Enigma

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Todavía con los ojos cargados de sueño, Higgins caminó detrás del joven, sin tener la menor noticia de las intenciones de Roberts.

—No sé qué me pasa... —se lamentó—. O estoy mal de la vista o hay mucha niebla...

—Todavía no ha salido el sol. Es la niebla matutina, Neil.

—Sí, eso debe de ser.

Media hora más tarde, avistaban las dos naves, una al lado de la otra. La de Onlo Mirrel había sido conducida a remolque, por control remoto, y Roberts la había hecho aterrizar también, en lugar de dejarla en el espacio, en una órbita estable.

Roberts abrió la escotilla de la segunda astronave.

—Vamos, entra, Neil —ordenó.

Higgins le miró con recelo.

—¿Adónde vamos? —preguntó.

El índice derecho del joven se puso vertical.

—Arriba —contestó escuetamente.

 

* * *

 

Al despertarse, Bea notó algo que la hizo lanzar un agudo chillido. Lulú dormía a su lado y despertó, terriblemente sobresaltada.

—¡Bea! ¿Qué te ocurre?

—Apenas puedo ver... —contestó la joven—. No sé qué me pasa...

Sherix estaba en la bañera y salió corriendo, mientras trataba de envolverse con una sábana.

—¿Qué le pasa, Lulú?

—Está chiflada. Dice que no puede ver —refunfuñó «La Gorda».

—Yo veo normalmente —manifestó Sherix.

—Y yo —dijo Lulú—. Pero esta tonta se dio anoche a la bebida...

—No tomé más que un par de copas —protestó Bea—. Tengo una niebla delante de los ojos... muy espesa...

Resoplando fuertemente, Lulú trató de ponerse en pie. Sherix tuvo que ayudarla, tirando de uno de sus brazos con ambas manos.

—Esta grasa me matará algún día —gimoteó—. Sherix, ¿es cierto que en Mitzur podré adelgazar?

—Desde luego —sonrió la muchacha.

—Te perdonaría los dos millones, si me quitases la mitad de peso —suspiró «La Gorda»—. Bueno, voy a llamar a Max, para que vea qué puede hacer con esta tonta.

—Volved pronto —pidió Bea ansiosamente.

Lulú se alejó, mientras Sherix volvía al estanque. A los pocos minutos, regresó Lulú. con la expresión de desconcierto absoluto pintada en su redondo rostro.

—¡No está! —exclamó—. ¡No están ninguno de los tres!

 

* * *

 

La nave orbitó lentamente en torno a aquel objeto que flotaba inmóvil en el espacio. Roberts conectó el piloto automático y luego manejó los controles de las pantallas de visión próxima. Frente al puesto del piloto, se iluminó un rectángulo de un metro de largo por ochenta centímetros de altura.

—¿Qué te parece, Neil? —preguntó.

Higgins contempló aquel objeto, que tenía forma de peonza, con el clavo hacia arriba y bastante alargado. De pronto, tocó una tecla de la consola de mandos y la imagen varió ligeramente. En torno al extraño artefacto, aparecieron una serie de rayas cruzadas, como equis trazadas unas a continuación de otras y de color verdoso muy intenso.

—Una barrera de protección —dijo—. Los infrarrojos la han detectado.

—Entonces, ¿no podremos pasar?

Higgins señaló el vástago que sobresalía del aparato en su cúspide.

—Es preciso desconectar eso —contestó.

—¿Qué supones puede ser?

—La antena receptora.

—¿No estará también protegida?

—Si lo estuviera, no podría captar la señal que debe recibir en un momento dado.

—Entiendo.

—Pero sólo la desconectaremos, sin quitarla. Podría venir alguien a observar desde lejos.

—Sí, tienes razón. ¿Nos vestimos?

—Andando, Destry.

Minutos después, equipados con los trajes de vacío, flotaban en el espacio, en dirección a aquel raro artefacto que, de cerca, resultó ser mucho mayor de lo que creían. La antena medía veinte metros y, en su base, no tenía menos de cincuenta centímetros de diámetro.

