Enigma

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Capítulo VI

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V

I

Afuera, en el pasillo, Cavanagh y Pitzer miraron inquisitivamente al médico en cuanto éste salió de la habitación de Brigitte.

—¿Y bien? —Gruñó Pitzer.

—Ella está bien.

—¿Ha aceptado el sueño? —preguntó Cavanagh.

—Sí, desde luego.

—¿Y su estado es satisfactorio?

—Sí… Sí.

—¿Sí… o no?

—Lo es… todavía. ¡Dios, tiene una mente de hierro! Para mí es asombroso que esté aceptando todo esto con esa serenidad. No he visto nunca nada igual…

—Espere un momento —cortó Cavanagh—: ¿qué ha querido decir con ese todavía?

—No es corriente que una mente soporte estos… desfases entre realidad y sueño. Vuelvo a decir que la mente de ella es de un equilibrio increíble, pero todo tiene un límite.

—Si interpreto bien sus palabras, usted está sugiriendo que deberíamos terminar ya con todo esto… ¿Es así?

—Como médico, opino que no se debe abusar más de la resistencia de esa mente humana. No es prudente. Quizás ella pueda soportar mucho más, pero… no es prudente. Aunque, la verdad, la he encontrado tan serena y tranquila, tan dócil y convencida de que…

—¿Dócil? —exclamó Pitzer—. ¿Ha dicho usted dócil?

—Sí, exactamente.

De pronto, una mueca irónica apareció en el rostro de Charles Alan Pitzer. Pareció a punto de decir algo, pero guardó silencio, Cavanagh le miró, también pareció a punto de decirle algo a Pitzer, pero, de pronto, se dirigió de nuevo al médico.

—En resumen, todos estos… cambios entre realidad y sueño los está asimilando bien.

—Sí. Pero insisto: no hay que abusar.

—Está bien. Gracias, doctor… Vamos, Pitzer.

Poco después, los dos veteranos espías salían de la clínica, ante cuya puerta esperaba un reluciente coche negro con un hombre al volante y otro sentado a su derecha. Pero Cavanagh retuvo a Pitzer por un brazo antes de llegar al coche.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

—No sé.

—Vamos, Pitzer, vamos…

—Ella lo sabe ya.

—¿Brigitte? ¿Qué es lo que sabe?

—Sabe que es el centro de un extraño juego.

—Pero el doctor ha dicho que…

—¿Realmente se imagina usted a Brigitte en actitud dócil? Mire, Cavanagh, conozco a esa muchacha como si la hubiera parido. ¿Dócil Brigitte? ¡Y un cuerno! Precisamente esa «docilidad» de ella debería preocuparnos. ¡Y mucho! ¡Dios, si la conozco…! Si ella no supiese ya algo del asunto, toda la clínica estaría cimientos arriba.

Cavanagh sonrió ceñudamente.

—Me parece que tiene razón —asintió—. Pero me pregunto cómo ha podido… sospechar algo.

—Quizás usted, y yo también, llevados por nuestro afecto personal, estamos olvidando que el juego tiene como protagonista a la agente Baby. Y eso es imperdonable. Que ella esté engañando al personal de la clínica, por mucho que hayan oído hablar de ella, pase; pero no a nosotros. No a mí, a «su tío» Charlie. ¿Cómo ha sospechado o sabido algo? Ni idea, pero ella ya sabe algo. Y, ¡por todos los demonios!, me pregunto qué puede estar tramando para mañana por la mañana mientras descansa de tantos… sueños.

—En definitiva, si ella ha comprendido la verdad, o la parte de verdad que esté a su alcance, en cuanto amanezca puede echarlo todo a perder.

—A menos que se le dé una clarísima, rotunda, convincente explicación de todo este juego.

—No podemos hacer eso… ¡Sería peor!

—Quizás. Pero si mañana Brigitte se decide a poner las cartas boca arriba, esta clínica va a saltar por los aires…, metafóricamente hablando, se entiende.

—Sí, sí, lo entiendo. ¡Pero no podemos decirle la verdad!

