Enigma

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Ricardo

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Me dio un vuelco el corazón al salir del agua. En la playa, a unos cien metros, divisé una figura que reconocí de inmediato: la de la japonesa. Estaba sentada en la arena, inmóvil, la mirada perdida. La reconocí más por la actitud hierática de su cuerpo que por los detalles, que no podía ver, a esa distancia.

Caminé de cara al viento, tan pronto acercándome un poco como alejándome de ella para que no me viera. Tal vez porque estaba más relajado, sentí algo que me era ajeno, una palpitación de los músculos, un estremecimiento de los nervios, y recordé de repente que experimentaba con frecuencia esa sensación maravillosa de niño, especialmente cuando un objeto o una situación me fascinaba, que me quedaba absorto durante horas contemplando una abeja con las patas cargadas de polen o una culebra deslizándose entre las hierbas y dejando un surco plateado en mi retina.

Me senté en la arena todavía caliente y saboreé la sensación de haber recuperado la vida. ¿Por qué me atraía esa japonesa tan distante? Mi mente evocó una gran variedad de posibilidades, como si hubiera llegado el momento de salir de un molde. ¿No había caído en la más temible de las trampas deseando a toda costa la libertad? Ésta me había aislado. Me hallaba en un viraje decisivo de mi vida. En ese instante lo vi con inusitada claridad. Podía cambiar mi vida de arriba abajo. Había un espacio para el amor, para el acercamiento, para la intimidad, para la pasión, quizá para la amistad. Pero entonces, ¿por qué sentía esa fascinación por una mujer inaccesible?

La guapa camarera del Pimiento prometía mucho más calor, entusiasmo, latinidad. Esa bella japonesa tal vez poseía un temperamento tan sensual como ella, pero oculto tras una mampara de papel de arroz. ¿Quién no ha soñado con ver posarse una luciérnaga en la palma de su mano que siguiera brillando ahí siempre, que penetrara en el cuerpo quizá, se alojara en el abismo más secreto, se transformara en el alma luminosa que irradiase a través de cuanto el cuerpo posee de mecánico para infundirle una sutileza capaz de seguir las sinuosidades más secretas de la vida. A eso aspiraba yo y, enseguida, recordando mi habilidad para descubrir los secretos de los seres, decidí seguir a la japonesa. Una vez preparado el terreno, siempre habría tiempo pare entrar en comunicación directa. La idea de seguirle los pasos me excitaba en grado sumo.

Me había secado el viento, el slip todavía estaba un poco húmedo, pero no había dejado marca en el pantalón. Me quité la arena de los pies, me puse los calcetines y me calcé. Era casi de noche, flotaba una claridad en el horizonte entre dos masas oscuras. Me sentía feliz, extrañamente vivo, dispuesto a cambiar de arriba abajo mi vida.

Mientras contemplaba el mar, emergió una figura y, pese a la oscuridad, vi a aquella muchacha magnífica que salía de ninguna parte, medio desnuda, sus pechos relucían, captaban una suerte de luz invisible que sólo podía proceder de la japonesa hacia quien se dirigía. Ésta se levantó, acudió a su encuentro con una toalla y la secó como a una niña o a una amante. Se me heló la sangre en las venas cuando vi acercarse sus dos cuerpos, fundirse en uno solo, la larga melena de la japonesa arrebatada por el viento azotaba la noche con su oscuridad todavía más total.

La nadadora se vistió. Atravesaron la playa en diagonal y cuando más se acercaban al paseo, más presencia cobraban sus cuerpos, a la luz de las farolas, hasta que reconocí a la camarera del Pimiento. Me convertiría en su sombra.

La japonesa se estiró en un sofá. Sin despegar los ojos de la puerta acristalada, espiaba la llegada de la camarera con tal atención que de ningún modo podía percatarse de mi presencia.

A los pocos minutos, vestida con una preciosa falda corta y un corpiño negro que dejaba ver el nacimiento de su generoso pecho, apareció la camarera. Llevó una copa de cava a su amiga y depositó un beso en sus labios. Sentía la columna vertebral recorrida por escalofríos. Me imaginaba entre esas mujeres, compartiendo sus juegos amorosos, flotando en un paraíso que los poetas cantaban o soñaban.

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