Higgins estudió el aparato durante algunos segundos, dando incluso varias vueltas a su alrededor. De pronto, lanzó una exclamación:

—¡Ya lo tengo!

Pendiente de su cinturón, llevaba una bolsa con herramientas. Sacó dos grandes destornilladores y entregó uno al joven.

—Mételo en esta muesca —indicó—. Hay otra en el lado opuesto. Cuando te diga, haz funcionar tus propulsores a un quinto de potencia.

—Está bien.

Segundos después, los dos hombres giraban lentamente en torno a la base del mástil que, apreció Roberts, giraba también.

—En realidad, lo estamos desatornillando —explicó Higgins—. Cuidado cuando se suelte: tendrás que sostenerlo tú solo, mientras yo opero en la base.

El mástil se inclinó muy pronto. Roberts ascendió lentamente y se agarró con ambas manos al remate en forma de bola, de la que sobresalían numerosas púas, de suaves con tornos, sin embargo, como pequeños conos que no alcanzaban más de cinco o seis centímetros de altura.

Higgins introdujo las manos en el hueco. Trabajó rápida, activa y diestramente y, antes de cinco minutos, había terminado.

—Listo, Destry.

El mástil descendió nuevamente. Luego realizaron la misma operación, pero en sentido inverso.

—¿Ha quedado todo bien? —preguntó Roberts.

Higgins rió con fuerza.

—No he dejado un cable «sano» —respondió.

—Perfectamente. Volvamos abajo, Neil.

Regresaron a la nave. En el camino, Higgins preguntó:

—Destry, ¿cómo lo supiste?

En el interior de su casco, Roberts sonrió sibilinamente.

—Las explicaciones llegarán en su momento —contestó.

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO X

 

Fisher apareció repentinamente en la puerta y su llegada provocó una crisis de histerismo en las mujeres.

—¿Dónde te has metido todos estos días? —aulló «La Gorda».

—Te creímos muerto o algo parecido... —dijo Sherix.

—¡Max! ¡Me estoy quedando ciega! —El alarido de Bea tenía un tono patético difícilmente superado por otro sentimiento.

Fisher no se inmutó y sonrió. Lulú se puso las manos en las caderas.

—Dos semanas —dijo en tono de reproche—. Dos semanas sin dejarte ver... Claro que. ¿ha resultado sabrosa la «luna de miel» con Anarda?

—No hemos llegado aún a ese extremo —contestó Fisher.

De pronto, vio encima de la mesa un cuenco lleno de «vyvium» y lo tiró de un manotazo al otro lado de la sala.

—No volváis a probar jamás esa maldita hierba —exclamó—, Es lo que causa la ceguera.

—¿Estás seguro? —preguntó Roberts, quien salía del baño en aquel momento.

Fisher asintió. Volviéndose hacia la puerta, agitó la mano.

—Anarda, ven.

La nativa se hizo visible. Tenía la piel descolorida y su rostro aparecía más demacrado. Roberts, sin embargo, notó algo que había cambiado en su fisonomía.

La película que cubría sus globos oculares se había hecho casi transparente. Ahora podía ver las pupilas de la joven.

—Max, ¿qué has descubierto? —preguntó.

—Es bien sencillo —contestó Fisher—. Yo lo noté a medianoche, cuando me levanté al. baño. No era normal y empecé a pensar... Bueno, para abreviar me fui a buscar a Anarda y le propuse hacer una prueba, algunos días sin comer una sola brizna de «vyvium». Pero, a fin de no hacer concebir a nadie falsas esperanzas, acordamos marcharnos lejos de la ciudad. Hemos estado viviendo en el campo, a la intemperie... y Anarda no ha vuelto a probar el «vyvium».

—Entonces, ¿recobraré la vista? —preguntó Bea.

—Por completo —aseguró Fisher.

—A mi no me ha pasado nada —declaró «La Gorda»—. Detesto los vegetales... excepto la uva, después de que ha sido convertida en vino.

