Enigma

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Ricardo

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Me desperté tarde, remoloneé un poco, coloqué en los estantes algunos libros de poesía que corrían por la casa. Los había en la cocina, en el cuarto de baño, en la mesa baja del salón, en el suelo, junto a la cadena de música e incluso en la moqueta, pues me gustaba leer tumbado, como un gato. Acomodaba el cuerpo con cojines y leía hasta que me entraban ganas de cambiar de postura. A decir verdad, salvando los muy grandes poetas contemporáneos como Juarroz o Bianu, cuya superioridad reconocía, la lectura me hacía llegar a la conclusión de que mis poemas no desentonarían en una de esas prestigiosas revistas adonde enviaba mis textos sin obtener nunca respuesta.

Había formado parte de una especie de círculo poético. Nos reuníamos todos los martes en un café y, sucesivamente, leíamos nuestros textos, aceptábamos críticas y comentarios estimulantes, intercambiábamos información y direcciones de editores. Pero muy pronto el ambiente se tornó irrespirable, la fatuidad de los poetas insoportable, sobre todo cuando milagrosamente conseguían publicar un libro. Algunos editores vivían de la pretensión de los poetas editándolos a cargo del autor. Ni que decir tiene que todo el mundo se resistía a ello con vehemencia. Nadie había pagado nunca por publicar. Yo mismo había recibido varias cartas insidiosas de editores recalcando la enorme dificultad de publicar poesía, seguidas de llamamientos más o menos directos a financiar la operación. Algunos pedían una cantidad astronómica a tanto alzado que no sólo debía cubrir los gastos de impresión y de difusión sino sobre todo garantizar una generosa contribución a la vida diaria del editor. Otros, más modestos, pedían sencillamente que el autor comprase quinientos ejemplares con un descuento de un treinta por ciento. Aunque yo poseía medios suficientes, siempre me negué a semejantes tratos. Tenía comprobado que los editores que reclamaban contribuciones por lo general no eran distribuidos en las librerías. Así pues, había que ser paciente y no recurrir sino a aquellos que disponían de una auténtica red de distribución. Sea como fuere, la situación de los poetas era cada vez más desesperada. Las grandes cadenas de librerías no les concedían ya espacio alguno, y en general sólo podía encontrar uno las estrellas, los clásicos, en la planta inferior, entre los libros de cocina y los libros eróticos.

Comoquiera que tales reflexiones me dejaban con un ánimo más bien taciturno, decidí ocuparme de mi cuerpo e ir al club de squash. Me gustaba ese deporte rápido y una pizca violento, muy cerebral, esa caja de resonancia donde los gritos de los jugadores y los botes de la pelota se amplificaban contribuyendo a la excitación. El squash era para mí un substitutivo de las relaciones sexuales, apelaba a las mismas fuentes energéticas.

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