—Está bien, de acuerdo. Pero en ese caso, todo lo que podemos hacer es aceptar las consecuencias. Cavanagh, no nos engañemos: tenemos a una pantera encerrada en una trampa de papel. O se le explican las cosas y se detiene el juego, o… Dios se apiade de nosotros. Y estoy hablando en serio.

—Tenemos una salida: convencer a Marsh-Owen para que cese el juego. Si le explicamos que Brigitte, como sea, se ha dado cuenta, tendrá que claudicar ya.

—No me gusta ese hombre —murmuró Pitzer.

—Tampoco a mí, pero no tenemos más remedio que ir a verlo. Lo que no será fácil. A fin de cuentas —torció agriamente el gesto—, nosotros, para él, sólo somos espías.

—Sí, ya sé. Esa clase de gente nos desprecia. Nos utiliza a su antojo, pero nos desprecia.

—¿Qué podría pasar si Marsh-Owen se niega a interrumpir el juego… y Brigitte entra en acción por su cuenta?

—Ella llegaría hasta Marsh-Owen.

—¿Lo mataría?

—Me temo que sí.

—Bueno, quizás estamos exagerando, ¿no le parece? Brigitte, a fin de cuentas, es sólo una muchacha inteligente, pero no una… bruja con poderes especiales.

—Cierto. Pero para que ella llegue a una conclusión, no necesita ser una bruja con poderes especiales. Le basta, precisamente, esa inteligencia que usted ha mencionado. Se la ha sometido a diversos «sueños». ¿Qué cree que hará ella ahora?

—Los analizará —masculló Cavanagh.

—Exacto. Y ahí está la clave. Últimamente, la encontraba un poco… meditabunda, cavilosa. Y eso, a raíz del asunto del Canal URSSA. Nosotros sabemos que el analista Percyval Truman deslizó más información de la que debía durante su conversación con Brigitte. Ella tiene esa información en la mente, pero todavía no la ha separado de la información general de la vida. Si ahora, después de estos… «sueños», se dedica a analizar toda la información recibida en las últimas semanas, llegará a la verdad. Y si Brigitte llega a la verdad, llegará a Theodor Marsh-Owen. Usted sabe que es así.

—Sí… Está bien, tenemos que conseguir que Marsh-Owen nos reciba cuanto antes. Pediré un helicóptero desde el coche, e iremos a verlo. No le gustará, desde luego.

—Que se joda —gruñó Pitzer—. A fin de cuentas, todo esto es por culpa suya.

El helicóptero tomó tierra en el grandioso jardín, cerca de la supermagnífica quinta junto a la costa, cuando ya había amanecido. El todopoderoso señor Marsh-Owen se había negado a recibir la visita de «aquellos dos espías» en plena noche. Su descanso era sagrado.

En el helicóptero llegaron Cavanagh, Pitzer, y los dos agentes que antes habían estado en el coche. Uno de estos agentes se quedó en el helicóptero.

El otro, silencioso y discreto como una auténtica sombra, acompañó a sus jefes a la casa. En ésta, y en un fastuoso salón al que un criado acompañó a los espías, estaba esperando Theodor Marsh-Owen, en pijama y batín, ambos de seda natural importada de China.

Alto, todavía hermoso a sus cincuenta y dos años, imponente, impresionante, seguro de sí mismo hasta la altivez, cortés pero frío, distante, casi despectivo, el todopoderoso Marsh-Owen no hizo gesto alguno de alargar la mano hacia sus visitantes, y hasta pareció que la oferta de sentarse la hiciera de mala gana. Pitzer y Cavanagh, que apenas habían dormido aquella noche preparando el diálogo que pensaban llevar a cabo con su anfitrión, habrían agradecido un poco de café, pero ambos tenían demasiado orgullo tan siquiera para sugerirlo. En cuanto al agente de la CIA que les acompañaba, parecía que ni siquiera estaba allí, apoyado en la pared junto a la doble puerta del salón. Puerta que fue cerrada por el sirviente de Marsh-Owen. Y en cuanto esto sucedió, Marsh-Owen dijo, con tono seco:

—Espero que esté justificado que me hayan hecho madrugar más de la cuenta, señores.

