirada abierta, su dulzura, su presencia intensa me hicieron derretirme. La tomé en mis brazos y ella se abandonó totalmente contra mi cuerpo. Sentí primero que sus pechos tocaban los míos, ninguna de las dos llevábamos sujetador, luego su vientre y su pubis, por último sus muslos se apretaron contra los míos. Me estrechaba muy fuerte, sentía latir su corazón, ascendía un perfume de su cuerpo. Tuve la sensación de hallarme en un jardín, invadido por el olor de las flores que sólo se abren de noche.

La tomé de la mano y caminamos en silencio hasta mi casa. No tenía miedo, no mostraba la menor reticencia. Su silencio interior se leía como un poema.

Yo no veía nada, no oía nada, flotaba en la corriente que nos impulsaba a las dos a través de la ciudad.

La hice pasar. Se desnudó, dejando caer su ropa liviana en el suelo, y, a los pocos segundos,.me encontré desnuda frente a ella. Sentí sus labios contra los míos, su lengua tan dulce, y me sumergí en sus ojos abiertos.

La tumbé con dulzura en la cama, besé su cuello, sus axilas donde nacían cuatro delicados pelos. Hundí la cabeza en su vientre flexible que no me oponía la menor resistencia y por fin me acerqué a su sexo y bebí de él, mientras éste jugaba con mi lengua como una fuente de jazmín.

Hicimos el amor durante horas. Me hizo correrme muy intensamente y nos dormimos pegadas la una a la otra.

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