Enigma

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Ricardo

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El comité de la revista me ha aceptado. Me sorprendió la acogida cordial, casi fraternal, y me maravilló ver tantas caras conocidas. Sentía que, una vez publicado por ellos, se abolían las diferencias. Algunos se mostraban protectores, otros nostálgicos de la época de sus inicios, otros un poco autoritarios en su modo de aconsejarme. Me sentía feliz, era un cambio tan total de la soledad en que había vivido hasta entonces. El secretario era un hombre discreto y refinado, con una gran experiencia en no herir susceptibilidades. Me hizo una límpida demostración de política literaria, al tiempo que me alentaba a seguir mi intuición y cambiar de método. Me señaló a las tres o cuatro personas a las que había que evitar ofender a toda costa y a las que podían serme de gran utilidad por sus contactos y su extrema generosidad.

Me sentía como pez en el agua. Llegaba todas las mañanas a las nueve en punto, al mismo tiempo que Lucía, la camarera del bar, que preparaba el desayuno a algunos de esos caballeros, como decía ella con la mayor admiración y también un punto de humor. Tan pronto empezaba a propagarse el olor del café por el salón, comenzaban a entrar los escritores. Ella sabía lo que quería cada uno. Por lo general, se saludaban, cogían un periódico o una revista y se tomaban el café en silencio. Sólo se oía el crujir del papel y algún que otro suspiro. Lucía les decía siempre una frase amable. Llevaba trabajando allí desde los dieciocho años. Los conocía a todos y, como me confesó con una sonrisa traviesa, incluso había mantenido «relaciones secretas» con cuatro de ellos, que no quiso nombrar. Tendría unos cuarenta años y su humor constante, agradable y discreto, hacía que por nada del mundo la hubieran cambiado por nadie. A su manera, era uno de los pilares invisible de la Asociación de Escritores Catalanes. Lo único mal visto entre esas paredes era hablar castellano. Lo que me chocó de inmediato eran las escasas mujeres que integraban la honorable institución. Sólo había tres. Una poeta mayor y famosa, gran traductora del francés, una novelista de unos cincuenta años y una crítica que había publicado varios libros de relatos. Sin decir nada, me puse a la caza de jóvenes talentos, con ánimo de poder publicar a jóvenes poetas o novelistas, pero antes tenía que asentar mi reputación realizando mi trabajo concienzudamente.

Tras tomarme un café y un bocadillo de jamón, me metía en mi despacho, que daba al patio, abría el correo de papel y el correo electrónico, hacía una lista con las propuestas y escribía unas notas sobre las propuestas que me parecían interesantes. No tardé en percatarme de que la media de edad de los lectores oscilaba en torno a los cincuenta años y lo cierto es que, durante nuestras reuniones de poetas en ciernes, no hablábamos nunca de

Traces. Lo que más se echaba a faltar en la revista era un grafismo y una imagen un poco más originales. Demasiadas palabras, escasez de aire, falta de imágenes. Se me ocurrió organizar un concurso para los poetas menores de treinta años, cuyo primer premio sería una publicación en la revista.

Trabajaba todos los días hasta las tres, con frecuencia hasta más tarde, porque en la pasión no caben cálculos. Día tras día, aprendía a conocer más a fondo a esa extraña variedad de homo sapiens que son los escritores. Por las tardes subía el tono y asistía a conversaciones apasionantes. Admiraba su egoísmo exacerbado, su orgullo, su arrogancia, su ansia de brillar incluso a ojos de Lucía.

Cuando abandonaba la Asociación de Escritores, me sentía ligero. Era para mí una sensación nueva y noté hasta qué punto estaba tenso antes. Siempre me dolían los músculos del vientre, sufrían una contracción casi crónica, y, desde mis primeros días de trabajo, respiraba mejor, más profundamente, y comencé a disfrutar del efecto benéfico de esa respiración en mi zona abdominal.

Aquella noche decidí caminar hasta la playa e ir a nadar, aunque no me había llevado ni traje de baño ni toalla. Me secaría dejando que me envolviera el viento. Caminaba por las callejuelas y me invadió una profunda alegría. Debía admitir que mi vida se estaba tambaleando y, mientras deambulaba, decidí que muy pronto podría rechazar nuevas misiones a sueldo, lo cual me obligaría a vivir más modestamente. Prefería ser un poeta publicado que ese lector funesto que leía a sus víctimas el último poema de su vida, que con frecuencia era también el primero. ¡Qué entrada tan fulgurante en el mundo de la poesía, qué salida tan explosiva, valga la palabra, aunque utilizaba un sofisticado silenciador! La detonación no hacía más ruido que un corcho de champán.

Me había llevado algunos manuscritos en la mochila negra que había dejado en la playa con mi ropa. Llevaba algo de dinero en el bolsillo. La Barceloneta no era bastante segura y pedí a una joven pareja que vigilara mis cosas mientras me iba a nadar lejos.

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