—Creemos que sí, señor —dijo Cavanagh, con tono no menos seco.

Marsh-Owen lo miró con curiosidad, con sorpresa incluso, como si, en el fondo, le divirtiera que un simple jefe de agentes de la CIA hubiese tenido la desfachatez de importunar a medio Washington hasta conseguir la entrevista. En cuanto al otro, al más menudo y de aspecto malgeniado, todavía era menos importante, desde luego. Y respecto al simple agente que estaba junto a la puerta, la verdad era que Marsh-Owen ni siquiera lo veía.

—Muy bien —dijo con tono algo más afable—… ¿De qué se trata?

—Queremos pedirle que disponga el cese del plan que afecta a la agente Baby.

—Ah, eso… ¿Qué ocurre? ¿Algo va mal?

—Hasta ahora, no.

Marsh-Owen alcanzó una caja de nácar con estampaciones en oro y piedras preciosas, la abrió, dejando escapar una alegre musiquilla, y extrajo un delgado cigarro…, cuyo agradable aroma se extendió por el salón cuando lo encendió, mientras seguía sonando la musiquilla. No ofreció de fumar. Simplemente, tras cerrar la caja, preguntó:

—¿Pero puede estropearse algo en el futuro?

—Ese plan, señor, no tiene ya futuro: tenemos el convencimiento de que la agente Baby ha comenzado a… pensar por su cuenta y sobre la realidad.

—Ah, ¿de veras? ¡Esa fastidiosa señorita Montfort…! En realidad, todo este asunto es fastidioso, lo sé. Pero claro, las complicaciones comenzaron debido a la indiscreción de uno de ustedes, ¿no es así? Un tal… ¿Lawrence Truman, creo?

—Percyval Truman[6] —gruñó Cavanagh—. No es propiamente uno de los nuestros en cuanto a su especialidad dentro de la CIA se refiere. Es un analista, y, dadas las circunstancias por las que se relacionó con Baby, no se le puede culpar demasiado de su pequeño desliz informativo. Conversar con Baby no es nada fácil…, señor.

—Conozco bastante bien a la señorita Montfort, ya que pertenece a la alta esfera social del país. Es más, incluso, naturalmente, dada mi vinculación con las altas esferas, en las que viven los grandes dirigentes de la CIA, he sabido que, aparte de ser una aceptable espía, es bastante… díscola.

—Es peor que díscola —dijo Pitzer—. En cuanto a lo de aceptable espía, señor, puedo recordarle, para no retroceder demasiado en el tiempo, que fue ella quien resolvió, sin derramamiento de sangre y sin escándalo alguno, el gran problema que representó el asunto llamado Canal URSSA, que precisamente ha sido la causa y origen de todo este desagradable juego con Baby. Por si no ha sido informado de ello en las altas esferas en las que usted se mueve, voy a permitirme ponerle al corriente de que Baby es, simplemente, la mejor espía que ha tenido jamás la CIA, y, por supuesto, la mejor del mundo en la actualidad y en el pasado.

—¿Qué le pasa a usted? —sonrió glacialmente Marsh-Owen—. ¿Está irritado por algo?

—Hemos venido a rogarle que se comunique usted con nuestros altos jefes de la CIA para decirles que el juego debe terminar.

—¿Por qué motivo?

—Se lo hemos dicho ya: Baby empieza a comprender. Será imposible continuar engañándola a ella.

—Ya. ¿Se ha realizado la parte importante de los sueños?

—Anoche mismo.

—¿Y alguno más después del sueño que nos interesa?

—No, ninguno más. Y puesto que ya se le ha metido en la cabeza esa parte, solicitamos que todo termine.

Theodor Marsh-Owen estuvo fumando pensativamente durante casi un minuto, mirando ora el humo de su cigarro, ora el cigarro mismo. Por fin, movió negativamente la cabeza.