—Un experimento muy notable —alabó Roberts—, Los nativos te estarán agradecidos mientras vivas.

—No ha resultado fácil, Destry. La hierba crea hábito. No es dañina, salvo en lo referente a la visión; incluso diría que protege de muchas enfermedades y hasta prolonga algo la existencia; es también alimenticia... pero la ceguera no es el precio de las ventajas del «vyvium». —Se volvió hacia la nativa y pasó un brazo por su cintura, con gesto posesivo—. Anarda se me escapó una vez, porque no podía pasarse sin la hierba. Tuve que atarla durante diez días.

—Y ya ha perdido la adicción...

—Estoy completamente curada —declaró Anarda—. Dentro de un par de semanas, podré ver con toda normalidad.

Roberts chasqueó los dedos.

—Claro, se comprende que nacieras con los ojos sanos; pero, en cuanto te destetaron, empezaste a comer hierba...

—Así fue, en efecto —confirmó la nativa.

—Esto creará problemas —intervino Higgins—. Habrá que curar primero a un grupo de nativos, para que se ocupen luego de los restantes... Y quizá cueste muchísimo más cambiar unas costumbres que datan de cinco o seis siglos.

—Aceptaremos ese cambio —dijo Anarda—, En cuanto a mí, jamás volveré a probar la «vyvium».

Un personaje hizo su aparición inesperadamente. Era Typhax.

—Tengo noticias que comunicaros —dijo.

—¡Typhax! —chilló Bea—. Podremos curarnos...

—Te felicito —sonrió c! nativo.

—Y tú también. ¡Mira, Anarda «puede» ver casi normalmente!

Typhax se sorprendió al conocer la noticia.

—Si eso es cierto —declaró cuando estuvo enterado de todos los pormenores del caso—, es el suceso más grande que se ha producido en Zatzur en cientos de años. Pero ahora voy a comunicaros la decisión del consejo de ancianos.

Hizo una corta pausa y añadió:

—El consejo de ancianos ha decidido que la ceremonia de reconocimiento se efectúe en la residencia imperial. Dadas las circunstancias, no puede considerarse una situación normal y si Sherix regresara a Mitzur, declarando haber sido reconocida como princesa legítima, con derecho al título de emperatriz, podrían producirse ciertas... «diferencias de opinión», que no contribuirían en nada a clarificar el ambiente. Por tanto, la ceremonia tendrá lugar exactamente dentro de dos semanas, a contar del día de hoy —concluyó Typhax.

Sherix sonrió.

—No me importa —dijo—. Es más. lo prefiero así. De este modo, si se me reconoce en público, delante de cientos de personas, incluso ante las cámaras de televisión, nadie podrá dudar de que me asisten todos los derechos a ser coronada emperatriz de Mitzur.

Roberts se inclinó profundamente, con una reverencia del mejor estilo cortesano.

—¡Larga vida a la emperatriz Sherix II, de Mitzur! —exclamó solemnemente.

 

* * *

 

—Zarparemos mañana —dijo Roberts aquella misma noche—, Neil, vigila lo todo. No pegues un ojo en toda la noche.

Los dos hombres hablaban a solas.

—¿Temes algo? —preguntó Higgins.

—No podemos descuidarnos un solo segundo. A estas horas, tienen que saber ya que algo le ha pasado a Mirrel, porque no sólo no ha regresado con Sherix, sino que ni siquiera ha enviado un mensaje por superradio. Entonces, se imaginarán que estamos aquí y...

Higgins le guiñó un ojo.

—Deja que me ocupe de vigilar las naves —repuso.

Lulú hablaba en la otra parte de la sala con Anarda.

—Y dices que esos lodos son adelgazantes...

—Nosotros los usamos solamente en casos de extremada inflamación, si alguno se hiere o enferma accidentalmente. Pero también hemos tenido casos patológicos de obesidad por deficiencias hormonales y los hemos curado mediante una serie de sesiones en esos lodos.

