Enigma

Enigma


Naoki

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No podía dormir. Era la primera vez de mi vida que estrechaba a un hombre en mis brazos, que experimentaba una compasión verdadera, diría incluso que una suerte de alegría, en cualquier caso un alivio al ver que no todo estaba totalmente perdido. No había sentido la menor desconfianza; quizá gracias a la presencia de Zoe. Me gusta que la llame Fulvia, sonaba bien, se avenía con fulgor. Pero ¿cómo olvidar los labios de Fulvia en mi sexo, cómo olvidar mi goce, mi sed de su cuerpo? ¿Cómo olvidar también la pierna atrofiada de Joaquim, su mirada perdida, su ansia de aprehender la belleza de la mujer, de gozarla, de comprenderla, de abandonarse a ella? Había en la deformidad un perfume natural, como si la armonía tuviera algo de deliberado, como si el afán de acceder a ella tan sólo permitiera rozar la misteriosa esencia de las cosas, que yo perseguía con todo mi empeño y toda mi pasión desde la infancia.

Al margen de tan ligera anomalía, podía imaginar la fascinación por algo mucho más monstruoso. Los rostros deformes, distorsionados de Goya poseían una extraña y singular belleza, que el pintor transmite captando en ellos una secreta armonía. Pero el propio Goya debía ya de experimentar esa belleza antes de pintarlos. Si no, se hubiera limitado a pintar los rostros consanguíneos de los nobles. Goya trascendía el horror. Joaquim me había permitido en cierto modo acceder a un ámbito que se había tornado ajeno para mí, cuya percepción había desechado, cuya sensibilidad había rechazado tras la muerte de Mishawa.

Tomé un baño caliente esperando sumergirme en el sueño, pero, una vez en la cama, volví a caer en mis cavilaciones. Me vino a la memoria la escena del Ónix, cuando a una joven le amputaron el dedo índice, sin anestesia. Me parecer ver caer el dedo en el suelo negro, brotar la sangre, la expresión aterrorizada de la joven. El esmalte color albaricoque en la hermosa uña del dedo seccionado. ¿Se había liberado así de lo que tanto la angustiaba o había perdido simplemente un dedo? ¿Por qué le tenemos tal apego a la menor parcela de nuestro cuerpo? Liberarse de la angustia a ese precio... ¿Quién lo pagaría? Aceptamos sin trabas la ablación de un órgano enfermo, pero ¿acaso el miedo, la incapacidad de vivir, no adormece todos los órganos?

Sonó el interfono. Me levanté a cogerlo.

—Soy Fulvia...

—Amor mío, qué agradable sorpresa, sube.

Acababa de dejarla, pero cada vez que la veía, se me disparaba el corazón. Perdía el control, la noción de la distancia, hubiera podido arrojarme a sus pies, ser su esclava, entregarle mi vida. Tenía ganas de decírselo, pero tan sólo la miré.

—¿Tanto me quieres?

—Abrázame...

—No podía dormirme, acabo de levantarme. ¿Nos acostamos un rato?

Fulvia estaba ya desnuda. Abrí mi vestido de seda y me deslice en la cama pegada a ella.

—¡Qué noche tan loca!

—Bésame.

Sus pechos generosos me gustaban más que nada en el mundo. Me hacían derretirme, cuando los lamía, cuando mi cara los rozaba, la más dulce de las drogas invadía al punto mi cerebro. Ese éxtasis solo encuentra su fuente en el seno del cuerpo. Su perfume, sus alvéolos, sus infinitos abismos. Nada más ver a Fulvia, mi sexo se inundaba, y me subyugaba comprobar que el suyo respondía con la misma rapidez a mis caricias y a mis besos delicados. ¿Cuántos hombres conocen esa felicidad?

—Me ha sorprendido ver cómo has recibido a Joaquim.

—No me he asustado. Me conmueve profundamente.

—Es un ser extraño. Lo quiero mucho. Posee una agudeza que se manifiesta en cualquier cosa, y viéndolo así, no puedes hacerte una idea de lo duro que es como profesor.

—Se protege. Nunca había visto a un hombre abandonarse tanto.

—Tampoco yo. La verdad es que los tíos jóvenes son bastante gilipollas.

—Qué rara eres.

—Que sí, son increíblemente pretenciosos, como si no conocieran la palabra «sufrimiento».

—A lo mejor no la conocen...

—Es cierto. Hemos tenido suerte, en cierto modo.

—Sí, cuando no nos mata, nos abre. Pero también hay mucha gente que se muere en el segundo en que comprenden, es como si la posibilidad de ejercer su intuición les desapareciera demasiado pronto.

—Tengo una idea para Joaquim...

—¿Quieres llevarlo al Ónix?

—¿Cómo lo sabes?

—También yo lo he pensado.

—Aparte de lo de la pierna, ¿crees que hay otra cosa que le abrume por dentro?

—Mira, es escritor, y nadie lo ha leído aparte de algunos editores que han rechazado sus libros.

—¿Ha escrito muchos?

—Creo que tres.

—¿Podemos leerlos?

—No me he atrevido a hablarle de ello.

—¿Quieres que se lo pregunte yo?

—Lo hablaremos cuando veas que es posible.

—¿Hay algo más?

—Sí, pero no sé exactamente el qué. A veces, los demás escritores lo demencian. Le entran increíbles ataques de rabia, sobre todo con los «auténticos» escritores, o en cualquier caso los que creo dignos de semejante nombre. Tiene una teoría: según él los escritores son unos cobardes, abandonan o matan a sus protagonistas, o, lo que es peor, les inventan finales confusos.

—En cierto modo es verdad.

—Estoy de acuerdo, y los ejemplos que él da son perfectos.

—¿Se le ocurre alguna solución?

—Sí, dice que habría que reescribir los finales de esas novelas, y que le gustaría dedicarse a ello.

—¡Qué ocurrencia!

—Sería capaz de hacerlo, tiene un alma de terrorista.

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