—No —rechazó la petición—: los sueños deben continuar, aunque sólo sean dos o tres más. No podemos cortar el plan después de «inyectarle» el sueño que me interesa a mí. Eso sería demasiado visto. Que le inyecten dos o tres más. ¿Alguna cosa más, caballeros?

Cavanagh y Pitzer estaban lívidos, como petrificados. Junto a la puerta, el agente de la CIA parecía todavía más estatua que ellos.

—Escuche, señor Marsh-Owen…

—La entrevista ha terminado —dijo éste, poniéndose en pie—. Tengo muchas cosas que hacer en el día de hoy, y no será esa señorita quien distorsione mis planes.

—Está usted cometiendo un error —susurró Cavanagh.

—Tonterías. Yo no cometo errores. Los cometen ustedes.

—En esta ocasión, lo está cometiendo usted. Y sería conveniente que me escuchara…, señor.

—Mire, no tengo tiempo para tonterías… esto… Mmmm…

—Cavanagh —deslizó fríamente éste—… Cavanagh. Él es Pitzer.

—Sí, sí, me informaron de sus nombres, pero los había olvidado, disculpen… Bien, como les decía.

—¡Maldita sea su estampa! —gritó Pitzer, poniéndose en pie con gesto furioso—. ¡Siéntese y escuche a Cavanagh! ¡Es en bien de todos, y especialmente, de usted!

Theodor Marsh-Owen dirigió a Pitzer una congelada mirada, en la que se concentraban el desprecio, el rencor…, y el inicio de unas ideas destinadas a dar una buena lección a aquel desgraciado espía.

—De acuerdo —dijo con tono neutro—, pero sea breve, Cavanagh.

—Lo seré en lo posible. Tengo más interés que usted en terminar cuanto antes esta entrevista, a fin de volver a la clínica y contener a Baby… si es que llegamos a tiempo. Veamos… Hace unas semanas, cuando el asunto del Canal URSSA, el analista Percyval Truman mencionó, entre otras cosas, determinados proyectos del Gobierno norteamericano que, al parecer, habían llegado a conocimiento de los rusos. Uno de esos proyectos es el que nos ocupa: el que hace referencia a determinadas actividades en España destinadas a provocar en ese país un desequilibrio político y social. Ese proyecto, al que para abreviar, vamos a llamar simplemente «Spain», fue ideado casi exclusivamente para proteger los intereses económicos de usted y su grupo de altísimos magnates en España. Grupo que, obviamente, está vinculado a los más altos poderes de Estados Unidos. ¿Cierto?

—Cierto. Siga.

—Para que usted y su grupo supermultinacional obtengan en España los intereses calculados y deseados, las cosas deben ponerse muy mal en ese país. No hasta el extremo de una nueva guerra civil, pero casi. Esto, naturalmente, está en conocimiento de la Casa Blanca y de los poderes que mandan en la Casa Blanca y en el presidente de los Estados Unidos…

—Tenga cuidado con lo que dice, Cavanagh.

—Todos aquí sabemos que estoy diciendo la verdad. Desagradable verdad, pero verdad con todas sus consecuencias. Bien, como decía, para que usted y su grupo obtengan los enormes beneficios que esperan amasar en España, debe ser puesto en marcha el plan Spain de desestabilización total, y… barrer toda oposición física y mental al actual gobierno favorable a sus proyectos. ¿Una guerra civil? No, no tanto, pero sí un buen… escarmiento, unos cuantos cientos de muertos, inestabilidad, miedo… Ése es el plan Spain. Y justamente de eso habló, un poco atolondrado, Percyval Truman. Luego, asustado, informó de que se le había escapado esa información durante su conversación con la agente Baby. Y en cuanto esto llegó a oídos de usted, dio inmediatamente la orden: la agente Baby debía ser eliminada. Y ello porque usted sabía que si ella se enteraba del plan Spain lo desbarataría, como ha hecho en tantas ocasiones con otros planes y proyectos norteamericanos de… imperialismo político y económico. ¿No fue así, señor Marsh-Owen?