—¿Muchas sesiones, Anarda?

—No creas que adelgazarás de la noche a la mañana. Quizá te cueste un año... pero lo agradecerá tu corazón, envuelto en demasiada grasa.

—Bueno... un año...

Sherix la acarició una redonda mejilla.

—Aún no has cumplido los cuarenta. Cuando Neil te vea con cincuenta kilos menos de peso, tendrá que decirte algo muy interesante.

«La Gorda» suspiró.

—Parece un mono... pero es tan fuerte, tan varonil... ¡Neil! ¿Dónde estás? —clamó de pronto.

—Tiene trabajo —respondió Roberts—. Quiero que revise bien todos los mecanismos de control antes de despegar.

—¿Temes algo, Destry? —preguntó Bea.

—No podemos descuidarnos. Conviene ser precavidos, a fin de no vernos en apuros en los últimos minutos. Los enemigos de Sherix son muy peligrosos y no regatearán medios para impedir su reconocimiento.

 

* * *

 

Pasada la medianoche. Roberts se levantó y se vistió. Ahora dormía solo en la habitación. Fisher se alojaba en la casa de Anarda. Higgins estaba vigilando las naves.

Después de vestirse, se dirigió hacia la puerta. Cuando salía, tropezó con una figura humana.

Sonó un grito de susto.

—Sherix —dijo el joven.

—Eres tú. Destry... —Sherix se puso una mano en el pecho—. Me has asustado... ¿Adónde vas? —inquirió.

—Me sentía inquieto. Despegaremos al amanecer y ya no podía dormir, de modo que decidí darme una vuelta por nuestro «astropuerto» privado.

—A mí me sucedía algo parecido. ¿Te importa que te acompañe?

Al contrario, será un placer.

Al salir, ella se apoyó en el brazo de Roberts.

—Destry, hay algo que no te he preguntado hasta ahora —dijo—. ¿Te importa que sea un poco curiosa?

—En absoluto. Habla, no te reprimas.

—Eres soltero. ¿No has pensado nunca en casarte?

—Bueno, algún día...

La cabeza de Sherix se inclinó hacia la izquierda, posándose en el hombro del joven.

—Mirrel me defraudó horriblemente —confesó—. Después de mi coronación, yo tendré libertad para tomar algunas decisiones. ¿Sabes?, en Mitzur no se miran ciertas cosas, por ejemplo, lo que es la persona.

—¿Adonde quieres ir a parar, Sherix?

—Te he observado durante semanas. Eres bueno, fiel, recto y valeroso. Tienes una magnífica salud... y eso es todo lo que necesita un futuro príncipe consorte en Mitzur.

—Parece ser que me propones matrimonio —sonrió él.

—Por lo menos, te daré en qué pensar —rió Sherix—, Pero, me parece, no te desagrado...

—Nunca me ha desagradado una mujer hermosa.

De pronto, ella se detuvo y, volviéndose, le besó con fuerza.

—Creo que me he enamorado de ti —jadeó, con los ojos llenos de brillo.

Roberts asintió.

—Hablaremos con más tranquilidad cuando todos los problemas estén resueltos —contestó.

—Sí, cariño, lo que tú digas.

Continuaron andando. A poco, divisaron el brillo de los cascos metálicos de las naves, silenciosas en la extensa llanura.

Había una lucerna iluminada. Roberts respiró.

—Neil vigila —dijo, satisfecho.

Y, en el mismo instante, vieron una luz que descendía raudamente de las alturas.

—Destry, mira, viene alguien —exclamó la muchacha.

Roberts elevó la vista. El resplandor no era muy intenso, pero, en pocos momentos, iluminó un círculo de unos treinta metros de diámetro junto a la primera de las astronaves.

Momentos más tarde, el aparato tomaba tierra. Era una nave pequeña, probablemente algún bote salvavidas enviado desde otra nave nodriza, situada a gran distancia de la superficie de Zatzur.

