Enigma

Enigma


Joaquim

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Acabo de firmar la venta de mi piso. Mi cuarto de baño es nuevo. Un grato olor a madera se desprende de la planta baja, donde camino sobre el océano de baldosas. La máquina de café funciona ya para mí y para los paletas, y, mientras los pintores están en la primera planta devolviendo su frescor a las paredes, corro a derecha e izquierda, encargo muebles para el piso. He cometido la locura de comprar una enorme cama con un colchón sumamente cómodo, y lo he probado sin la menor vergüenza, en la misma tienda, delante de los transeúntes, cuando siempre me había parecido ridículo ver tumbarse a la gente en las camas de las tiendas. Había menos trabajo en verano, y los integrantes de los distintos oficios parecían participar en una especie de ballet. El hecho de que no me moviera de allí estimulaba a los paletas, y mi entusiasmo participaba en la armonía del conjunto. Había ofrecido una gratificación, y algunos venían a trabajar el fin de semana.

Era otro hombre. Nunca había mostrado tal actividad, tal pasión por los detalles. Todas las noches, o casi, soñaba con la llegada de los lectores, veía los libros apilados, contestaba al teléfono, servía café en la terraza todavía sin terminar. Bullía, me entusiasmaba, encargaba libros y, por primera vez, me sorprendí pronunciando con naturalidad nombres de autores sin que me devorasen los celos, el odio, el placer perverso de imaginar las torturas sin fin a que sometería a los libros proscritos. Me había relajado bastante. Tal vez el hecho de saber que estarían a mi disposición día y noche me hacía serenarme.

Eso sí, alguna vez imaginaba que, atormentado en mitad de la noche, bajaría la escalera de madera, la plaza estaría vacía, ningún cliente, y en el silencio, a las cuatro de la mañana, desnudo entre las pilas de libros, con la boca hecha agua, me aventuraría entre los anaqueles, cogería un libro y allí, sin miedo alguno, gozando plenamente de mi libertad, comenzaría a lacerar páginas, a amputar capítulos, a cortar los relatos en diagonal para privar al lector de determinadas parcelas de la acción. Imaginaba incluso que podría salir, pasearme desnudo por las calles desiertas de la Barceloneta y allí, sembrar a los cuatro vientos páginas inmortales que acabarían en el arroyo, quedarían amarillentas por la intensidad del sol, aplastadas por los neumáticos de los coches y de las motos, pisoteadas por los niños, mancilladas por los perros. Tal vez un curioso se inclinaría, leería una página triangular y su imaginación comenzaría a palpitar, se acercaría poco a poco a la librería, entraría, abriría un libro para encontrar aquel al que le faltaba un triángulo y allí, de repente, descubriría la pasión de la lectura. Yo me convertiría en su guía, seguiría mis consejos ¡y quizá algún día le aquejaría a él también el síndrome

Enigma!

Andaba yo en tan gozosos pensamientos, eligiendo el lugar que ocuparía la mesa central con el carpintero, cuando apareció un rostro tras la puerta acristalada cubierta de polvo. Pensé que era una alucinación. Era Zoe-Fulvia, que me miraba con sus ojos de ámbar y no parecía creer en lo que veía. Decidí en un segundo instalar la mesa de las novedades en mi campo de visión y salí rápidamente. Allí estaba Fulvia, guapa, desenfadada, dorada, con su sonrisa, sus labios, sus dientes, sus pechos, sus muslos, su cintura, su culo, sus brazos, sus manos, y con la mayor de las sorpresas me vi cometer un acto insensato. Me abalancé y la cogí, la estreché en mis brazos embriagándome con su perfume y besé su frente, sus cabellos. No se echó atrás, por el contrario, ella misma me rodeó el busto con los brazos, me atrajo un poco más estrechamente contra su cuerpo, y escondió cariñosamente el rostro en el hueco de mi cuello. De pronto comprendí lo improcedente de mi gesto, me separé del maravilloso calor de sus formas. Ella me miró riendo.

—¡Profesor! Qué alegría encontrarme con usted así de improviso. ¡Qué recibimiento tan cordial! El otro día vi que iban a abrir una librería. Le echaba de menos pero estaba convencida de que se había ido de vacaciones. ¿Qué hace aquí cubierto de polvo? ¿Pluriempleo?

Yo no sabía qué decir. Había dejado explotar mi alegría, y ahora, con los brazos caídos y sin duda cara de estúpido, me encontraba ante Zoe oyéndome farfullar una serie de imbecilidades:

—Zoe, me ha parecido una visión. Discúlpeme, no sé por qué me ha dado por abrazarla de esa manera. Ando un poco excitado últimamente. He cometido una locura...

—Qué va, todo lo contrario. Ha sido espontáneo, maravilloso, sorprendente por su parte. ¡De verdad! Por fin he comprendido que me tiene cariño, ¡no sabe cómo me alegro!

El corazón no me cabía en el pecho, mis sentidos entraban en ebullición, estaba como paralizado, al borde del ataque de asma, y, colmo del horror, incluso creo que me ruboricé.

—En fin, Fulvia, perdón, Zoe...

—¿Me llama usted Fulvia?

—Es el nombre que le he puesto secretamente.

—¿

La muchacha de los ojos de oro?

—Exactamente... El resplandor absoluto...

—Profesor, me siento halagada, ¡es un nombre maravilloso! ¡Haga locuras conmigo! Pero Balzac la llama Fulva... Me ha añadido una «i»...

—Quería hacer referencia al hecho de que acabo de comprar esto para montar una librería, como indica el cartel.

—Pero yo creía que usted odiaba a Vila-Matas. ¡¿Cómo es que ha elegido el título de uno de sus libros, que yo adoro por otra parte, para su librería?!

—La cosa es más complicada. Lo adoro y lo odio a la vez, pero hay que admitir que su

Bartleby no tiene ningún defecto, es un libro sin historia, en el mejor sentido del término.

—¿De veras es su librería?

—Sí, mi librería, mi piso, mi nueva vida.

—¿Deja la enseñanza?

—La universidad, mis colegas, el tétrico fatalismo de toda la institución me tocan las narices, pero al principio, hasta que me haga una clientela, no me quedará más remedio que seguir en la universidad. Tal vez un año.

—Pero no podrá usted solo con todo ese trabajo.

—Lo intentaré.

—¡Necesita una ayudante!

—¿Estaría usted dispuesta a...?

—¡A todo lo que quiera!

—Pues trato hecho. Esto supera todos mis sueños.

—Empiezo mañana por la mañana.

—Como quiera. Me informaré, no estoy muy al tanto de la cuestión administrativa.

—Ya lo hablaremos cuando empiece el curso. Por el momento no hace falta que me pague. Tengo un buen trabajo por las noches y voy bien de dinero.

—¿Qué clase de trabajo? —dije un poco inquieto.

—¿Conoce el Pimiento?

—Sí, ¿el bar de las camas en la playa?

—Trabajo allí de camarera. Precisamente voy allí ahora. Venga usted, le invitaré a un mojito.

—Con mucho gusto, pero no puedo ir con esta pinta.

—Pues venga más tarde. Yo me tengo que ir ya. Empiezo dentro de diez minutos. Póngase guapo. Yo le reservo una cama.

—Hasta luego, Zoe...

Fulvia se alejó. Admiré su figura airosa y la vi desaparecer. Me di una ducha fría de veinte minutos para recobrarme de las emociones. Me circulaba lava por las venas, y cuando vi mi pierna atrofiada en el espejo nuevo del cuarto de baño, me eché a llorar ante la deformidad de mi cuerpo, ante la imposibilidad de ser considerado un hombre de pies a cabeza.

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