—Sí. Y lamentablemente, esa jovencita sigue viva…, cosa que no me satisface en absoluto.

—Nuestros puntos de vista son simplemente opuestos —dijo Cavanagh fríamente—. Nosotros deseamos que siga viviendo. Y no sólo los espías que estamos aquí, sino muchos miles más, e incluso, el propio Consejo Directivo de la CIA, que le debe a Baby no pocas soluciones a problemas gravísimos. Para la CIA, Baby es mucho más que una espía. Es… un clavo ardiendo dentro de ella, pero, al mismo tiempo, la carta que, cuando es jugada, siempre proporciona el triunfo. Y no sólo esto, sino que, en el ámbito personal, también tiene amigos Baby dentro del Consejo Directivo, por mucho que refunfuñen contra ella en ocasiones. Así pues, cuando usted, utilizando sus canales de las altas esferas, pidió que Baby fuese eliminada, la CIA puso el grito en el cielo. Pero, incluso para la CIA, es usted demasiado fuerte, ya que dentro de la misma CIA hay altos mandos que forman parte del grupo de usted, aparte de su gran poder dentro de la Casa Blanca. De modo que nació un gran dilema: ¿era asesinada o no era asesinada la agente Baby? Usted decía que sí, pero sus amigos de la CIA se resistían. Finalmente, se llegó a un acuerdo: se iba a probar de «desinformar» a Baby sobre lo que sabía respecto al plan Spain, es decir, lo que Truman le dijo tan imprudente o atolondradamente. Y para «desinformar» a la agente Baby, determinados expertos que, por supuesto, no deseaban que ella muriese, inventaron el juego de los sueños…

—Que sigue sin parecerme radical.

—Ya sabemos que usted preferiría que ella muriese.

—Desde luego. Eso sería mejor que ese plan…, aunque tengo entendido que está funcionando.

—Sí, está funcionando. La agente Baby ha sido repetidamente dormida con gas narcótico de última invención, o drogada con la bebida o la comida, y, para… desorganizar su mente, se le ha hecho vivir hechos increíbles. Todo cuanto ella cree que ha soñado, lo ha vivido realmente. Ha sido colocada en extrañas situaciones, y nuestros hombres más expertos se han ofrecido para representar diversos papeles: Caballo Loco, Custer, el propio padre de ella, Ling Lao… Con tal de no tener que eliminar a Baby, la CIA ha movilizado todos sus recursos, a todos sus mejores hombres, sus más sofisticadas drogas, se han habilitado cabañas, cuartos sucios, mansiones… Todo cuanto Baby ha estado creyendo que eran sueños, eran realidades. Pero, había que conseguir que todo eso fuese considerado por ella como sueños, como pesadillas… Y todo, con el fin de hablarle del plan Spain en el último «sueño»…

—La idea fue de la CIA, no mía.

—Desde luego, Pero hablemos del plan Spain. En el último «sueño», Baby ha sido informada de él, además de otros planes más o menos fantásticos. Se la narcotizó, se la llevó a una quinta, y tres de nuestros más veteranos expertos en relaciones personales, asumieron el papel de consultores de la CIA, y montaron toda la comedia. Esto, como todo lo demás, Brigitte lo ha vivido realmente, pero se trata de hacerle creer que lo ha soñado. Ha sido traída y llevada de un lado a otro, ha sido vestida con mallas negras, desnudada completamente, vuelta a vestir, acostada en la clínica, luego en otro sitio… Señor Marsh-Owen, nuestros hombres han estado jugando cuidadosamente con Baby como si ésta fuese una muñeca…, una querida, amada muñeca que bajo ningún concepto debía resultar lastimada; por eso, se utilizaron balas de fogueo, jugo de tomate en lugar de sangre… A decir verdad, cualquier persona se habría vuelto medio loco ante todo ese tinglado destinado a que cuando todo el juego terminase Baby pensara que lo del plan Spain, simplemente, era uno de los «sueños» o pesadillas que había tenido, y que, en consecuencia, no le prestara atención. Cuando fuera a darse cuenta, ya no podría impedir nada. E incluso entonces, quizá se limitaría a pensar que ella nunca estuvo en conocimiento del plan Spain, sino que lo soñó, que tuvo premoniciones, pero nada más. Con ello, se conseguían dos cosas. Una y principal, claro: que usted y su grupo consiguieran sus objetivos, sus proyectos sobre España. Dos: que Baby no fuese asesinada, como usted deseaba.