Llegaban extraños, pensó el joven de inmediato. Agarró el brazo de Sherix y tiró de ella hasta el abrigo de unos arbustos cercanos.

—Ven, esperemos a ver qué sucede —dijo a media voz.

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO XI

 

El aparato había tomado tierra y la luz se habla apagado. No obstante, podían ver con gran facilidad todo lo que sucedía, debido al resplandor de las dos lunas de Zatzur. Una escotilla se abrió en el fuselaje de la nave y la escala se desplegó inmediatamente.

—Vamos, fuera todos —exclamó alguien—. Ya sabéis lo que hay que hacer. No perdamos tiempo... ¡Rápido, rápido!

Cuatro hombres surgieron en el acto del aparato, cada uno de ellos portador de un objeto semejante a una maleta. Dos se dirigieron a la segunda astronave, mientras la otra pareja corría hacia la vigilada por Higgins.

El jefe quedó junto a su aparato, como supervisando la operación. Roberts adivinó bien pronto sus intenciones.

—Van a destruir las naves —murmuró.

—Oh, no... —gimió la muchacha.

—Pero no se van a salir con la suya —rezongó Roberts, a la vez que echaba a correr agachado hacia la nave recién llegada.

Dio un pequeño rodeo y acometió por el flanco. El individuo le divisó demasiado tarde. Quiso echar mano a una pistola que pendía de su cinturón, pero el puño de Roberts alcanzó de lleno su mandíbula y se desplomó sin sentido instantáneamente.

En el mismo momento, oyó ruidos procedentes de la nave de Sherix. Un cuerpo humano voló por los aires a través de la escotilla, cayó sobre la hierba y se quedó inmóvil.

Dentro del aparato sonó un atroz gruñido. El segundo intruso salió también volando, pero en una postura tal que no resultaba difícil adivinar lo sucedido. Higgins le había agarrado por el cuello y los fondillos de los pantalones, catapultándolo a continuación con todas sus fuerzas.

Higgins asomó de inmediato por la abertura.

—Aguarda un poco, pequeño bastardo —dijo—. Ahora sabrás lo que es buen...

—Soy yo, Neil —dijo el joven.

—¡Destry! —exclamó Higgins—. Pero, ¿qué diablos...?

—Luego hablaremos; hay dos más en la otra nave.

Higgins se tiró al suelo desde seis metros de altura. Aterrizó sobre los pies, dobló las rodillas, dio una voltereta completa sobre sí mismo y se incorporó de un salto felino.

—¡A ellos! —exclamó.

Echó a correr, adelantando incluso al joven. Roberts iba a diez pasos de distancia. El aparato de Mirrel estaba a unos doscientos cincuenta metros.

Súbitamente, vieron que se encendían todas las lucernas con un terrible fogonazo. Aún no se había extinguido, cuando se produjo otro resplandor idéntico.

Las explosiones sonaron sucesivas, separadas por fracciones de segundo. Un huracanado chorro de fuego y humo brotó por la escotilla abierta.

Higgins se detuvo en seco.

—Dios, ¿qué ha pasado ahí?

—Venían a volar las naves, pero, a lo que parece, esas bombas les han explotado en las narices —adivinó Roberts.

El humo y las llamas continuaban saliendo a través de la escotilla, aunque con menor intensidad. Sin embargo, era fácil imaginarse que se había producido a bordo un tremendo incendio, que no se extinguiría hasta que ya no quedase nada por arder.

—Neil, ¿no habrá peligro de...?

—No, los generadores están muy bien aislados contra toda clase de fuegos o de explosiones de gran intensidad. Esos tipos lo único que pretendían era destruir los controles.

—Y lo han conseguido —dijo el joven desanimadamente.

—Empiezo a sospechar lo ocurrido. Destry —murmuró Higgins.

—¿Sí?

—Supongo que traerían cargas, con mecanismo de tiempo, para escapar antes de la explosión. Pero el que preparó las cargas hizo «trampa» en los relojes.

—Entiendo. Les explotaron apenas los pusieron en movimiento.

