Enigma

Enigma


Naoki

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Estaba echada en una de las tumbonas de teca, cobijada por una amplia sombrilla agitada por la brisa. El sol no había alcanzado todavía la terraza y observé que los limoneros estaban sedientos. Me levanté, llené la regadera, y mientras vertía una lluvia de agua al pie de los limoneros, oí que el móvil me anunciaba un mensaje. Comenzó a palpitarme el corazón, el olor de Zoe (había visto su nombre en un sobre abierto) se difundió a mi alrededor. Deposité la regadera y leí el mensaje: «Estoy llena de ti, todo el espacio impregnado de tu presencia vibra y me habla de ti. ¡Me gusta tu música! Esta noche trabajo en el Pimiento. Acabo sobre las 4 de la mañana. Zoe.»

Acabé de regar y volví a echarme en la tumbona. Mi bata de seda blanca se entreabrió y un faldón se deslizó sobre mi muslo, cerré los ojos, respiré, acompañé esa caricia sutil y me pareció sentir el aliento de Zoe. Escuchaba ascender los ruidos de la ciudad, las voces, las conversaciones, los gritos de los niños filtrados por las palmeras y los naranjos. Mi jardín colgante era donde me encontraba mejor, sobre todo por la mañana temprano, el cuerpo abandonado al frescor del aire, la mente sosegada, abierta, atenta al ínfimo movimiento de las cosas. Me negaba a establecer una jerarquía entre los seres y las cosas. Nunca había compartido ese concepto dudoso que teníamos sobre el resto de la creación, una superioridad o un derecho. Por el contrario, siempre me había dado la sensación de que flotamos todos en el cosmos, sin jerarquías, sometidos a la increíble sutileza de los cambios, cada parcela del universo misteriosamente ligada a las demás, todas ellas sometidas a una dinámica que cambiaba sin cesar y sobre la que no teníamos control alguno. Cada partícula, a la vez libre y unida, ligada al conjunto. Por esa razón no creía en el destino ni en la fatalidad. Cada micro acontecimiento dependía de cientos de miles de millones de movimientos imprevisibles que lo condicionaban.

Cuando mi mente estaba sosegada, podía sentir esa amalgama cósmica en cada cosa, podía sentir la ausencia de límite real y toda la ficción de la individualidad sobre la que se asentaba nuestro mundo. Respirando suavemente, podía permanecer horas en mi tumbona, aguardando a que el sol calentara el suelo rojo sangre de la terraza, y cuando notaba que el olor caldeado del ladrillo se imponía al de las flores de naranjo, me refugiaba en mi amplio salón y leía unos poemas o escuchaba música. En ocasiones, podía transcurrir un día entero sin que sucediera nada concreto. Una serie de movimientos sutiles, un flujo me empujaba hacia el silencio interior, una danza morosa donde cada movimiento expresaba el goce de no ser nada.

Preparé un poco de té verde y contesté a Zoe citándola a eso de las dos de la mañana. Conocía el sitio.

Decidí volver al Ónix por la noche, tenía el convencimiento de que ese día poseía un poder de conjunción, de que la hermosa muchacha pelirroja sacaría por fin mi nombre y de que estaba a punto de sonreírme la suerte

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