—Todo este tinglado, Cavanagh, fue montado por ustedes, lo repito, no por mí —asintió Marsh-Owen, ceñudo.

—¡Claro que fue montado por todos nosotros, por todos los hombres de la CIA que podíamos colaborar en algo! —Casi gritó Pitzer—. ¡No íbamos a consentir que usted y su grupo de amigos asesinasen a Brigitte!

—Sea como sea —dijo Cavanagh, más tranquilo que Pitzer—, el hecho cierto es que hemos conseguido tener engañada hasta ahora a la agente Baby. Si cesamos ahora en los «sueños», ella no tendrá posibilidad de asir ninguna pista tangible, quedará cuando menos confusa, desorientada, y, ciertamente, no seremos nosotros quienes le digamos la verdad, de modo que usted y su grupo se saldrán con la suya y nosotros tendremos a Baby. Pero todo esto, señor Marsh-Owen, sólo sucederá si terminamos ya con el juego. Si seguimos con él, Baby ya no se dejará llevar por la corriente, sino que pasará a la acción. Y en ese caso, señor, nada habrá servido de nada, porque ella lo descubrirá todo.

—Peor para ella, Cavanagh, porque entonces, definitivamente, ordenaría que fuese eliminada. De modo que si ustedes quieren que esa jovencita siga viviendo, continúen con los sueños hasta volverla tonta o loca, y que no fastidie más. ¿Está claro? O loca, o muerta. Ésa es mi última palabra.

—Señor Marsh-Owen —jadeó Cavanagh—, nosotros no respondemos de lo que puede pasar si todo esto sigue adelante.

—¿Qué quiere decir?

—Nos parece que usted no está debidamente informado sobre las posibilidades de Baby. Si ella…

—¡Ya he perdido demasiado tiempo con ustedes! Yo tengo unos proyectos sobre España, y los llevaré a cabo, le gusten o no a esa señorita. Pero… ¿qué se han creído ustedes? ¡Están hablando con el representante de uno de los grupos económicos más importantes del mundo con amigos en todas partes, incluso con intereses en la Casa Blanca, y vienen a fastidiarme a las seis y pico de la mañana para hablarme de una espía…! O están ustedes locos, o son imbéciles. ¿Qué es lo que quieren, en definitiva? ¿Que por una mierda de espía mi grupo se resigne a no conseguir sus objetivos nada menos que en todo un país controlado por nuestro poderío económico? ¿Es eso lo que quieren?

—Señor Marsh-Owen…

—¡Largo de aquí! —Marsh-Owen, casi fuera de sí, señaló hacia la puerta del salón, junto a la cual el agente de la CIA, estaba pálido como un cadáver—. ¡Fuera! Y será mejor que se cuiden de ustedes mismos y olviden a esa estúpida, porque si dentro de una semana ella no está loca, estará muerta… ¡Es todo lo más que mi grupo y yo podemos hacer por esa muñeca de la CIA! ¡¿Está claro?! ¡Pues fuera de aquí! Y mucho cuidado con lo que hacen ustedes, se lo advierto, porque a nosotros lo mismo nos da una muerte de una mierda de espía, que seis muertes… o seis mil muertes. ¡Largo!

Cuando el helicóptero se elevó, alejándose de aquella supermansión, el piloto todavía estaba impresionado por el aspecto con que habían aparecido sus jefes y su compañero, lívidos, demudados los rostros, caminando como autómatas.

Comprendió que por el momento no era conveniente hacer preguntas.

Y comprendió, también, que el destino de la agente Baby no era precisamente maravilloso…

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