—Justamente. Y de este modo, cerraban dos bocas comprometedoras.

—Bueno —sonrió Roberts—, por fortuna, quedan tres que si podrán despegar los labios.

Higgins puso gesto feroz.

—Déjalo de mi cuenta, Destry.

Repentinamente, se oyó un agudo chillido.

—¡Destry! ¡Socorro!

Los dos hombres se volvieron instantáneamente. Sherix forcejeaba. con el oficial, quien ya había recobrado el conocimiento, y trataba de no ser arrastrada al interior de la nave. Roberts se lanzó hacia adelante a toda velocidad.

Era ligero de piernas, pero, a pesar de todo, se le adelantó Higgins. quien, no obstante su figura, poseía una agilidad increíble. El oficial vio llegar a los dos hombres, se dio cuenta de que ya no tenía tiempo de escapar y soltó a la muchacha.

Acto seguido dio un par de pasos hacia atrás. Cuando se detuvo, tenía la pistola en la mano.

—¡Cuidado. Neil! —chilló el joven.

Era ya tarde. Higgins divisó el arma y quiso echarse a un lado, pero la distancia resultaba demasiado escasa para que el oficial fallase el tiro. Surgió un rayo de luz roja, semejante a una barra de hierro al rojo vivo, y se clavó en el corpachón de Higgins.

No se oyó ningún grito; Higgins no tuvo tiempo. Su carbonización fue instantánea.

Enloquecido de furia, Roberts cayó sobre el sujeto, arrebatándole el arma de un manotazo antes de que pudiera disparar de nuevo. Luego le asestó terribles golpes en el rostro. Oyó gritos de dolor y crujidos de hueso, pero nada parecía satisfacer su ansia vengativa.

El hombre cayó al suelo y Roberts se puso a horcajadas sobre él, poniéndole las manos en el cuello. La lengua del oficial surgió a través de unos labios amoratados.

De pronto, notó un gran dolor en la Cabeza. Aturdido, aflojó la presión de sus manos y rodó a un lado.

—Sherix, ¿por qué me golpeas? —se quejó.

Ella se arrodilló a su lado y le abrazó estrechamente.

—Destry, no quiero que manches tus manos de sangre... —sollozó.

Roberts cerró los ojos unos momentos. Luego dijo:

—Ha sido un golpe muy oportuno. Gracias, Sherix.

Hizo un esfuerzo y se puso en pie. Pero no quiso dirigir la vista hacia la masa ennegrecida que había sido Neil Higgins unos momentos antes.

 

* * *

 

La última paletada de tierra cayó sobre la tumba. Lulú tenía que ser sostenida por Fisher y Bea. Sherix tenía los ojos húmedos. Los labios de Roberts aparecían contraídos.

Algunos nativos habían asistido a la fúnebre ceremonia. Typhax llegó de pronto con un objeto en las manos.

—Sabemos que es costumbre en vuestro planeta colocar esta señal en la tumba de un familiar o de un amigo. Aceptadlo como homenaje nuestro a su valor —dijo.

Roberts asintió y clavó la cruz de madera en la tierra aún blanda. Anarda se acercó y colocó un ramo de flores sobre la sepultura.

—No nos había visto en su vida, no nos conocía apenas, pero murió por darnos la libertad —dijo.

— Mientras Zatzur exista, el nombre de Neil Higgins será siempre recordado por nuestro pueblo —manifestó Typhax.

Luego se acercó al joven.

—Los miembros del consejo están dispuestos para la partida —informó.

—Nosotros también —contestó Roberts.

—Anarda y yo viajaremos en la nave, si no tienes inconveniente.

—Ninguno... salvo que estaremos un poco estrechos. Pero no son demasiados días de viaje.

Typhax sonrió.

—Vuestras naves tienen exceso de comodidades. Podremos dormir sin problemas en los pasillos o en cualquier parte.

—Está bien. —Roberts se volvió hacia la muchacha—, ¿Sherix, preparada?

—Sí, Destry.

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